Emma Bull - Oro Y Plata

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Oro Y Plata: краткое содержание, описание и аннотация

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– Aquí tiene -dijo la mujer de cara rubicunda, que entraba en ese momento por la puerta-. Pensé que éste le sentaría bien, sin que se sienta ridícula con él. ¿Qué le parece?

Doblado sobre los brazos llevaba un vestido de lino de color ámbar, sencillo, de cuello alto, con un ropón de terciopelo rojo. El repulgo y el escote llevaban bordadas en oro las planas corolas de la milenrama. Luna las miró de hito en hito, y alzó los ojos hacia la rubicunda mujer. En su expresión no había nada de especial.

– Es…, es precioso. Tal vez demasiado, pero…

– Pero es lo mínimo que puede ponerse para cenar en el salón. Vamos, tiene que vestirse.

La mujer la ayudó a ponérselo, pasando por encima de su cabeza los pliegues de la tela que olía a lavanda. Después le cepilló el cabello, se lo trenzó, y lo sujetó con un prendedor de oro.

– Muy bien -dijo la mujer-. Sigue pareciendo usted misma, pero ataviada para la ocasión, que es como debe ser. La acompañaré al comedor.

Luna echó un último vistazo al espejo, y no le pareció que fuera ella misma. Aturdida, salió del cuarto siguiendo a su guía.

Cuando se acercaban al salón, lo supo. De él salían unos aromas que le recordaron a Luna que había pasado por alto tres comidas. Ya en la puerta, la mujer rubicunda la paró un momento.

– Saldrá airosa, creo. Con todo… no diga mentiras, aunque tal vez se las digan a usted. Mire a todos a los ojos, aunque puede que ellos prefieran que no lo haga. Y tome con la mano derecha cualquier cosa que le ofrezcan. Nunca está de más. -Dicho esto, la mujer dio media vuelta y desapareció en el laberinto de corredores.

Luna irguió los hombros y, sintiendo una punzada en el estómago por el hambre y el nerviosismo, penetró en el comedor.

Se quedó boquiabierta. No pudo evitarlo, a pesar de que se había prometido no hacerla. El comedor tenía la altura de dos pisos, y era tan amplio como un trigal. Había dos inmensas chimeneas, lo bastante grandes para que cupiera un buey dentro de ellas. De todas las vigas colgaban pendones, bordados con figuras de bestias, pájaros y cosas que no sabía nombrar. No había velas suficientes en todo Hark Final para alumbrarlo de punta a cabo, ni bastante madera en el Mar de la Espesura para calentarlo, de manera que, al igual que el gran patio, era hermoso y triste.

Las mesas estaban colocadas en «U», la principal situada entre los dos brazos. A sus ojos aturdidos, parecía que todos los sitios estaban ocupados. Cenar con los reyes ya era bastante comprometido, pero ¿cómo no había imaginado que también estaría presente la corte? En la mesa principal el rey se levantó, sonriente.

– ¡Nuestra invitada! -anunció en voz alta-. Acércate, hay un sitio para ti a mi lado y al de mi dama.

Luna sintió que le ardían las mejillas mientras se encaminaba a la mesa principal. La corte la observó al pasar, pero no hubo murmullos, ni manos que se alzaran para ocultar unos labios moviéndose. Se sintió agradecida por ello, pero le extrañó.

La silla estaba, en efecto, colocada junto a las de los reyes. El monarca tenía el cabello blanco y unos anchos hombros; su sonriente rostro denotaba franqueza, y sus manos eran grandes. El cabello de la reina era rubio y canoso, y sus ojos eran grandes y grises como una tormenta. También ella sonreía, pero en su gesto se atisbaba un pesar que intentaba ocultar, como si aborreciera compartirlo con otros.

– Lord Leyan nos contó tu historia -dijo la soberana-. Recuerdo a tu maestra. ¿Llevas viviendo mucho tiempo con ella?

– Toda mi vida -contestó Luna.

Le fueron presentando platos para que pudiera servirse: carne asada, ensaladas, pan, compotas, verduras, salsas, lonjas de queso. Podía limitarse a tomar un bocado de cada cosa y todavía dejaría la mesa repleta de comida. Mantuvo la mano izquierda sujeta entre las rodillas por miedo a olvidarse y coger algo con ella. Todos los platos estaban buenos, pero no tanto como prometía su aspecto.

