Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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– Allah no tiene nada que ver con todo esto, faquih -masculló Yusuf-. Esas criaturas no pueden ser hijas de Él.

– ¡Por supuesto que sí! -exclamó Lisán, cada vez más seguro de sí mismo-. Todo forma parte de Allah. El Mundo y todos sus acontecimientos están ante nosotros para que le demos una serie de respuestas a nuestro Creador. Éstas pueden ser acertadas, en armonía con el Mundo, o no. Si ante la desdicha cortamos nuestro contacto con la vida y nos situamos al margen de Dios, entonces estaremos verdaderamente perdidos… Ésa es la cuestión planteada correctamente. La única actitud, lo único que nos conecta firmemente con la vida, es el agradecimiento a Allah y el deseo de aprender más sobre nosotros mismos.

– ¿Y qué te ha enseñado todo esto, faquih ?

– Que no podemos caer en la desesperación, Yusuf ibn Sarray -dijo Lisán, mirándolo fijamente, sintiéndose fuerte por primera vez en mucho tiempo-. Es demasiado fácil. No es digno de nosotros. Tenemos un orgullo que no podemos traicionar. Pase lo que pase.

El Sarray se volvió y comprobó que sus primos estaban atentos a la conversación. Se irguió levemente, todo lo que le fue posible con aquel cepo que le dificultaba los movimientos, y dijo:

– ¿De qué estás hablando, faquih ? Ningún Banu Sarray ha dado jamás la menor muestra de cobardía. Si tenemos que morir a manos de estos desalmados, lo haremos con una dignidad que no han de olvidar jamás.

Lisán aprobó las palabras del guerrero. Supera tus juicios , era lo que le decía su murshid. Supéralos, pero no dejes de actuar de acuerdo con ellos.

En la mañana del cuarto día, distinguieron a lo lejos una impresionante construcción, semejante a una pirámide levantada sobre un peñasco escarpado. Se dirigieron hacia ella, caminando a lo largo de la orilla del mar. La arena de la playa era tan fina que se hundían en ella hasta las rodillas. Se veían canoas y útiles de pesca, aparentemente abandonados; pero, entre los manglares cercanos a la playa, Lisán distinguió algunas chozas de barro y palma, y a nativos espiándolos desde la penumbra de la jungla.

Se vieron interrumpidos por un alto promontorio rocoso que se extendía hasta dentro del mar y al que se sujetaba un lienzo de muralla. Un parapeto de piedra, que ahora les tapaba la vista de la pirámide que divisaran desde lejos. El grupo rodeó el muro y dejó atrás la playa. Llegaron a una puerta en forma de arco afilado. Frente a ella montaban guardia dos nativos armados con lanzas y macanas, que contemplaron a los extranjeros con asombro y una curiosidad casi infantil, pero se hicieron a un lado para dejarlos pasar.

Penetraron en la ciudad y caminaron entre policromados edificios, que se levantaban sobre bases de piedra, ordenados a lo largo de calles perfectamente trazadas. La ciudad se extendía aproximadamente una legua a lo largo de la costa y los tres lados que miraban a tierra estaban protegidos por la muralla. Los edificios de su interior tenían paredes blancas hechas de adobes recubiertos de estuco coloreado.

– ¡Esto es la civilización! -exclamó Yusuf mientras miraba a un lado y a otro-. Los salvajes no pueden haber construido todo esto.

– No lo han hecho ellos, sino los demonios -exclamó Ismail.

Lisán vio cómo el joven Jamîl se estremecía ante las palabras del Sarray.

– Son hombres, y si queremos sobrevivir en su mundo debemos dejarnos de fantasías. Ya habéis visto esa muralla que rodea la ciudad…

– Sí, faquih -dijo Ismail-. ¿Y qué?

– Significa que tienen enemigos y que tienen guerras… y lo más importante: que conocen el miedo.

Desde todos los rincones asomaban nativos, hombres y mujeres, que contemplaban asombrados el paso de aquellos extraños desarrapados. Algunos se unían a la comitiva o la seguían a cierta distancia.

