Emma Bull - Oro Y Plata

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Oro Y Plata: краткое содержание, описание и аннотация

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El cielo estaba brumoso por la calina, y el aire, caliente y cargado.

Luna se enjugó el sudor de la frente al tiempo que caminaba. Podría haber pedido un caballo, pero había hecho a pie el resto del viaje, y esta caminata era apenas nada comparado con ello. Había confiado en que haría más fresco bajo los árboles.

No lo hacía; y los mosquitos y tábanos la acosaban con empeño. Luna los espantaba con la mano mientras trepaba por las piedras. El tiempo se le hizo muy largo hasta que oyó el rumor de la cascada; poco después la veía. Recorrió con la mirada los alrededores, buscando el claro, y se preguntó si habría muchos. ¿O sólo habría uno, y tan pequeño que podía pasar de largo sin reparar en él? La caída de agua producía un ruido sordo y continuo, como un tambor, como el latido de un corazón.

Bajo un haz de sol vio una mancha cremosa: una cabezuela, redonda y plana, empequeñecida por un florecimiento temprano. Alzó la vista y descubrió que se encontraba al borde de un claro, y que no estaba sola.

Él vestía una armadura, de piezas trabajadas con fantásticos relieves y con un lustroso acabado negro. Llevaba encima una capa gris, retirada de los hombros, pero con la capucha puesta y bien echada hacia adelante. Luna no atisbaba sus rasgos.

– Tengo por norma ir en busca de aquellos a quienes deseo ver -dijo con voz reposada, vibrante-. No estoy acostumbrado a que me visite gente que no ha sido invitada.

La armadura estaba hecha con pizarra y obsidiana, ya que era el Rey de las Piedras.

Luna se sentía incapaz de pronunciar una palabra. Podía hablar al rey de Hark Final con tono imperativo, pero éste no era un monarca que hubiese alcanzado su rango por el hecho fortuito de pertenecer a un linaje o por aclamación de algunos mortales. Era un poder encarnado, una fuerza inanimada que infundía sobrecogimiento y terror.

– He venido a buscar el cuerpo y el alma de un hombre -susurró-. Le fueron arrebatados injustamente.

– Yo no tomo nada injustamente. ¿Estás segura?

Luna sintió arderle la cara y luego quedarse pálida al pensar en sus palabras: lo había acusado.

– No -admitió, con voz quebrada por el miedo-. Pero sé que fueron entregados injustamente. El no les pertenecía, para que dispusieran de él.

– Te refieres al príncipe de Hark Final. Ellos eran sus padres. ¿Permitirías que alguien te dijese que no puedes dar lo que has hecho?

Los labios de Luna se abrieron para responder, pero se quedó paralizada por el horror. Su mente era un torbellino que daba vueltas a la lógica de su pregunta, intentando llegar a su raíz.

El puso voz a los pensamientos que le rondaban la cabeza.

– Tú has asistido a la muerte de un niño, un aborto provocado para salvar la vida de la madre. ¿Qué diferencia hay?

– ¡Es diferente! -gritó-. Él era un hombre adulto, y lo que era estaba moldeado por sus actos, por sus decisiones.

– Tenía la risa de su madre, la nariz de su abuelo. Su padre le enseñó a montar. ¿Qué parte de él no había sido hecha por otra persona? Dímelo, y veremos si te devuelvo esa parte.

Luna se llevó los dedos a la boca, como si de ese modo pudiera obligarse a pensar antes de hablar.

– Su padre le enseñó a montar -repitió-. Si el caballo rehúsa cruzar un vado, ¿qué hace que el padre utilice las espuelas, y que el hijo desmonte y conduzca al animal por la brida? Tenía la risa de su madre… Pero ¿qué hace que ella ría por una cosa, y él ría por otra?

– Sí, ¿qué? -preguntó el Rey de las Piedras-. En favor de ese argumento he de decir que puede discutirse la pertenencia de su mente y su corazón. Pero ¿qué me dices de su cuerpo? -Los cuerpos crecen con alimento y ejercicio -repuso Luna. Este era un terreno en el que se sentÍa segura-. ¿Creéis que el rey y la reina hicieron esas cosas por él?