– Entonces ¿también tú eres bruja? -preguntó el rey.

– No lo sé. He aprendido de una, y me ha enseñado los secretos de su arte. Pero también me enseñó jardinería y carpintería.

– ¿Esperas encontrarla?

Luna lo miró y reflexionó seriamente sobre ello por primera vez desde aquella noche en el Mar de la Espesura.

– Espero descubrir si, en efecto, ha sido transformada, y, en tal caso, ser capaz de devolverla a su ser. Pero creo haberla visto la última noche que pasé en el bosque, y me resulta difícil mantener esa esperanza.

– Pero ¿quieres seguir adelante? -insistió la reina-. ¿Qué harás?

– Lo único que se me ocurre es hacer lo que ella se proponía cuando partió: encontrar a vuestro hijo.

Luna no entendía la razón por la que sus palabras hicieron palidecer

a la reina.

– Oh, querida, desiste -dijo el rey-. Nuestro hijo desapareció, tu maestra desapareció… ¿Qué provecho puede haber en que te arriesgues a correr su misma suerte? Descansa aquí, y después regresa a casa, y vive. Hemos perdido a nuestro hijo.

Era un salón lujoso, bello, y el rey era un hombre regio y apuesto. Pero todo estaba apagado, como si una capa de hollín cubriese todo el palacio y sus ocupantes.

– ¿Qué aspecto tenía el príncipe?

El soberano frunció el entrecejo. Fue la reina quien sacó un dije pequeño de debajo del corpiño de su vestido, pasó la cadena por su cabeza y se lo tendió a Luna. Guardaba, no la costosa miniatura que esperaba ver, sino un boceto a lápiz, hecho rápidamente. Era la primera cosa sencilla que recordaba haber visto en palacio.

– No soportaba sentarse y permanecer inmóvil para que lo pintaran -comentó, pensativa, la reina-. A uno de sus amigos le gusta dibujar. Me dio esto después de… Después de que mi hijo desapareciese.

Tal vez había estado leyendo mientras su amigo aprovechaba ese momento de quietud para plasmar sus rasgos. La frente, alta, se recostaba en una mano de dedos largos; los ojos miraban hacia abajo, y los párpados los ocultaban. La nariz era recta, y la boca, grande y severa. El cabello era apenas un esbozo; claro u oscuro, caía revuelto en torno a la mano en la que se apoyaba. Aun dejando de lado el ojo benevolente de la amistad que había dirigido el lápiz, Luna entendió que las chicas de aldea se volvieran locas por éste. Cerró el dije y lo devolvió.

– Ignoráis qué le ha ocurrido. ¿Cómo podéis darlo por perdido sin saberlo?

– Hay muchas cosas en el mundo que jamás sabré -replicó el rey con aspereza.

– Conocí a un hombre en las puertas que todavía llora a su príncipe. Lo llamó el corazón del reino. Nada sobrevive sin corazón.

La reina respiró hondo y bajó la vista a su plato, pero guardó silencio.

– Basta -dijo el monarca-. Si tienes que llevar a cabo la búsqueda, entonces hazlo. Pero quiero tener paz en mi mesa. Vamos, criatura, ¿corresponderás a mi brindis por ello?

Sobre la mano derecha de Luna, posada en el blanco mantel, puso la suya, y le tendió su copa de vino.

Ella se quedó muy quieta, contemplando fijamente la plata cincelada y su imagen reflejada en ella. Después levantó los ojos hacia los del monarca.

– No -contestó.

Se hizo un silencio aplastante en el salón.

– ¿No brindarás conmigo?

– No os brindaré paz. Aquí no la hay, por mucho que todos intenten disimularlo. Lo siento. -Al decirlo, supo que era cierto-. Disculpadme -añadió mientras sacaba la mano de debajo de la del rey, que era grande, pero suave-. Me retiro. Tengo intención de partir mañana muy temprano.

Se levantó y cruzó el salón, esta vez acompañada de otra clase de silencio.

Un sirviente se cruzó con ella en el pasillo y la condujo a sus aposentos. Allí encontró sus ropas, limpias, secas y dobladas; el fuego, atendido; la cama, abierta. La mujer de rostro rubicundo no estaba en el cuarto. Se quitó el elegante atavío, lo colocó con cuidado sobre una silla, y se puso su viejo camisón. Luego fue hacia el espejo para soltarse y cepillarse el cabello.

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