Emma Bull - Oro Y Plata

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Oro Y Plata: краткое содержание, описание и аннотация

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– Bien, empecemos con la prueba. -Tendió las manos enfundadas en guanteletes de malla, con los dedos cerrados sobre lo que quiera que hubiese en cada palma-. Tienes que elegir -dijo. Abrió los dedos para mostrarle dos anillos, uno de plata, otro de oro.

Luna los miró y después levantó de nuevo la vista a su rostro; él debió descubrir algo por su expresión.

– Eres bruja -dijo el Rey de las Piedras-. Interpretas símbolos y los haces, y los transformas en redes para capturar la verdad con ellos. Esto es lo esencial de tu enseñanza: reconocer la verdadera naturaleza de una cosa. Aquí tienes unos símbolos; elige entre ellos. Escoge el más verdadero. Escoge el mejor.

Tendió primero una mano y después la otra.

– ¿Plata u oro? ¿Derecha o izquierda? -lo oyó mofarse de ella otra vez-. ¿Noche o día, luna o sol, agua o fuego, creciente o menguante, hombre o mujer? ¿Me olvido de algo?

Luna se enjugó las lágrimas y miró los anillos con el entrecejo fruncido. Eran unos simples aros de metal bruñido, no realmente anillos para adornar unos dedos. Círculos, completos en sí mismos, sin el menor deslustre de arañazo o mancha.

Plata u oro. Extraídos de la tierra, forjados por el fuego, enfriados en agua, penetrados por el aire. El oro era más escaso, la plata más dura, pero ambos eran metales puros. ¿Debería elegir lo menos común? ¿La dureza? ¿El color más claro? Pero el destello de ambos era brillante. ¿El color de la luna? Pero también había visto al satélite, bajo en el horizonte, tan dorado como un melocotón. Y la luz de la luna era la que reflejaba del sol, cuyo color era amarillo aunque brillara ardiente en el cielo, y cuyo metal era el oro. No había elección.

La sangre se le agolpó en las mejillas, y las manos enfundadas en guanteletes, con los dos anillos, flotaron ante su vista. Era cierto. Siempre lo había pensado así. Sus ojos se alzaron súbitamente hacia el rostro del Rey de las Piedras.

– Es una elección falsa. Son iguales.

Mientras pronunciaba las palabras, el corazón le dio un vuelco, aterrado. Se había equivocado. Era una necia, y había sido derrotada. Los dedos del Rey de las Piedras se cerraron de nuevo sobre los aros.

– Senda adelante, hasta un peñasco de granito, y luego entre dos ave llanos -dijo-. Allí lo encontrarás.

Estaba sola en el claro.

Luna echó a andar por la senda con pasos inseguros, tropezando, aturdida por el alivio y la descarga de la tensión soportada. Encontró el peñasco, y los dos jóvenes avellanos, esbeltos y con frágiles rebrotes verdes, y pasó entre ellos.

Se zambulló repentinamente en un paraje extraño, bañado por la luz del sol. Otro claro, alfombrado con hierba alta y las pinceladas de flores primaverales, rodeado de árboles en plena floración… Pero los árboles que están florecidos no están también cargados de fruta, como muchachas presumidas que se ponen todas sus baratijas a la vez. Vio manzanas, cerezas y peras bajo el impetuoso empuje de sus floraciones pálidas, en plena sazón, sin máculas. Al otro lado del claro había una repisa de piedra que se alzaba sobre la hierba. Sobre ella, como si estuviese dormido, yacía un hombre joven, elegantemente vestido.

«Cabello dorado -pensó-. Por eso estaba esbozado con trazos tan ligeros. Como ámbar, como miel." El bello rostro era muy parecido al boceto que Luna recordaba, como también lo era la mano, propia de un hombre cultivado, que estaba extendida con la palma hacia arriba. Luna se acercó.

Aliado de la piedra, las negras ramas de un árbol se alzaron, apartándose de sus vecinas, y del tronco… No era un árbol, sino un ciervo, que salió al claro esparciendo flores de manzano con su enorme cuerna. Era negro como el carbón, y las puntas de los cuernos, doce o más, brillaban como azabache. Sus ojos eran muy grandes y rojos.

