Lisán decidió que si era necesario moriría por el mawla de Ahmed. Se juró a sí mismo que lo haría. Al menos eso le debía a su hermano. Se preguntó una vez más cuál sería la intención de aquellos hombres disfrazados de bestias y si el vizcaíno estaría en lo cierto al sentir tanto miedo por ser capturado vivo. Observó cómo se situaban frente a ellos, agazapados como auténticos depredadores, cómo hacían sonar las caracolas y lanzaban aullidos, y comprendió que estaban ante algo realmente extraño, algo que no tenía ningún punto de contacto con su cultura y cuyo comportamiento era imposible de predecir.
Yusuf caminaba a un lado y a otro frente al miserable grupo de náufragos. Daba grandes zancadas, como un león a punto de ser arrojado a la arena del circo. Agitaba nervioso su espada jineta mientras se preguntaba qué esperaban aquellos salvajes para atacar de una vez, si ésa era su intención.
– ¡Escuchad! -les gritó-. ¡No tenemos necesidad de pelear, hemos venido en son de paz!
No esperaba que sus palabras tuvieran ningún efecto en ellos y no lo tuvieron. Los estudió con cuidado. Habían compuesto una formación en media luna. En los extremos se habían situado los arqueros, que tenían sus dardos preparados. Si empezaban a disparar contra ellos, desprotegidos como estaban en medio de la playa, no iban a necesitar más de una andanada para acabar con todos. Pero, aparentemente, ésa no era su intención. Los arqueros estaban inmóviles como estatuas y del centro de la formación se adelantaron varios de los guerreros cubiertos con pieles de tigre. Avanzaron hacia ellos por la arena, golpeando sus pequeños escudos redondos con sus macanas, desafiándolos a combatir con gestos casi obscenos. El que iba al frente debía de ser el jefe, pues llevaba una especie de mástil de caña atado a la espalda y decorado con penachos de plumas, como un estandarte.
Yusuf se esforzaba por comprender lo que estaba pasando allí. Cada uno de los hombres-tigres iba secundado por dos nativos desarmados y casi desnudos. ¿Sus pajes?… ¿Sus esclavos? Incluso los arqueros tenían al lado a estos lacayos sujetando sus haces de flechas. Los guerreros se habían dispersado un poco, no parecía haber ningún tipo de organización en sus movimientos.
– Buscan combates individuales -dijo en voz alta, comprendiendo.
– ¿Qué? -le preguntó Ismail.
– Fíjate, los arqueros de los extremos cuidan de que no huyamos, y esos fantoches disfrazados han roto la formación y se preparan para combatir, uno a uno, contra nosotros.
– ¿Qué forma de hacer la guerra es ésa?
– No lo sé, pero quizá nos convenga. ¡Que nadie se mueva de donde está! -gritó-. Dejemos que sean ellos los que den el primer paso.
No se hicieron esperar mucho. El hombre-tigre que llevaba el estandarte de plumas a la espalda lanzó un alarido y cargó contra ellos.
Yusuf retrocedió un poco y dijo sin volverse:
– Hubal…, ve a ver qué tal pelean.
El joven Sarray no lo pensó ni un instante. Se encomendó a Allah mientras aferraba su espada jineta en la mano y se lanzó contra el hombre-tigre. El único sentimiento que tenía en ese momento era el de alivio; después de la larga lucha contra el mar, del naufragio y de los miedos de la pasada noche, por fin se encontraba en un terreno que le resultaba familiar. Era un guerrero de al-Andalus y estaba preparado para luchar hasta la muerte si se terciaba, contra los infieles o contra aquellos fantasmones con disfraz de gato. Tanto daba una cosa como la otra.
Los dos hombres cruzaron a la carrera el terreno intermedio y se encontraron en un punto equidistante de los dos grupos. Hubal fue quien lanzó el primer golpe. Descargó su jineta en un amplio arco descendente hacia su enemigo. Éste paró el acero con su escudo y devolvió el ataque con la macana de madera endurecida al fuego, adornada con plumas y con fragmentos de piedra incrustados en su borde.
Ante la abrumadora ferocidad de la respuesta de su oponente, el andalusí no pudo hacer otra cosa que defenderse y retroceder. Cada una de sus acometidas parecía a punto de alcanzarlo, pero lograba interponer siempre la espada en su camino, desviaba la macana por poco, o conseguía detenerla a poca distancia de su cuerpo. Los ojos de su enemigo llameaban con la borrachera del combate. Cargó contra Hubal con un arrebato sanguinario y lo alcanzó en el costado. Le hizo un buen desgarrón en la piel.
