El sol en su rostro lo despertó y vio que había dos figuras de pie frente a él. El fuerte contraluz únicamente le permitió distinguir unas siluetas negras.
– Estás vivo -dijo una de ellas.
Lo sujetaron por los brazos y lo arrastraron por la arena, hasta una sombra bajo los árboles en el linde del bosque. Eran Jabbar y Dragut, demacrados, con las ropas hechas jirones.
– ¿Sois los únicos supervivientes?
– Eso pensábamos, hasta que te encontramos a ti -dijo Dragut-. Cuando el batel se rompió nos agarramos el uno al otro y el mar nos arrastró. Desde el amanecer venimos caminando por la playa.
– Nunca he visto bosques como éstos -añadió Jabbar con la expresión de desconcierto que era habitual en él.
Baba escudriñó el cielo. Las nubes habían desaparecido y el sol brillaba casi en el cenit. Le escocía la cara. Se llevó las manos al rostro y se tocó con cuidado las mejillas y la frente.
– El sol te estaba quemando, Baba -dijo Dragut.
– Nunca me ha gustado demasiado el sol… y tengo la garganta abrasada por la sal.
Jabbar le ofreció un coco. Los dos turcos conservaban sus cuchillos y con ellos habían practicado un agujero en su corteza para que pudiera beber el agua que contenía. Baba tragó el líquido dulzón con calma y luego se puso en pie para contemplar la playa de un lado a otro. No había ningún resto del naufragio. La arena era muy blanca y estaba sembrada de cocos y ramas desprendidas de las palmeras.
– Parece ser que fuimos arrastrados lejos de la Taqwa -dijo.
– Todos vimos lo que sucedió -le respondió Dragut-. Una ola gigante agarró a la vieja carraca y la lanzó contra la costa como si se tratara de un panecillo. Me pregunto dónde estamos realmente.
– Hemos llegado a una tierra desconocida -dijo Baba-, y lo primero es buscar lo imprescindible para sobrevivir: comida y agua, pues no podremos subsistir mucho tiempo con esas frutas como único alimento. Debemos encontrar una corriente de agua dulce. Después, podemos remontarla e internarnos por su cauce para explorar la selva.
– ¿Qué esperas encontrar? -dijo el turco, que no las tenía todas consigo-. Parece un lugar terrorífico. Antes oímos aullidos que provenían de su interior.
– ¿Quieres quedarte en esta playa para siempre, Dragut?
El aludido negó con la cabeza.
– Entonces tendremos que encontrar nativos que nos ayuden a construir una nueva embarcación con la que regresar a nuestra tierra.
– Yo creo que lo mejor sería intentar capturar un barco de pescadores y obligar a su tripulación a que nos lleven hasta el continente -dijo Jabbar-. Las tropas del sultán no deben de estar muy lejos.
Dragut miró imperturbable, durante un momento, a su compañero. Al parecer dudaba sobre si debía o no aclararle las cosas. Debió de decidir en contra, porque se volvió hacia Baba.
– Quién sabe qué clase de gente vive en este lugar -dijo.
El mameluco alzó la vista. Miles de pájaros revoloteaban frenéticos por encima de sus cabezas, escabulléndose entre las copas de los árboles y lanzándose como piedras con alas hacia el mar. Nunca había visto tantas aves juntas y echó de menos un arco y unos dardos con los que bajar unas cuantas al suelo y poder así comer algo de carne. La boca se le hizo agua con ese pensamiento y le provocó retortijones de ansiedad en el estómago. Golpeó el coco contra el tronco de una palmera y lo partió en dos. Luego alivió en parte su hambre tragando unos buenos trozos de pulpa.
– Mañana iremos a ver -dijo mientras masticaba-. De momento intentaremos encontrar alimento cerca del mar.
