Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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Uno de los nativos unía los labios del corte en la muñeca de Lisán, mientras no dejaba de parlotear en su lengua extraña y gutural. Incapaz de entender nada de lo que decía, el faquih se dedicó a estudiarlo con detenimiento. No aparentaba más de veinte años, aunque ese detalle era difícil de precisar en los rostros lampiños y aniñados de aquellos hombres. Lo que más llamaba la atención eran sus orejas, desgarradas por innumerables cortes, deformadas hasta tal punto que era difícil reconocerlas como humanas.

– ¡Ahora sé! -le dijo Ignacio que estaba a su lado-. Hemos tenido la mala fortuna de ir a parar al mundo de los Inclusi del Anticristo. Su lengua es tan mortífera como las llamas del dragón… Monstruos que no hablan, sino que silban, y que comen serpientes crudas. Cinocéfalos que ladran, aunque sus ladridos parezcan palabras humanas. Se dice que, si aprendes la lengua de los Inclusi , te conviertes también en un demonio. Debemos cerrar nuestros oídos y rezar a Dios para que nuestra vida se acabe antes de que llegue ese momento…

Los hombres-tigre paseaban, observando a los prisioneros mientras éstos eran atendidos por sus pajes. La piel oscura de algunos de los turcos parecía fascinarlos, pero cuando vieron a Jamîl se pararon ante él asombrados. Uno de ellos le ordenó algo a uno de sus sirvientes. Éste se arrodilló de inmediato junto al muchacho negro y, mojando un trozo de tela con saliva, empezó a frotarle la piel de la frente. Jamîl respingó, pero estaba tan aterrorizado que no se atrevió a decir nada.

Otro de los guerreros se detuvo frente a Ignacio y contempló al viejo piloto, ladeando la cabeza como haría un perro curioso. Con una mano, lo agarró por el cepo y lo obligó a ponerse en pie. Acercó su rostro al suyo y estudió fascinado el ojo falso del vizcaíno. Sin ningún reparo, metió un dedo en la cuenca y se lo arrancó. Luego empujó a Ignacio contra la arena. El salvaje rió con la inocencia de un niño al ver aquel ojo de porcelana mirándolo desde la palma de la mano. Enrojeciendo de rabia Ignacio trató de alzarse sobre una rodilla y recuperar lo que su enemigo le había arrebatado. El golpe de plano de una macana entre los omóplatos le hizo escupir sangre sobre el suelo. Apretó los dientes y gritó con el poco resuello que le quedaba:

– ¡Hijo de perra! ¡Devuélveme eso, maldito hijo de puta!

Lisán, que estaba a su lado, intentó calmar la ira del vizcaíno con palabras.

– Ignacio, déjalo -le dijo-. No te pongas en pie.

El vizcaíno no le hizo caso. Trató de incorporarse de nuevo, pero la presa que le inmovilizaba el brazo le provocó una descarga de agonía que corrió por su espalda.

– ¡Malditos hijos de puta! -gritó.

– ¿Te has vuelto loco o quieres que nos maten a todos? -le dijo Yusuf, que estaba arrodillado sobre la arena unos pasos más allá.

Lisán pensó que hasta los animales sabían cuándo era el momento de parar, y rezó para que al vizcaíno le entrara algo de razón en su espeso seso.

Ignacio no escuchaba otra voz que la de su propia furia. Logró alcanzar con sus dedos una de las piernas del hombre-tigre plantado frente a él e intentó apoyarse en ella para levantarse. El nativo apartó la pierna y luego descargó una salvaje patada en las costillas del viejo. Ignacio cayó de bruces sobre el suelo, la cara y la frente manchadas de arena y los cabellos sudorosos.

– Malditos… -dijo, escupiendo sangre, y se derrumbó inconsciente.

Inmediatamente, los pajes revisaron a los prisioneros mientras sus señores vigilaban unos pasos más allá. Encontraron varios cuchillos que algunos turcos habían logrado ocultar entre sus harapos. Los despojaron de ellos y los arrojaron al montón que habían formado con las espadas de los Sarray. El acero fascinaba a los hombres-tigre. Lisán los había visto tocarlo como a algo mágico; y mirar, asombrados, su reflejo en las hojas de las jinetas. Y, sin embargo, conocían el metal, pues algunos llevaban unas pequeñas hachas de cobre colgadas al cinto.

