Stanislav Lem - El Invencible
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- Название:El Invencible
- Автор:
- Издательство:Minotauro
- Жанр:
- Год:1986
- ISBN:ISBN: 978-84-450-7062-8
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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El Cóndor.
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Estas palabras parecieron encender una luz en la mente de Rohan. Miró al comandante y comprendió que también él había pensado lo mismo. Tenía la impresión de que un sueño plomizo e insensato le había invadido el cuerpo todo. Pero ya las órdenes habían sido impartidas: el comandante hizo lanzar una tercera sonda, luego una cuarta. El Cíclope las destruyó una tres otra, como un tirador avezado que se divierte probando puntería.
— Necesito máxima potencia — dijo Horpach, sin apartar la vista de la pantalla.
El ingeniero jefe, como un pianista que tocara un acorde, apoyó ambas manos en el teclado del tablero de distribución.
— Potencia de despegue dentro de seis minutos — anunció.
— Necesito máxima potencia — repitió Horpach, siempre en el mismo tono.
Un súbito silencio cayó en la cabina de comando, un silencio tan profundo que ahora se oía el zumbido de los transmisores detrás de los tabiques esmaltados, como si un enjambre de abejas acabase de despertar.
— El revestimiento del reactor está frío — empezó a decir el ingeniero jefe.
Horpach, sin levantar la voz, repitió: — Necesito máxima potencia.
Sin una palabra, el ingeniero extendió el brazo hacia el interruptor principal. En las profundidades de la nave se oyeron los cortos mugidos de la sirena de alarma, y luego, como un tambor lejano, los pasos de los hombres que corrían a los puestos de combate. Horpach miraba de nuevo la pantalla. Nadie decía una palabra, pero todos habían comprendido que lo imposible se había producido: el astronauta se preparaba para combatir a su propio Cíclope.
Las agujas oscilantes de los instrumentos se alineaban como soldados. En el indicador de potencia, los números subieron a cinco y seis cifras. Hubo un chisporroteo en alguna parte del sistema de cables, y el aire olió a ozono. En el fondo de la cabina de control los técnicos se comunicaban por medio de señales, indicándose con los dedos qué sistema de control aplicarían.
La sonda siguiente, antes de ser aniquilada, mostró el morro alargado del Cíclope que se abría un pasaje entre dos hileras de rocas. La pantalla quedó vacía una vez más, encegueciendo a los espectadores con una blancura plateada. De un momento a otro, la máquina iba a aparecer en visión directa. El operador de radar esperaba ya junto al aparato (la telecámara exterior había sido instalada en la proa de la nave), y el técnico de transmisiones lanzó la sonda siguiente. El Cíclope no parecía encaminarse en línea recta hacia El Invencible que esperaba, herméticamente cerrado, listo para el combate, bajo la burbuja del campo de fuerza. Desde la cúpula, a intervalos regulares, partían en vuelo las telesondas.
Rohan sabía que la nave podría resistir el impacto del mortero antimateria, pero perdiendo buena parte de sus reservas de energía. Dada la situación, consideraba que la táctica más razonable era la de poner a la nave en órbita estacionaria. Esperaba oír esa orden de un momento a otro, pero Horpach callaba, como si esperase que milagrosamente el Cíclope volviese a sus cabales. Y en verdad, sin dejar de observar por detrás de los pesados párpados los movimientos de la forma oscura que se movía silenciosa entre las dunas, Horpach preguntó:
— ¿Sigue llamando al Cíclope?
— Sí, pero no hay contacto.
— Envíele orden de detenerse inmediatamente.
Los técnicos se afanaban frente a los tableros. Dos tres, cuatro veces regueros de luz corrieron bajo los dedos de los hombres.
— No responde, comandante.
¿Por qué no despega? se preguntaba Rohan, sin explicarse la tozudez del astronauta. ¿No quiere reconocer una derrota? ¡Horpach! ¡qué absurdo! Ahora se mueve… Ahora va a dar la orden.
Pero el astronauta no había hecho nada más que retroceder un paso.
— ¿Kronotos?
El cibernetista se le acercó. — Aquí estoy, comandante.
— ¿Qué pueden haberle hecho ellos?
Rohan estaba perplejo. Horpach había dicho «ellos», como si en realidad tuvieran que combatir con adversarios pensantes.
— Los circuitos autónomos funcionan con criotrones — empezó a decir Kronotos en un tono de voz que revelaba que lo que iba a decir era meramente hipotético —. La temperatura se ha elevado demasiado y la supraconductibilidad de los circuitos ha disminuido.