Empezaron a caminar por la playa. Apenas habían recorrido media legua cuando vieron un pájaro de gran tamaño parado cerca de la orilla. Tenía un gran pico y lo introducía una y otra vez en el agua, rebuscando algo en la arena. Dragut y Jabbar saltaron hacia él. El ave desplegó sus alas, amplias como dos hombres juntos, y empezó a correr por encima del agua sin acabar de remontar el vuelo. Dragut pronto abandonó la persecución y regresó jadeando para desplomarse en la orilla, pero Jabbar no se dio por vencido hasta que por fin echó a volar y se perdió en las alturas. Baba se acercó al lugar donde había estado escarbando. Metió la mano en la arena, y sacó de ella un verdadero tesoro en forma de caracoles y almejas.
– Quizá no sean alimentos halal [13]-dijo-, pero no se puede negar que nuestra situación es de extrema necesidad.
Así que pasaron el resto de la jornada intentando capturar algo vivo, cualquier cosa que llevarse a la boca en los grandes charcos que la marea abandonaba en su repliegue. Al anochecer, los tres seguían con el mismo aspecto patético y derrotado, pero al menos tenían el estómago lleno con la carne de los mariscos. Desde el borde de la selva, contemplaron cómo el sol se ponía sobre aquella playa que se les antojaba infinita. Miles de aves seguían revoloteando sobre sus cabezas y, a su espalda, oían los alaridos procedentes de animales ocultos en la jungla.
– Ahora me parece buena idea lo de internarnos en el bosque. No me imagino comiendo esta porquería el resto de…
Baba lo había interrumpido colocando la palma de su mano sobre la boca de Dragut. ¿Qué pasa? , preguntó el turco con un gesto.
Baba señaló hacia la playa. Cada vez estaba más oscuro y no venía otra luz del cielo que la de las estrellas y el fantasmagórico cometa. Pero la figura del hombre que caminaba por la orilla, destacada contra el espejo negro del mar, era perfectamente visible. Los tres se dirigieron sigilosamente hacia él. Dragut y Jabbar llevaban sus cuchillos en las manos, Baba se había procurado una rama bastante gruesa y pesada. El hombre de la orilla avanzó unos pasos más antes de advertir su presencia. Entonces se volvió hacia ellos y les hizo frente.
– Tranquilo -dijo Dragut-. No pretendemos causarte ningún mal.
– Pues se diría que son otras vuestras intenciones -dijo el recién llegado.
Baba y los dos turcos se detuvieron asombrados. Habían reconocido sin dificultad aquella voz.
– ¡Piri! -exclamó Baba-. Te dábamos por muerto.
Ofrecieron al antiguo capitán de la Taqwa una cena a base de mariscos crudos y agua de coco. Él les contó cómo había caído por la borda de la carraca cuando ésta fue alcanzada por la gran ola que la estrelló contra la costa. Luego fue arrastrado por la corriente y a duras penas consiguió llegar a tierra firme. Estaba desorientado y separado del resto de sus compañeros. Sabía que muchos perecieron ahogados, pero tenía la esperanza de encontrar a alguien con vida si seguía caminando por la playa.
– Dragut y Jabbar no han dado con restos del naufragio ni con ningún otro superviviente -dijo Baba-. Tampoco hemos hallado algún riachuelo que nos procure agua fresca u otra cosa que comer más que estos miserables caracoles.
– Quizá debamos meternos en la selva, como quiere Baba -dijo Dragut-. Siempre estamos a tiempo de regresar a la playa si nos falta la comida.
El joven turco se tumbó sobre la arena y cerró los ojos.
– ¿Os parece que tomemos mañana esa decisión? He caminado durante gran parte del día y ahora deseo descansar.
– Por supuesto -dijo Baba-, mañana lo hablaremos.
Los pajes de los hombres-tigre habían atado a los náufragos, sujetándoles una mano a la cabeza con un cepo retorcido, más incómodo que doloroso, y luego se habían dedicado a atender sus heridas. Con gran habilidad cosieron los cortes abiertos por las armas de sus señores, utilizando para ello la afilada espina de alguna planta y cabellos recién arrancados de sus propias cabezas. Les aplicaron un ungüento de color amarillo que despedía un intenso olor a azufre.
Читать дальше