Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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El Halach Uinich iba ataviado con una deslumbrante capa de plumas encarnadas y azules, que le daban el aspecto de un pájaro humano. De nuevo se dirigió a los cautivos en su idioma incomprensible, pero ahora lo hizo de forma lenta, ceremoniosa, como parte de un elaborado ritual cuyo significado éstos no podían imaginar:

Dza a uol tuculnen… Chen-ti a Uymil; maa… A cha za hac il maa… Loob cun bet bil techil…

Después, les dio la espalda y se puso en marcha. La multitud congregada siguió al caudillo y a los prisioneros por la calle que se dirigía hacia la pirámide truncada.

Se detuvieron al pie del monumento, donde aguardaban los guerreros disfrazados con pieles de tigre. Nada más verlos, Lisán comprendió que sus peores temores se confirmaban. Sintió el deseo de gritar a sus compañeros que lucharan, que intentaran por todos los medios escapar de aquel lugar, pero el miedo se había apoderado de su garganta y sus piernas continuaban arrastrándolo, paso tras paso, ajenas a su voluntad.

Todos los náufragos, menos Lisán, fueron despojados de sus harapos por un grupo de sacerdotes. Luego, les pintaron la mitad superior de la cara de negro con círculos blancos, y el cuerpo, con rayas horizontales rojas y negras. Embadurnaron sus cabellos de alguna mixtura pegajosa y los adornaron con bolas de plumón blanco.

– Allah misericordiosísimo, ¿qué es esto? -sollozó Jamîl, mientras parpadeaba y escupía para librarse de la pintura que le había entrado en los ojos y la boca-. ¿Qué es esto?

Lisán se volvió hacia sus compañeros, que contemplaban atónitos el desarrollo de los acontecimientos. Él era el único que no había sido maquillado de esa forma extraña, pero ninguno de ellos podía imaginar lo que le esperaba.

Dos sacerdotes cayeron de improviso sobre el faquih y lo obligaron a tumbarse de espaldas contra el suelo. Él intentó inútilmente debatirse mientras le arrancaban los trapos destrozados con los que se cubría. Se retorció como una anguila entre sus brazos, pero fue inútil y pronto se vio completamente desnudo. Lo sujetaron y le separaron las piernas. Otro sacerdote se arrodilló frente a él, con un cuenco de madera entre las manos, del que extrajo una mixtura pegajosa, de un intenso color verde, con la que le embadurnó las ingles y los sobacos. Luego lo soltaron y se apartaron.

Lisán se puso en pie, abochornado, intentando quitarse aquel mejunje de sus partes.

– ¡Nuestras manos no están atadas! -gritaba Ismail con los dientes castañeteándole de terror-. Debemos pelear, defendernos…

– ¡Vamos a morir! -lloraba Jamîl sin poder contenerse.

Lisán miró a su alrededor, desesperado, comprendiendo que cualquier intento de resistirse era inútil. Centenares de nativos los rodeaban, los miraban con una intensidad demoníaca y los rostros parecían estar distorsionándose hasta convertirse en máscaras horripilantes de cera que se derritieran bajo un potente sol.

El suelo se movía ahora bajo sus pies, como si se encontrara de nuevo a bordo de la Taqwa , y le costaba mantener el equilibrio. Los testículos le ardían. Al principio, aquella sustancia había despertado una sensación de frescor, viscosa pero no del todo desagradable. Pero ahora se estaba calentando rápidamente y le quemaba allí donde se la habían aplicado, a la vez que llegaban a su nariz los amargos vapores que se desprendían de ella. Respingó y se dio secos manotazos en las partes y en los sobacos. Los golpes dolían, pero aquel dolor le ayudó a mitigar la impresión de que un fuego invisible lo estaba abrasando.

¿Qué es esto, acaso esta sustancia me está envenenando la sangre? , pensó.

Poco a poco, la sensación de ardor se fue aliviando y quedó reducida a un intenso comezón, pero la confusión de su mente continuó.

Mientras tanto, uno de los sacerdotes, el más anciano de todos, se acercó a Yusuf y lo invitó con un gesto a que lo siguiera. El Sarray sintió que el corazón se le detenía en el pecho. Asintió, intentando sacar fuerzas de la nada, rebuscando en el fondo de su alma un último atisbo de valor. Se volvió hacia Lisán y le dijo:

– Reza por mí, faquih.

