Emma Bull - Oro Y Plata

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Oro Y Plata: краткое содержание, описание и аннотация

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Tenía el prendedor en la mano y lo iba a soltar cuando vio lo que era. Una rana saltando. Pero era de oro.

Era el suyo. Las patas extendidas, los ojos saltones, hasta la más pequeña irregularidad… Era su prendedor. Corrió a la puerta y la abrió bruscamente.

– ¿Hola? -llamó-. ¡Oh, cielos!

Regresó al interior del cuarto, y buscó y finalmente encontró el tirador de la campanilla disimulado como una tira de tapicería.

Al cabo de unos minutos, una chica de pelo negro y ojos brillantes llegó a la puerta.

– ¿Sí, señora?

– La mujer que me ayudó, la que me preparó el baño y me trajo el vestido, ¿está aún aquí?

La chica parecía apurada.

– Lo siento, señora. No sé quién la atendió. ¿Cómo era?

– Aproximadamente de mi estatura, la cara rubicunda y el pelo alborotado.

– Señora, ¿está segura? -La chica la miraba fijamente-. Aquí no hay nadie así.

Luna se dejó caer con pesadez en la silla más cercana.

– ¿Por qué será que no me sorprende? Muchas gracias. No quería molestarla.

La chica hizo una breve inclinación y cerró la puerta tras ella. Luna apagó las velas, se metió en la cama, y yació despierta mucho tiempo.

En el gris y húmedo amanecer, se vistió, se cargó la mochila y, por el simple procedimiento de bajar todos los tramos de escalera que encontró, llegó a una puerta que conducía al exterior. Era un pequeño postigo que daba a una huerta y a un patio con los lavaderos, con el vallado de piedra. A un lado del camino, había un hombre agachado junto a una carretilla de madera, arreglando una rueda.

– ¡Eh, señorita! -llamó, y el sonido de su voz fue como una pala al hincarse en un montón de grava-. Sostenga en alto este eje, ¿quiere?

Luna suspiró. Quería marcharse, echar a andar, porque moverse sería casi como empezar a hacer algo. Y quería salir de esta hermosa ciudad que había perdido su corazón. Saltó por encima de una planta de ruibarbo, se arrodilló y sostuvo en vilo el eje.

Lo que quiera que hubiese estropeado la rueda había roto el eje; la parte astillada de la madera se le clavó en la mano derecha. Luna gritó y retiró la mano bruscamente. La sangre manaba de un corte en la palma y goteó un poco sobre los tallos del ruibarbo. Entonces dejó de fluir.

Luna alzó la vista, asustada, hacia el hombre.

– Era el del carro de heno: cabello blanco, los ojos del color verde grisáceo de la salvia. Tenía un semblante rubicundo, sombrío. Rubicundo, como la mujer que…

La mujer que la había ayudado anoche era la mujer del carro de heno. ¿Cómo no se había dado cuenta? Pero ahora lo recordó, y recordó también los ojos verdes de la mujer, e incluso una paja enganchada en el cabello alborotado. Luna retrocedió de un brinco.

El viejo le cogió la mano.

– El ruibarbo purga, y significa consejo. Dé media vuelta. Sus intereses están allí. -Apuntó con un dedo áspero, enrojecido, al palacio, a lo alto de la torre más próxima. Luego se incorporó, se sacudió los pantalones, echó a andar camino adelante, y se marchó.

Luna abrió la boca, cosa que hasta entonces no había podido hacer. Todavía sentía la mano del hombre, cálida y encallecida. Bajó la vista. En la palma que él había tocado había un renuevo de hisopo, un pequeño manojo de retama y un tallo espiral de corregüela.

Luna regresó corriendo hacia la puertecilla por la que había salido, y subió por la primera escalera que encontró hasta llegar al final de los escalones. Entonces lanzó una ojeada en derredor, furiosa. ¿Por dónde se iba a esa maldita torre? Localizó su posición mirando a través de las ventanas del corredor. Podía ser esa puerta, pensó. Giró el pestillo, pero no se abrió.

«Podría haberse guardado su ramillete de flores y haberme dado una llave -pensó iracunda, y enseguida se dijo-: Es lo que hizo.»