El Rey de las Piedras echó atrás la encapuchada cabeza y prorrumpió en carcajadas; fue un sonido frío, retumbante, que hizo que Luna cobrara de nuevo conciencia de su terror. Retrocedió un paso, pero se encontró con la espalda contra el tronco de un árbol.

– ¿Y su alma? -preguntó finalmente el Rey de las Piedras. -Eso no les pertenecía ni a su padre ni a su madre -contestó Luna, en un hilo de voz que apenas resultó audible a sus propios oídos-. Si pertenecía a alguien, aparte de él mismo, no creo que se la ganaseis a Ella.

El silencio reinó largos segundos en el claro.

– Estoy bien aleccionado. No obstante, se hizo un trato, y se prestó un servicio, y ambas partes sabían a lo que se habían comprometido y lo que ello significaba. Según la ley, el contrato se cumplió.

– Eso no es cierto. Inducido por el miedo, el rey os prometió cualquier cosa, ¡pero no se refería a la vida de su hijo!

– En tal caso, podría habérmela negado, y morir. Dijo «cualquier cosa», y lo dijo en serio, incluyendo la vida de su hijo, la de su esposa, y todo su reino.

La había conducido a un punto muerto en el debate. Pero, aunque agotadas e inútiles las palabras, aún sentía una ardiente ira en su interior por lo que se había hecho, e indignación por algo que sabía, más allá de las palabras, que era injusto.

Por lo tanto, dijo en voz alta:

– Es injusto. Fue una injusticia hacer ese contrato, cuanto más cumplirlo. Lo sé.

– ¿Qué te dice que sea así?

– Mi criterio. Mi mente. -Luna tragó saliva-. Mi corazón.

– Ah. ¿Qué sabes de tu criterio? ¿Es bueno?

La joven se frotó los ojos con los dedos. El Rey de las Piedras había hablado con tono intrascendente, pero ella sabía que la pregunta no se había planteado a la ligera. Tenía que responder con sinceridad; tenía que decidir qué era la verdad.

– No es perfecto -respondió de mala gana-. Pero, sí, creo que es tan bueno como el de la mayoría de la gente.

– ¿Tienes la suficiente confianza en él para ponerlo a prueba? Luna alzó la cabeza y 10 miró alarmada.

– ¿Qué?

– Pondré a prueba tu criterio. Si juzgo que es bueno, te dejaré que liberes al príncipe de Hark Final. Si no, me quedaré con él, y tú regresarás a tu casa llevándote tu ira, tu indignación y la certeza de tu fracaso para que los nutras el resto de tu vida como si fuesen niños.

– ¿Es eso una profecía? -preguntó Luna con voz ronca. -Puedes comprobarlo, si quieres. ¿Te someterás a mi prueba? La joven hizo una inhalación honda, temblorosa, antes de contestar: -Sí.

– Aproxímate más, pues. -Dicho esto, se retiró la capucha.

Debajo no había un yelmo de piedra, ni una cabeza monstruosa, sino el rostro de un hombre de tez blanca, todo hueso, tendón y dureza, y cabello negro y largo aprisionado por la capucha. Los ojos permanecían ocultos en las sombras de las cuencas, aunque la luz que se derramaba en el claro debería haberle iluminado todo el rostro. Luna 10 miró y se sintió más asustada de 10 que lo habría estado por una deformidad, pues comprendió que nada de esto -armadura, rostro, ojos- tenía que ver con su verdadera forma.

– Antes de que empecemos -dijo con esa voz suave y fría-, queda otra vida por la que aún no has intercedido, una por la que creí que rogarías en primer lugar.

A Luna le dio un vuelco el corazón, y cerró los ojos.

– Aliseda Búho.

– Ésa no puedes recobrarla. Ahí no hay traición. A ella, al menos, la tomé justamente, pues me saludó por mi nombre y dijo que era bien recibido.

– ¡No! -gritó Luna.

– Tenía una enfermedad incurable, incluso cuando se separó de ti. Pero me pidió que le diese alas durante una noche para hacértelo saber. Le concedí su deseo de buen grado.

Creía que había llorado cuanto podía llorar por Aliseda. Pero esto era una muerte definitiva, la de su absurda esperanza, y lloró por ambas, su esperanza y Aliseda, con lágrimas silenciosas, incontenibles.

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