Lisán contempló a Yusuf caminar tras el anciano. Le parecía ver aquella escena a través de una cortina de agua que lo distorsionara todo. Su mente estaba tan confusa que sólo pudo rogar a Allah para que aquella atrocidad acabara lo más rápido posible para todos ellos.

El Sarray se detuvo en la base de la empinada escalinata y el sacerdote se apartó a un lado. Allí lo esperaban dos hombres-tigre que le indicaron con gestos que debía empezar a subir. Él miró hacia arriba y cerró con fuerza los ojos. Trató de recordar el rostro de sus hijos, la sonrisa de alguna de sus esposas, pero no consiguió ver ante sus párpados cerrados más que la mancha en negativo del disco del sol. Uno de los guerreros lo aferró por el brazo y lo empujó hacia arriba. Empezó a trepar, muy despacio, por los escalones que conducían a la terraza superior de la pirámide truncada. Eran tan estrechos que no parecían haber sido tallados para pies humanos. La algarabía de los tambores, el trino agudo de las flautas, apagaron los rezos y gemidos de los compañeros que habían quedado atrás.

Llegó sin aliento a la amplia plataforma superior. Cinco sacerdotes estaban congregados alrededor de una piedra cubierta de sangre seca, frente a un macizo templo cuadrado. Sobre la puerta de éste había sido tallada la figura de una criatura de aspecto horrendo que, espatarrada boca abajo como un demonio ejecutando una cabriola, le dirigía una mirada maligna con sus abultados ojos de sapo. Uno de los oficiantes se había despojado de su túnica negra y empuñaba en la mano derecha un afilado cuchillo de obsidiana. Su cuerpo, cubierto por un pequeño taparrabos blanco, parecía reseco y ceniciento, enfermizo, salpicado de pequeños cortes y cicatrices. Con un gesto, indicó al Sarray que se acercara.

– Esto no puede ser real -musitó Yusuf estremeciéndose.

Se dio la vuelta y miró hacia abajo. La multitud se arremolinaba en torno a la pirámide. Sus amigos eran manchas pintadas de rojo y negro perdidas entre la masa de carne cobriza. No pudo distinguir a Lisán.

– No es real…

Los ojos de los dos hombres-tigre lo observaban despiadados desde detrás de sus máscaras. Yusuf consideró la proposición de Ismail de luchar por su vida, pero comprendió que no tendría opción ninguna, y que rebelarse ahora sólo haría que su muerte resultara más penosa, y quizá más indigna. Sabía que es en el momento de la muerte cuando las criaturas revelan su verdadera naturaleza. El cerdo chilla y se resiste como si lo poseyeran los demonios, porque es una criatura inmunda. Los corderos en cambio saben que su destino es el sacrificio, porque son seres sometidos a su realidad. Pero él no podía admitir que le estuviera sucediendo algo así. A él, al ahijado de ibn Kumasa. No podía admitir que Dios los hubiera hecho pasar tan largo calvario en el mar sólo para reservarles este destino.

Mientras dudaba si rezar o maldecir, si debatirse o dejarse hacer, los cuatro sacerdotes lo sujetaron por los brazos y las piernas. Intentó entonces resistirse, pero ya fue inútil porque aquellos hombres demostraban mucha experiencia en sus movimientos. Lo levantaron en vilo y lo tumbaron de espaldas sobre el mojón de piedra cubierto de sangre coagulada. Tiraron con fuerza de sus miembros, obligando a su pecho a arquearse.

El quinto se acercó con el cuchillo de obsidiana brillante entre las manos.

Yusuf gritó una súplica para Allah, pero su voz fue apagada por el horrible sonido de la carne al desgarrarse. El chamán había clavado el cuchillo en el lado izquierdo de su pecho y cortaba con destreza hacia el centro del tórax. Dos movimientos rápidos, firmes, llenos de crueldad. Inmediatamente, metió la mano en la herida y extrajo su corazón palpitante. Yusuf pudo oír el repugnante sonido de succión que hizo la víscera cuando fue arrancada de su pecho. Incluso, antes de perder la conciencia, pudo ver con sus propios ojos cómo latía en la mano de aquel salvaje, cómo la sangre resbalaba por su antebrazo.

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