– No tienes pruebas de eso.
– No, pero eso explicaría su insistencia en mantener en secreto vuestras actividades.
El faquih asintió.
– Cabe dentro de lo posible, sí.
– Hermano, hermano… -se lamentó Ahmed-. ¿No ves que te estás mezclando en un asunto de piratería? ¿Qué fue de los guardias del albergo? Dijiste que había sangre en las espadas de los turcos que te rescataron…
– Sí. Lo más probable es que los mataran -dijo Lisán con fatalidad.
– ¡Debemos salir de aquí de inmediato! -exclamó Ahmed llevándose las manos a la cabeza-. Mataron a dos guardias del albergo, robaron la carraca y… quién sabe qué otros crímenes han cometido esos hombres malvados.
Lisán alzó las manos pidiendo paciencia a su amigo.
– Si es así, hermano, entonces mi camino ya está trazado.
Ahmed sacudió la cabeza.
– Como tú me dijiste: hay algo en ese hombre… algo muy extraño…
– Hermano, no deseo implicarte en todo esto. Lo mejor es que regreses a Granada y te hagas cargo de las planchas de plomo.
– ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer tú?
– He elegido un camino. Ahora es ese camino el que me conduce.
– Pero yo no voy a abandonarte en este momento. Juntos hasta el final, ¿recuerdas?
– Sí, hermano -suspiró Lisán-. Entonces te propongo que esperemos hasta mañana, veamos en qué condiciones está la carraca, antes de seguir elaborando más teorías.
Su amigo asintió.
– Que así sea entonces, si Allah quiere. Pero mañana me escucharás.
En la lona de la tienda se proyectaban, retorcidas, las sombras de los hombres de Baba que montaban guardia. El sonido de las olas del mar, al alcanzar la playa y remover la arena y las piedras de la orilla, llegaba tan claro y acompasado como una melodía.
Ahmed se había dado la vuelta y había empezado a roncar casi al instante. Lisán envidió su facilidad para entrar en el mundo de los sueños. Salió afuera para contemplar las estrellas, algo que siempre relajaba su mente. Pero ni siquiera en ellas iba a encontrar la paz.
El manâzil , el cielo de las estrellas fijas que está contenido en la esfera de las doce Torres del Zodiaco, es inmutable y eterno. Lisán conocía la disposición de los astros con la misma certeza con la que un hombre sabría situar los lunares sobre el cuerpo de su amada. Sin embargo, algo había cambiado allá en lo alto. Una nueva luminaria, bastante brillante, había aparecido en el Trono de Géminis. Se estremeció. ¿Cuál sería el significado de ese acontecimiento? El vértigo se apoderó de él cuando intentó imaginar qué senderos tomaría su futuro. Atravesar un mar inmenso y peligroso… Lleno de leyendas y monstruos… Para llegar a… ¿Adónde? ¿Qué era lo que lo empujaba hacia lo desconocido?
Recordó aquel momento en que desistió de traducir el texto de las planchas de plomo y se concentró en otra cosa. No era la primera vez que hacía algo así. De hecho, era habitual en él eso de ir revoloteando de un empeño a otro, sin terminar nunca nada, sin centrarse en nada. Así había transcurrido su vida, como un largo y aburrido juego sin sentido.
Ya había alcanzado la edad de la madurez. Según las enseñanzas sufíes, antes de los cuarenta años no podía aflorar el estado espiritual necesario para el encuentro con la propia senda. Pero no había sido una decisión suya, inspirada por la acumulación de conocimientos a lo largo de los años, lo que lo había puesto en el camino, sino un golpe de suerte. La fortuna de que aquellos obreros encontraran las planchas de plomo enterradas en su jardín… La sorprendente coincidencia de que el cherif Alí al-Hacam pusiera a la venta aquel libro…
Los hombres van descubriendo su destino a cada paso, pero sólo Dios sabe adónde conducen todos los senderos… Lo único que él ya no podía hacer era echarse atrás.
