– Es cierto -dijo el hombre que se hacía llamar Baba-, quizá no soy Kazikli después de todo, quizá lo que os he contado no sea más que una patraña. Quizá me dio demasiado sol en la cubierta de la Taqwa… En ese caso, ¿por qué preocuparse? No somos más que un puñado de náufragos perdidos en una tierra desconocida.
Le dio la vuelta al cuchillo y, sujetándolo por la hoja, se lo entregó a Jabbar.
– ¿Me devuelves el arma? -preguntó éste con una sonrisa malévola-. No he dicho que no vaya a matarte.
Baba se sentó sobre una de las losas de piedra y recogió una ramita seca del suelo. Con ella señaló hacia la jungla.
– Quizás ese asunto de mi muerte tenga que esperar -dijo.
Mientras narraba su historia, había visto cómo aquellas criaturas iban surgiendo de la floresta y se apostaban a su alrededor, ocultándose tras las columnas labradas. Sabía que fuera cual fuera la decisión de los turcos, matarlo o dejarlo con vida, iban a tener que enfrentarse a ellos de inmediato.
Piri y Jabbar se dieron media vuelta y comprobaron que estaban rodeados por aquellos seres. Algunos salieron de sus escondites y se mostraron abiertamente. Eran una mezcla de hombres y pájaros. Sus cuerpos estaban cubiertos de plumas negras y verdes, y sus cabezas semejaban las de águilas con el pico abierto. En el interior de aquellas bocas, asomaban rostros humanos pintados de rojo.
– Su ejecución tendrá que esperar, Jabbar. Ahora lo necesitamos.
Kazikli se inclinó levemente y dijo:
– Aprecio tu gran sentido práctico, Piri, a pesar de tu juventud. Eso me confirma que acerté al elegirte como capitán.
Poco a poco, los extraños fueron descubriéndose y rodearon a los náufragos. Eran una decena, e iban armados con unas palas en cuyos bordes habían clavado unos afilados trozos de roca. Se fueron acercando a ellos. Sin mediar palabra, Jabbar le lanzó una cuchillada al hombre-águila que iba en cabeza. La hoja resbaló sobre las plumas sin causarle el menor daño, pues bajo éstas llevaba un peto de algún material flexible pero muy duro. Intentó entonces apuñalarlo entre los ojos, pero el nativo interpuso su brazo y detuvo el ataque del turco. Luego lo empujó hacia atrás con el plano de su pala.
– Detente, Jabbar -le aconsejó Piri-. No podemos hacer nada, son demasiados.
Pero éste no le hizo el menor caso a su compañero. De pronto se enfrentaba a una situación que podía entender sin dificultad. Habían hablado de demonios y allí estaban, después de todo. Lanzó un patadón hacia el vientre de la criatura que tenía enfrente y ésta detuvo su pie sin dificultad, sujetándolo entre sus manos emplumadas. Entonces el hombre-águila lo lanzó por el aire, contra los escalones de piedra. El turco rebotó y cayó rodando a los pies de sus compañeros. No estaba herido. Confuso y humillado sí. Piri lo ayudó a levantarse.
– Si uno solo de ellos es capaz de hacerle eso al más fuerte de nosotros, entonces no tenemos escapatoria -declaró Kazikli-. Os propongo que esperemos para ver qué quieren.
– ¿Acaso tú no lo sabes? -le dijo Piri.
– Créeme. Estoy tan desconcertado por todo esto como vosotros dos. No sé quiénes son estas gentes ni qué pretenden.
– ¿Por qué tendría que creerte?
– No me creas. Pero ni tú ni yo tenemos ahora mismo otra opción que obedecer las órdenes de estos sujetos disfrazados de pájaros. Te guste o no, somos sus prisioneros.
Los hombres-águila permanecían silenciosos e inexpresivos, como gárgolas revividas. El que había derrotado a Jabbar parecía el líder, y alzó un brazo señalando hacia el este.
– Quieren que los acompañemos -dijo Piri.
Baba se puso en pie y dijo con gesto cansado:
– Pues decide ahora si quieres pelear u obedecer.
Empezó a caminar en la dirección que el nativo les estaba señalando. Piri y Jabbar dudaron un momento, pero cuando uno de aquellos emplumados guerreros se acercó con su maza en ristre, decidieron seguir los pasos de su antiguo comandante.