— ¿Está seguro de lo que dice o trata de adivinar? — preguntó el astronauta.
¡Extraña conversación! Todos seguían con la mirada fija en la pantalla. El Cíclope podía verse ahora en transmisión directa. Avanzaba con movimientos sueltos y a la vez inseguros. De tanto en tanto se desviaba como si no supiera qué rumbo tomar. Varias veces consecutivas disparó contra la ya inservible telesonda, sin hacer blanco. Luego, los hombres la vieron caer como una bola de fuego.
— Lo único que explicaría esta extraña conducta es la resonancia — dijo el cibernetista tras una breve vacilación —. Si el campo de ellos ha coincidido con el del cerebro…
— ¿Y el campo de fuerza?
— Un campo de fuerza no puede interceptar a un campo electromagnético.
— Mala suerte comentó secamente el astronauta. La tensión fue cediendo paulatinamente en la cabina de comando de El Invencible. Era evidente ya que el Cíclope no venía hacia la nave-madre. La distancia que los separaba, insignificante un momento antes, empezaba a crecer. Liberada del control humano, la máquina se encaminaba hacia la dilatada extensión del desierto septentrional.
— Ingeniero jefe, reléveme por un tiempo — dijo Horpach —. A todos los demás, les pido que me acompañen abajo.
La noche interminable
El frío intenso despertó a Rohan. Amodorrado, se acurrucó bajo la manta, apretando la sábana contra la cara. Trató de abrigarse el rostro con las manos pero el frío era cada vez más insoportable. Sabía que tenía que despertarse del todo; sin embargo, postergaba ese momento, sin saber por qué. Bruscamente, se sentó en la cucheta. La oscuridad era total. Un soplo helado le golpeó la cara. Se levantó a tientas, y maldiciendo entre dientes buscó el climatizador. Había sentido tanto calor en el momento de acostarse que había puesto la llave en «frío».
El aire de la pequeña cabina se calentó poco a poco, pero ahora, sentado debajo de la manta, no tenía ganas de dormir. Miró la esfera fosforescente del reloj; eran las tres, hora de a bordo. Otra vez tres horas de sueño, protestó. Seguía teniendo frío. La conferencia había durado mucho tiempo, se habían separado poco antes de medianoche. Tanta charla inútil, se dijo.
Ahora, en las tinieblas que lo rodeaban, hubiera dado cualquier cosa por estar de regreso en la base, por no ver nunca más a Regis III, por no oír hablar nunca más de ese planeta maldito, ese mundo muerto de pesadilla, dotado de la astucia siniestra de las cosas inanimadas. La mayoría de los estrategas había opinado que lo más aconsejable era ponerse en órbita, con excepción del ingeniero jefe y el director del departamento de física, quienes habían apoyado desde un principio la posición de Horpach: permanecer en el planeta tanto tiempo como fuese posible. La probabilidad de rescatar a los cuatro hombres desaparecidos del grupo de Regnar era quizá de una en cien mil, o acaso menos. Si no habían muerto antes, sólo la distancia podía haberlos salvado del infierno atómico. Rohan hubiera querido saber si el astronauta no había despegado únicamente a causa de ellos, o si había tenido en cuenta otras consideraciones. Aquí, en Regis III, sólo conocerían una cara de la verdad; otra sería la historia expuesta en los secos términos de un informe, en la serena atmósfera de la base. El informe diría simplemente que habían perdido la mitad de las máquinas de la expedición, el arma principal — el Cíclope con su mortero antimateria, que en adelante representaría un peligro más para toda nave que se acercara a Regis III —, que las pérdidas en hombres se elevaban a seis muertos, que la mitad de la tripulación había tenido que ser hospitalizada, y que por añadidura estos hombres quedarían incapacitados para volar durante muchos años, si no para siempre. Y que, habiendo perdido hombres, máquinas y el mejor aparato, habían huido, pues ¿qué otra cosa podía ser ahora el regreso sino una huida cobarde? Habían huido, sí, de los cristales microscópicos creados por el pequeño planeta desértico, todo cuanto allí quedaba de la civilización liriana que la Tierra había superado mucho tiempo atrás. Pero ¿era Horpach hombre de tomar en cuenta consideraciones semejantes? Quizá ni él mismo sabía por qué no había dado orden de despegar. ¿O acaso estaba esperando que sucediera algo? Pero ¿qué?
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