Templos, adoratorios y casas nobles se alineaban en perfecta perspectiva para conducirlos hasta la monumental pirámide truncada que colgaba sobre el mar, al borde del acantilado. Ahora que podían distinguir sus detalles de cerca, veían un gran edificio de piedra decorada con complejos bajorrelieves. Por su fachada ascendía una escalinata casi vertical de más de sesenta escalones labrados con todo tipo de horrores: cabezas de serpiente con las fauces abiertas y los ojos encolerizados; criaturas deformes de miembros retorcidos y largas narices como probóscides rizadas; seres que eran como una confusión de rasgos humanos y animales, como monstruos surgidos de inimaginables metamorfosis a medio concluir. Los musulmanes miraban todo esto con un espanto indescriptible. Para ellos, cualquier representación de un ser humano era obscena, pero aquellas repugnantes imágenes estaban más allá de las más horrendas pesadillas.

Tres hombres vestidos de blanco aguardaban al pie de la escalera, en la plaza situada frente a la pirámide. Recordando las atrocidades de Talos el Rojo, Lisán estudió su espeluznante aspecto mientras se iban acercando. Llevaban el rostro pintado de negro y su cabello era largo y enmarañado, como crines de caballo. Vestían rígidas túnicas de algodón acolchado y se adornaban con grandes pendientes, brazaletes y un pesado collar de jade con cuentas que representaban cabezas humanas. Y apestaban. Un olor denso y dulzón se desprendía de ellos conforme se les iban acercando. Advirtió entonces que sus cabellos estaban empapados de sangre, y que ésta resbalaba por las blancas espaldas de las túnicas. Contuvo un estremecimiento. Sangre seca y antigua, sangre fresca y reciente, a eso olían aquellos hombres. Uno sujetaba un pequeño incensario de terracota y los roció con el humo que emanaba de él.

– Se diría que son adoradores de algún ídolo pagano -musitó Yusuf-. ¿Qué piensas tú, faquih ?

A Lisán le vino a la mente la palabra «chamán», que usaban las tribus de salvajes turcos, mongoles y manchú-tungus, [14]y que él conocía gracias al famoso rihla de ibn Fadlan. Sabía, por tanto, de su habilidad para realizar sahumerios ponzoñosos, capaces de confundir el espíritu de los hombres, por lo que retrocedió un paso y trató de no respirar aquellos vapores. Observó también que la frente de aquellos «chamanes» era plana, de una forma que no parecía natural, y que sus orejas estaban desgarradas por decenas de pequeños cortes.

– Sí, eso parece -dijo-. El mensaje del Libro no ha podido llegar hasta un lugar tan remoto. Estos hombres siguen viviendo en el Jahiliyya , en la Era de la Ignorancia.

Obligaron a los náufragos a arrodillarse, a hincar la cabeza contra el suelo. El líder de los hombres-tigre entregó al chamán más viejo el disco de oro que había arrebatado a Lisán. Éste lo sostuvo en la palma de la mano y lo hizo girar ante sus ojos, contemplando cada uno de sus detalles.

H-uuch-been uinicoob! -exclamó.

Lisán intentó memorizar aquellas palabras. Estaba seguro de que eran las mismas que había empleado el hombre-tigre en la playa. El viejo sacerdote alzó la vista del disco y preguntó algo al guerrero que se lo había entregado, que señaló a Lisán con su macana. Se acercó a él y caminó a su alrededor, estudiándolo. El olor a sangre era insoportable, casi hizo vomitar al faquih.

Bix a k'aaba'?

Lisán clavó su mirada en el suelo. El viejo volvió a preguntar:

Bix a kaajal?

Yusuf, que estaba arrodillado junto a Lisán, decidió que había llegado el momento de intervenir para señalar que era él quien estaba al mando. Se incorporó un poco y dijo:

– No podemos comprender tus palabras. ¿Acaso entiendes tú las nuestras?

Un golpe en el costado hizo que el capitán de los Sarray volviera a pegar su rostro contra las losas del suelo.

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