Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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Reza por mí, faquih , le había dicho Yusuf mientras caminaba tras el sacerdote anciano.

De la misma forma había sido sacrificado aquel prisionero, y su cuerpo también fue arrastrado y empujado escaleras abajo para que descendiera rodando sin detenerse hasta llegar al pie de la pirámide. Allí, los ancianos quaquacuiltin se apoderaron de él, le cortaron la cabeza e insertaron una vara a través de ella para exhibirla en el tzompantli , una plataforma con la base hecha de cráneos de piedra que estaba a un lado de la Plaza Mayor.

Los pajes del guerrero que lo había capturado se llevaron lo que quedaba del cadáver. Lo arrastrarían hasta el templo privado de su calpulli , donde sería troceado, cocinado con pimientos, tomates y flores aromáticas, y consumido en un banquete ritual.

Mientras tanto, un imparable río de prisioneros era sacrificado.

Ahuítzotl y sus compañeros reales de la Triple Alianza se dedicaron a abrir el pecho de las primeras víctimas durante toda la mañana de ese primer día. Cuando se cansaron, fueron sustituidos por un grupo de sacerdotes. Cuando éstos sintieron su brazo entumecido, fueron reemplazados por más sacerdotes. De esa forma, los sacrificios se prolongaron durante cuatro días y sus respectivas noches, sin detenerse en ningún momento. En cada hora de esas cuatro jornadas murieron más de ochocientos prisioneros. El Templo Mayor era insuficiente para dar curso a aquel inmenso río de inmolados, y tuvieron que habilitarse otros catorce templos menores por toda la ciudad. Ríos de sangre corrían escalones abajo, inundaban las calzadas y se coagulaban bajo los pies de los asistentes a la ceremonia. Las cabezas se amontonaban formando una espeluznante pirámide junto a los tzompantli. No todos los cautivos aceptaron de buen grado el sacrificio, algunos se resistían sin que esto les sirviera de nada, pues eran golpeados y arrastrados por los pelos por los guerreros a los que pertenecían. Y sus gritos, los sollozos, los vítores de la multitud, el olor de la sangre, de las heces de los que no aguantaban el terror, el chasquido del cuchillo al penetrar en la carne, el sonido de succión del corazón al ser arrancado del pecho, los tambores que no cesaban de sonar… Todo esto conformó la textura de la realidad durante esos días y marcó el paso de cada instante.

Cada noche, Lisán y sus compañeros eran conducidos de regreso al palacio, por unas horas, para que pudieran descansar y comer. Pero el aroma de guiso con carne humana, que llenaba ya Tenochtitlán, les impedía probar bocado.

Lisán creía vivir en medio de una interminable alucinación. Retazos del pasado y del horror que había experimentado durante los sacrificios en Amanecer se mezclaban con el horror que ahora contemplaban sus ojos. Su mundo no había sido precisamente pacífico, cualquier ciudadano de al-Andalus estaba acostumbrado a presenciar la muerte, las ejecuciones, la guerra… Pero nada de lo que había visto a lo largo de su vida lo había preparado para esto… Para asistir hora tras hora, día tras día, al espeluznante espectáculo de los hombres cayendo como borregos bajo la cuchilla del carnicero. Y, sin embargo, conforme pasaban los días, la frialdad más absoluta se iba apoderando de su alma. Era como si aquella vieja costra que se había formado durante el sacrificio de sus compañeros de naufragio se estuviera extendiendo y endureciendo ante la interminable contemplación de tanto horror.

Cada una de esas noches, cuando regresaban al palacio, Lisán se tumbaba sobre una estera y caía rápidamente en un plácido sueño en el que ya no había lugar para las pesadillas, pues éstas se desarrollaban en sus horas de vigilia. Ni siquiera recordaba haber hablado ni un solo momento con Sac Nicte durante esas noches, antes de ser vencido por el sueño.