El Sarray se llevó la mano a la herida y retrocedió un par de pasos con el rostro contraído de dolor. Su enemigo sonreía malévolamente bajo la máscara de tigre y él observó, horrorizado, que sus dientes eran cónicos y afilados como los de una fiera.
– Allah, alabado sea, me proteja -musitó con un estremecimiento supersticioso que recorrió su espina dorsal.
No era un hombre cobarde, desde luego que no lo era. Una y otra vez, había recorrido las fronteras del reino de Granada defendiéndolas de las razias de los infieles y había luchado contra ellos en más ocasiones de las que podía recordar. Sin temor, espada contra espada y corazón contra corazón, y que Allah decidiera. Pero esto era diferente. Lo sentía en su alma y sus ojos le confirmaban que aquélla era una situación que no podía entender. Se enfrentaba a un enemigo que estaba más allá de cualquier experiencia que hubiera vivido jamás.
Aferró con ambas manos su jineta y volvió a cargar contra la criatura. Esta vez, espada y macana chocaron en el aire. Saltaron chispas al golpear el acero contra el sílex y el arma de Hubal se partió. El andalusí se quedó paralizado por la sorpresa. Sin detenerse, su enemigo giró sobre sí mismo y lo golpeó en pleno rostro. Esta vez no con los cortantes filos de piedra sino con la parte plana de la macana. Aun así, el golpe fue terrible y Hubal cayó hacia atrás, inconsciente, sangrando por la boca y con la nariz destrozada.
El hombre-tigre pasó sobre su enemigo caído y se encaró con los náufragos. Separó los brazos; su arma en una mano, su pequeño escudo en la otra, y lanzó un grito de victoria hacia los que habían contemplado el combate.
Tras él, los dos nativos semidesnudos que lo acompañaban, sus pajes, según había supuesto Yusuf, se lanzaron sobre Hubal. Mientras uno de ellos le ataba las manos con unas delgadas cuerdas, el otro hacía lo propio con sus tobillos. En un instante, y haciendo gala de una extraordinaria pericia, habían apresado al Sarray como a un cordero. Luego, lo agarraron por los cabellos y lo arrastraron por la arena hacia la retaguardia.
Al ver esto, los náufragos empezaron a gritar y muchos quisieron lanzarse a rescatar a su compañero, pero Yusuf les ordenó que se detuvieran.
– Pero… ¿qué van a hacer con Hubal? -preguntó Ismail con la barbilla temblándole de emoción-. ¿Por qué se lo llevan de ese modo?
Lisán también intentaba encontrarle un sentido a todo aquello. Apretó un poco más a Jamîl contra él y miró a Ignacio. El infiel le devolvió una mirada llena de fatalidad. Fuera lo que fuera, lo que estaba pasando allí no podía tener un buen final.
El jefe de los nativos se volvió hacia los suyos. Agitó su arma y su escudo sobre su cabeza y, ante esta señal, varios nativos se lanzaron a la vez contra el apretado grupo de náufragos. Así empezó un combate individual tras otro. Los hombres-tigre penetraron en las filas de los Sarray y turcos, mezclándose las brillantes plumas y pieles amarillas de su atuendo con las ropas desgarradas y oscuras de éstos.
Lisán miraba a su alrededor, extendiendo el cuchillo del infiel frente a sí, intentando comprender lo que estaba sucediendo en medio de aquella gran confusión de cuerpos y armas, golpes y contragolpes, arena y sangre.
Los Sarray demostraron ser unos dignos rivales. A pesar del agotamiento de sus cuerpos, peleaban con maestría haciendo buen uso de sus jinetas. Los turcos, en cambio, armados tan sólo con cuchillos y palos, resultaron una presa fácil para los atacantes. Fueron rápidamente derribados, y los pajes de los hombres-tigre corrieron entre los guerreros para atar a los caídos y arrastrarlos fuera de la zona de combate. Lisán observó que, aunque se produjeron heridas muy aparatosas, nadie había caído muerto hasta el momento. Los hombres-tigre se cuidaban de no golpear con los filos cortantes de sus armas en las zonas vitales de sus oponentes, tan sólo intentaban dejarlos sin sentido y a merced de los pajes.
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