Baba ibn Abdullah no era un hombre de mar. La tarea de patronear la nave se la había adjudicado al capitán del jabeque, un turco llamado Piri Muhyi. Y fue éste quien, a la mañana siguiente, les mostró la carraca.
– Gorda y vieja como mi mujer -dijo Ignacio, con una mueca de desagrado, y apenas pisó la cubierta.
– Suficiente para nuestros propósitos -le aseguró Piri.
Era un hombre muy joven, con el cuerpo bien proporcionado, musculoso. Llevaba un elegante jubón de paño rojo, abierto sobre el torso desnudo; la cabeza rapada y las orejas llenas de tintineantes anillos de oro. Lisán se preguntaba cómo era posible que Baba hubiera confiado el mando de la carraca a un muchacho que aparentaba tener menos de veinte años. Más tarde averiguaría que la familia de Piri tenía una larga tradición marinera. Desde que era un niño había navegado con su tío, el famoso corsario Kemal Reis.
– Para llevar cebollas por el Mediterráneo, quizá sea buena -insistió Ignacio-. No voy a negarte eso. Pero no es buena para navegar por el mar Océano. La primera ola un poco fuerte nos ha de partir en dos. Eso te lo aseguro ahora.
La verdad, era una nave bastante antigua. Tenía el casco ligeramente redondeado de las viejas cocas, pero presentaba el aparejo típico de una carraca, como un híbrido entre ambas. El alcázar y el castillo estaban integrados en el casco, aunque sin la complejidad de otras naves más modernas. Los palos trinquete y mayor iban aparejados con velas cuadradas; el mesana, con vela latina. Los tres palos eran de pino de Balsaín. La quilla, roda, codaste, baos, fogonaduras y guindastes, eran de buena madera de Guinea. Disponía de una única cubierta corrida, aunque desde el palo mayor hasta el extremo de la popa se levantaba el alcázar. Y, sobre él, en la toldilla, se encontraba el único camarote cerrado de la nave. El mameluco se lo había ofrecido a Lisán, para que instalara allí sus mapas y los instrumentos de medición.
En las bordas alguien había montado ocho cañones pedreros con duelas de bronce, de los llamados «gerifaltes». Cuatro a cada lado, sujetos sobre unos fustes en forma de horquillas, lo que sin duda les daría una gran precisión de tiro.
– ¿Cuál es el nombre del barco? -preguntó Ahmed, mientras observaba con suspicacia la presencia de armas tan modernas en una nave tan antigua.
Piri se encogió de hombros.
– No tiene nombre, que yo sepa.
– ¿Una nave tan vieja y carece de nombre? -dijo Ahmed con recelo-. Muy extraño, ¿no crees?
La pregunta iba dirigida a Lisán, que no quiso responder a las transparentes alusiones de su amigo. En cambio, dijo:
– Debo confesar que no lo había pensado. Quizá «al-Garbí» sea un nombre apropiado, pues en esa dirección nos dirigimos.
– Sería un buen nombre, sin duda -dijo Ahmed-. Pero quiero proponerte uno mejor, si me lo permites.
– ¿Y qué nombre sería ése, hermano?
– Taqwa , «el Temor de Dios», el que inspira a una persona a estar en guardia contra las acciones equivocadas y deseoso de volver al camino que mejor complazca al Más Alto.
– La Taqwa entonces. Si nadie tiene nada que objetar y ello te va a complacer.
Los turcos iban y venían de la playa, cargando cestos llenos de tierra. Subían a la cubierta por una rampa y descendían a través de una portilla abierta, en dirección al sollado.
Ignacio, que había permanecido silencioso durante un buen rato, dijo:
– ¿Acarrean todo eso para lastre?
– En efecto -le respondió el joven capitán-. Iremos bastante cargados, pero no nos vendrá mal un poco de estabilidad extra.
Mientras Piri y el vizcaíno hablaban, Ahmed llevó a su amigo aparte y le dijo:
– No voy a permitir que te embarques solo en esta aventura.
– Ya hablamos de eso, hermano. Mi destino ya ha sido fijado por Allah, y yo no puedo y no quiero variarlo.
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