Ahuítzotl y sus aliados, junto al Mujer Serpiente y Utz Colel también se retiraban a sus propios palacios, y volvían a la pirámide con las primeras luces del día siguiente. Los espectadores regresaban a sus casas durante esas horas, si vivían en Tenochtitlán o en alguna población cercana, o dormían en el suelo de las calles si venían de más lejos.

Pero los sacrificios no se detuvieron en ningún momento.

El número final de víctimas durante los cuatro días que duró la inauguración del Templo Mayor de Tenochtitlán superó las ochenta mil personas. [35]

Kazikli lo contemplaba todo, fascinado. Alzaba los ojos hacia el cielo y veía lo que quizá nadie más veía: la energía pura del chu'lel elevándose hacia las alturas desde aquel mar de sangre que iba anegando la ciudad, crepitando como aceite muy caliente, envuelto en pequeñas chispas rojas que destellaban en la noche.

– ¡Qué espectáculo! -exclamó la cuarta noche, arrebatado por la emoción-. ¡Qué magnífico espectáculo!

A su lado, Koos Ich lo miró intrigado por sus palabras. Luego se encogió de hombros y, dándole la espalda, se arrebujó en su manta dispuesto para dormir.

Como cada noche, soñó con la boda entre la princesa y el cacique mexica.

En su sueño vio cómo Achitomel, el señor de Culhuacan, era invitado a participar en las celebraciones de la boda. Y cómo éste llegaba al humilde templo de los mexica acompañado de numerosos príncipes y nobles, cargado de regalos.

El recinto era bastante miserable, comparado con los otros templos de su ciudad, apenas un cuadrado con base de piedra y paredes y techo de cañas. Pero los mexica parecían muy orgullosos de su humilde templo y de sus ingenuos dioses, y Achitomel no quiso contrariarlos; alabó todo aquello que pudo, mientras los nobles de su cortejo contenían las risas.

Una gran manta, dispuesta para el banquete, había sido tendida en el centro del templo. El señor de Culhuacan se sentó junto al cacique mexica , y sus nobles lo hicieron también en torno a ellos. No vio a su hija, ni al extraño sacerdote que había acompañado al cacique.

– Pronto los verás -le explicó éste cuando Achitomel le preguntó-. Así son nuestras costumbres. Debes respetarlas, pues ahora eres tú nuestro invitado.

Acto seguido, como un perfecto anfitrión, el cacique fue descubriendo los cuencos repletos de carne guisada con chiles y flor de calabaza. Todos comieron y alabaron, ahora sinceramente, la excelencia de aquel plato. El banquete duró varias horas y los manjares se fueron sucediendo hasta que ninguno de los invitados pudo comer más. Entonces, el cacique le indicó al señor de Culhuacan que había llegado el momento de hacer las ofrendas.

Achitomel asintió y se puso en pie con dificultad, pues su estómago estaba demasiado lleno. Se acercó al altar situado al fondo del templo, un lugar que apenas estaba iluminado. Tomó el hule, el copal, las flores, el tabaco y la comida, y los puso ante el dios de los mexica como ofrenda. Degolló también a las codornices, pero todavía no veía bien frente a quién las sacrificaba. Después encendió un incensario para quemar el copal, y la llama alumbró el altar. El sacerdote de los mexica estaba apostado junto a él. Achitomel lo reconoció. Sus ojos relucían diabólicamente al reflejar las brasas del incensario… y estaba ataviado con… ¡La piel desollada de su hija cubría el flaco cuerpo del sacerdote!

Y comprendió que era también su carne la que le habían servido en el banquete…

Temblando de rabia y horror, con los ojos llenos de lágrimas y de pena, se volvió hacia sus copríncipes y sus vasallos, y los llamó a gritos:

– ¿Qué clase de hombres sois vosotros, oh culhuacanos? ¿Es que no veis que han desollado a mi hija? ¡Estos bellacos no tienen que seguir con vida! ¡Matadlos, destruid a esta raza de desalmados y que perezcan todos aquí y ahora!

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