Los condujeron a través de la selva y desanduvieron el camino que habían hecho, hasta que llegaron de nuevo a la playa. Allí se reencontraron con Dragut, que tenía las muñecas atadas y era custodiado por dos de aquellos seres cubiertos de plumas. En la orilla aguardaban dos estrechas embarcaciones, fabricadas a partir de un único tronco de árbol ahuecado. Fueron empujados hasta ellas.
– ¿Pretenden que subamos en eso? -Piri parecía horrorizado por la perspectiva.
Piri y Baba montaron en una de las piraguas y Dragut y Jabbar en la otra. Los nativos se acomodaron delante y detrás de ellos, tomaron unas largas palas torneadas en madera y empezaron a remar. Poco a poco se alejaron de aquella costa.
Tras aquella noche interminable, en la que el vizcaíno había desaparecido para siempre, Lisán y sus compañeros de desdicha fueron obligados a ponerse en pie y caminar por la playa como bueyes uncidos por un yugo.
Pasaron tres días angustiosos, dirigiéndose siempre hacia el sur, rodeando la selva sin penetrar jamás en ella. En cada crepúsculo, los hombres-tigre arrastraban a uno de ellos hacia la oscuridad de la jungla. El primer día fue Ulug, uno de los turcos. Luego le llegó el turno a Hubal, a quien las heridas que había recibido en el combate casi no lo dejaban andar. La tercera noche se llevaron a otro de los turcos, cuyo nombre Lisán no supo recordar. Los que iban quedando intentaban descansar, cerrando los oídos a los terroríficos gritos de sus compañeros a los que no volverían a ver jamás y rezando para que aquellas noches llenas de horror pasaran rápido. Durante las horas de luz seguían caminando torpemente por la arena mientras el día avanzaba inmutable.
– ¿Adónde nos has conducido, faquih ? -preguntó Yusuf durante una de estas caminatas, con una voz que era como un lamento agotado-. ¿Qué lugar infernal es éste?
– No lo sé. Allah me perdone, pero no lo sé -respondió Lisán.
Se sentía abatido y sin fuerzas. Una puerta se había abierto en su alma y había dejado entrar una fría brisa de miedo. Pero conforme pasaba el tiempo la brisa se estaba transformando rápidamente en un vendaval. Y la muerte de su amigo Ahmed, y todas las desdichas y horrores que sucedieron después, le habían secado el pecho de esperanzas.
Pronto comprendió que no podía permitirse eso.
– ¿Qué va a ser de nosotros, señor? -le preguntó Jamîl, buscando en sus ojos alguna promesa-. ¿Qué son esos hombres vestidos como fieras y qué hacen con nuestros compañeros?
– No dejes que el miedo te domine -le respondió el faquih -, y confía en Allah, muchacho. Él sigue con nosotros, incluso aquí.
– Pero mi amo era un buen hombre y un buen siervo de Allah -dijo el chico-. No merecía morir. No merecía que su cuerpo no fuera enterrado.
– Nadie merece ser humillado y nadie merece ser ensalzado -dijo Lisán-, pero la vida va de un lado para otro y todas las cosas nos enseñan alguna verdad.
– ¿Crees realmente en eso, faquih ? -le preguntó Yusuf con amargura-. El chico tiene razón, hay cosas por las que nadie merece pasar.
– Supera tus propios juicios, Sarray, y piensa: a los ojos de Allah, ¿qué es justo y qué es injusto?
La rabia también se había apoderado de él. Apenas sabía cómo luchar contra ese sentimiento, pero no iba a rendirse. Era precisamente ahora cuando debía acudir a las enseñanzas de sus maestros sufíes. En su bondadosa filosofía estaba el único camino para encontrarle un sentido a todo lo que les sucedía, y debía compartirlo con sus compañeros. Pensó que era afortunado por tener que desempeñar ese cometido en un momento así.
– De acuerdo, todos nos sentimos desdichados. A fe mía que hemos sido golpeados por los acontecimientos… -siguió diciendo. Alzó la voz para que el resto de los cautivos pudieran oírlo-. Es evidente que nuestra situación parece desesperada y nos preguntamos por qué Dios nos envía tantas desgracias… Pero nos equivocamos cuando pretendemos hacer de las señales de Allah una cuestión personal.
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