Estiró el tallo de correhuela, lo metió en la cerradura, y musitó:

– Date media vuelta, gírate, en sentido contrario al curso del día.

Lo que hierro giró para cerrar, la planta girará en sentido inverso.

Se oyó el roce de metal contra metal, y el picaporte cedió a la presión de sus dedos.

El cuarto de un hombre joven, donde el tiempo parecía haberse detenido. Un jubón de cuero, acolchado, tirado en una silla; una estantería de libros, las encuadernaciones alineadas en brillantes hileras; una flauta de madera y un par de guantes de cuero, sobre un arcón de cedro taraceado; una cama deshecha, la colcha caída a medias en el suelo al haberse deslizado hacia un lado.

Un cuarto paralizado en un cuadro de atrocidad y acusación. Luna podía sentir lo que se había hecho aquí, lo que todavía se estaba haciendo, porque la habitación había permanecido cerrada, sin tocar nada. La belladona y el estramonio, el beleño y el helecho, crecido pálido y raquítico bajo la piedra. Luna captó sus olores y su retorcida fuerza en derredor, el poder del trabajo que habían hecho y la vergüenza que los había mantenido en secreto.

Sobre el dintel de la puerta había un polvillo de hojas y flores desmenuzadas, así como en los antepechos de las ventanas, y en los pliegues del dosel de la cama, donde se apelmazaba formando rayas. Luna retó el puño con fuerza, sobre las plantas que guardaba en la palma, a inundarla una cólera creciente.

Con el manojo de retama y el hisopo limpió el polvo del dintel, de las ventanas, de los cortinajes.

– ¡Alegre o triste, lo último o lo primero -entonó mientras manejaba sus armas, escupiendo con rabia cada palabra-, seas en la huida desterrado, o seas maldecido si te quedas!

– ¿Qué estás haciendo? -dijo una voz desde la puerta, y Luna giró veloz sobre sus talones, enarbolando el ramillete de plantas como si fuese una daga.

Era el rey, con el cabello despeinado y la chaqueta torcida. Su faz estaba blanca como la de un cadáver, y sus ojos muy abiertos, como quien contempla la horca y sabe que el lazo corredizo es para él.

– Vos sois el responsable de esto -susurró Luna, que añadió en tono más alto-: Se lo entregasteis al Rey de las Piedras con vuestras propias manos.

– Tuve que hacerlo -musitó el rey-. Me hizo suplicar una gracia.

Mi hijo fue la prenda que pidió a cambio.

– Lo encerrasteis bajo tierra. Y permitisteis que mi maestra fuera hacia… hacia su muerte para pagar vuestra deuda.

– ¡Era su vida o la mía!

– ¿Sabe vuestra esposa lo que hicisteis?

– Su esposa lo ayudó a hacerla -dijo la reina mientras salía de las sombras del corredor. Mantenía la compostura y su rostro estaba sereno, como si aceptara el lazo corredizo de buen grado-. Porque él era su amado y el otro, sólo su hijo. Porque temía perder el poder de una reina. Porque era necia, y débil. Después guardó el secreto, porque su corazón estaba destrozado, muerto, y pensó que no podía hacerse más mal del que ya se había hecho.

– Contádmelo -exigió Luna, volviéndose hacia el rey.

– Había salido a cazar, solo -comenzó el monarca con voz temblorosa-, y levanté una pieza, un jabalí. Tenía…, tenía el orgullo de un hombre joven, y el brazo débil de un viejo, y el verraco fue demasiado para mí. Quedé tumbado, sangrando, y torturado por el dolor. Casi había perdido la vista cuando oí unas pisadas. Pedí ayuda.

»«Estás muriendo», me dijo, y yo lo negué, llorando. «No quiero morir», repetí una y otra vez. Le prometí cualquier cosa si me salvaba la vida. -La voz del monarca se quebró.

– ¿Dónde? -preguntó Luna-. ¿Dónde ocurrió eso?

– En el bosque que hayal pie del Escarpado del Saúco. Cerca de

la cascada que alimenta el arroyo llamado la Joven Risueña.

– Señaladme en qué dirección -ordenó.

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