Uno de los pajes se inclinó sobre el faquih y empezó a registrarlo. No tardó en encontrar algo que Lisán ni se había tomado la molestia de ocultar, pues casi lo había olvidado. Era un milagro que no lo hubiera perdido durante el naufragio.

El paje arrancó el disco de oro que colgaba del cuello de Lisán y lo alzó en alto para que su señor lo viera. Varios hombres-tigre se acercaron para contemplar aquel objeto. Uno de ellos lo tomó y lo hizo girar entre sus dedos, estudiando con cuidado cada una de las inscripciones grabadas. Luego se volvió hacia el faquih , atado y arrodillado frente a él, y dijo:

H-uuch-been uinicoob!

Lisán alzó la vista hacia aquel hombre cuyo rostro estaba cubierto por una horrenda máscara de tigre. Ya era de noche y sus ojos brillaban siniestramente en el fondo de unas cuencas rodeadas de piel moteada.

Bix a k'aaba'? -le preguntó.

– No puedo entenderte -dijo cansado, casi sin alzar los ojos.

El hombre-tigre le acercó el disco de oro al rostro y repitió su pregunta. Esta vez el faquih guardó silencio. Cerró los ojos y esperó recibir un trato semejante al que había dejado sin sentido al vizcaíno. Pero no pasó nada. Al abrirlos de nuevo vio que el salvaje había retrocedido unos pasos. Seguía sujetando el disco en su mano derecha, pero ahora tenía la cabeza echada hacia atrás y contemplaba el cielo que se iba llenando de estrellas.

X-ciichpam zac! -gritó señalando al cometa.

Se llamaron a voces entre ellos y el que parecía el jefe indicó el cuerpo inerte del viejo vizcaíno. Sujetándolo por los pies, lo arrastraron por la arena hacia la selva, a la que la noche ya empezaba a transformar en el tétrico muro negro que habían contemplado desde el mar.

No lo volvieron a ver. Los gritos del vizcaíno empezaron unas horas después y se prolongaron hasta casi el amanecer.

Vigilados por los pajes, los náufragos pasaron la noche en vela, tumbados en la arena, con aquellos incómodos cepos, torturados por los alaridos de la inimaginable agonía del vizcaíno. Al lado de Lisán, Jamîl sollozaba lleno de terror.

– ¿Qué le están haciendo, señor? -preguntó al faquih -. ¿Qué le hacen?

Lisán no supo qué decir para calmar al muchacho. Con una de sus manos inmovilizada, ni siquiera pudo taparse los oídos para dejar de oír los lamentos de aquel desdichado.

11

La oscuridad había caído sobre las aguas del Egeo y una brisa fría hizo que Abdul Jabbar se arrimara al hornillo en el que se calentaba un puchero de potaje de habas. Acercó las manos al fuego y las frotó entre sí.

Estaba en la popa de la galera, rodeado por la gente de cabo , los marinos y los jenízaros. Frente a ellos se extendía la crujía donde se alineaba la chusma, doscientos cincuenta galeotes que en ese momento estaban tranquilos en sus bancos. Los remos habían sido alzados y la nave navegaba con buen viento, haciendo uso de sus dos grandes velas triangulares.

Pero todo iba a cambiar a la mañana siguiente.

Durante toda la jornada, Jabbar había visto las decenas de galeras turcas alinearse en el mar, hasta que sus palos formaron un bosque flotante. Sí, iba a ser una gran batalla, la respuesta a las continuas provocaciones de los venecianos. Le habían dicho que sería poco después del amanecer, de modo que buscó un rincón y se tumbó lo mejor que pudo, las piernas dobladas contra el pecho para ocupar el menor espacio posible. Necesitaba dormir para estar fresco para el combate…

La luna en su cuarto menguante estaba suspendida sobre la selva de velas.

Cerró los ojos.

El inconfundible sonido del acero lo despertó, sobresaltado.

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