Resopló y bajó la cabeza, de manera que Luna lo contempló a través de un bosque de puntas de dagas negras y pulidas. Pateó la hierba con su pezuña hendida.

«¡Superé la prueba!", gritó para sus adentros. ¿Acaso no había ganado? ¿A qué venía esto? «Allí lo encontrarás», había dicho el Rey de las Piedras. La asaltó una cólera abrumadora al recordar lo que le había dicho: «Te dejaré que liberes al príncipe de Hark Final».

¿Qué demonios se suponía debía hacer? ¿Matar al ciervo con sólo sus manos? ¿Espantarlo con un gesto ceñudo? ¿Convertirlo en…?

Se le escapó un pequeño grito de sorpresa ante la idea, y el ciervo se sobresaltó y se lanzó a la carga. Luna se refugió tras el esbelto tronco de un cerezo. Se oyó el desgarrón de una tela cuando el ciervo se libró de un tirón de su capa.

La figura tendida en la repisa de piedra no se había movido. Luna la observó, aunque sabía que no debía apartar los ojos del ciervo, esperando ver el leve movimiento de una respiración.

– ¡Oh, qué treta tan estúpida! -gritó al aire, y luego se dirigió al ciervo-: Flor y hoja y tallo, a ellos y a ti os invoco, que vuelva a ser lo que tiene que ser. Cuerpo humano y mente humana expulsan los de ciervo o cierva.

– Lo que, pensándolo bien, era una tontería decir, puesto que saltaba a la vista que no era una cierva.

Yacía boca abajo en la hierba, desnudo, con el dorado cabello revuelto. Sus ojos estaban cerrados, pero sus cejas se fruncieron, como si se esforzara por despertar. Una mano larga, curtida por el sol, se cerró y se abrió. Sus ojos se abrieron bruscamente, desenfocados; los dedos volvieron a cerrarse; y, finalmente, se los miró, como si se obligara a hacerla, temeroso de lo que podía ver. Luna oyó su respingo de sorpresa. Sobre la repisa de piedra no había nada.

Un movimiento al otro lado del claro atrajo la atención de Luna, que levantó la vista. Entre los árboles estaba el Rey de las Piedras, con su armadura gris. La luz del sol se reflejaba en ella y en su adusto semblante, y penetraba en las sombras de las cuencas oculares. Vio que sus ojos eran verdes como la salvia.

El príncipe se había incorporado sobre los codos. Luna vio que le temblaban los brazos y la espalda. Se quitó la desgarrada capa de los hombros y lo cubrió con ella.

– ¿Podéis hablar? -le preguntó. Levantó de nuevo la vista. No había nadie en el claro, salvo ellos dos.

– Eh… sí -respondió, como un apagado graznido, y soltó una queda risa. Alzó una mano temblorosa-. Dime, no ves una pezuña, ¿verdad?

– No, pero teníais cuatro. Resultáis mucho menos impresionante con este aspecto.

Él volvió a reír, esta vez más sonoramente.

– Ah, eso es porque no me has visto todo engalanado con satenes y abalorios, como un elefante de feria.

– Doy las gracias por ello. ¿Podéis incorporaros? Apoyaos en mí si queréis, pero debemos marchamos de aquí cuanto antes.

Él se agarró a su hombro -sus dedos de estudioso eran muy fuertes y se incorporó con esfuerzo; luego se arrebujó más en la capa.

– Tú dirás hacia dónde.

La marcha a través del bosque fue ardua para ella, pues sabía lo duro que tenía que ser para él, descalzo, desorientado, sacado bruscamente de otro tiempo y espacio. Tras un tropezón particularmente violento, se recostó tambaleante contra un árbol.

– Espero que esto se pase. Puedo recordar imágenes fugaces de este bosque, pero como si mis ojos estuvieran a ambos lados de la cara.

– Los recuerdos se irán perdiendo, no os preocupéis.

Levantó la vista bruscamente hacia ella, con una expresión de dolor en su semblante.

– ¿De veras? -Sacudió la cabeza-. Lo siento. ¿Te he preguntado cómo te llamas?

– No. Soy Luna Muy Fina.

– ¿Estás en creciente o en menguante? -le preguntó con actitud seria.

– Depende del momento.

– Eso tiene sentido. ¿Querrás llamarme Robin y tutearme?

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