Stanislav Lem - El Invencible

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El Invencible,
El Cóndor.
El Cóndor,

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— No es fácil, pero tampoco imposible. Siempre y cuando la nube no sea nada más que un seudocerebro, incapaz de sacar conclusiones lógicas.

— La variante orgánica, la de modificar las condiciones de vida de la nube, parece, sin embargo, la más segura — dijo Sarner —. Se trataría de reducir la intensidad media de la radiación. Cuatro bombas de hidrógeno, de cincuenta a cien megatones cada una para cada hemisferio, o sea un total de unos ochocientos megatones, sería suficiente. El agua del océano, al evaporarse, aumentaría la densidad del vapor de agua; aumentaría el albedo, y los pares simbióticos carecerían de energía y no podrían multiplicarse.

— Los cálculos están basados en datos inciertos — protestó Jason.

Viendo que la conversación amenazaba convertirse en una discusión académica, Rohan se alejó internándose en el pasillo.

En lugar de volver a tomar el ascensor, subió por la escalera de caracol de hierro que rara vez se utilizaba. Al pasar por los rellanos de los niveles cada vez más altos, vio al equipo de De Vries en los talleres de reparaciones, trabajando con enceguecedoras lámparas de soldar alrededor de los arctanos inmóviles. Divisó a lo lejos los. ojos de buey de la enfermería como un leve resplandor malva. Un médico cruzó en silencio el corredor, seguido por un autómata asistente que llevaba un surtido completo de brillantes instrumentos. Rohan pasó frente a las cantinas oscuras y desiertas, las salas del club, la biblioteca. Se detuvo un instante junto a la puerta del astronauta, como si también allí quisiera escuchar sin ser visto. Ni un solo rayo de luz, ningún ruido se filtraba por debajo del liso panel de la puerta, y los redondos ojos de buey estaban herméticamente cerrados.

Sólo citando llegó de regreso a la cabina, se dio cuenta de que estaba demasiado cansado. Los hombros se le hundían, adormecidos. Se dejó caer pesadamente en la cucheta, se descalzó y se recostó contra los almohadones; la cabeza apoyada sobre las manos cruzadas, contempló el bajo cielo raso débilmente iluminado, la azul superficie laqueada hendida en dos por una rajadura.

No había sido el sentido del deber lo que lo impulsara a recorrer la nave, ni tampoco la curiosidad de conocer los sentimientos y opiniones de los otros. Temía esas solitarias horas de insomnio, cuando unas imágenes que hubiera querido olvidar volvían a animarse. El recuerdo más terrible era el del hombre que había matado casi a quemarropa para salvar la vida de los otros. No había podido evitarlo, pero eso no lo consolaba. Sabía que en cuanto apagase la luz reviviría una vez más la escena, volvería a ver al loco avanzando con paso vacilante, una vaga sonrisa en los labios, juguete del arma que le temblaba en la mano, pasando junto al cuerpo mutilado que yacía sobre las rocas.

Ese cuerpo era el de Jarg, quien luego de salvarse milagrosamente había encontrado una muerte estúpida e inútil. Y pocos segundos después el otro, con el traje protector despedazado en el pecho, humeante, se desplomaba sobre el primer cadáver. En vano trataba Rohan de ahuyentar esa imagen que reaparecía ante él una y otra vez. Sentir el olor acre del ozono, el quemante retroceso del gatillo entre los dedos crispados y transpirados; oía los quejidos de los hombres que poco después había tenido que arrastrar para atarlos en gavillas como espigas de trigo. Y cada vez que volvía a encontrarse, frente a frente, con el rostro repentinamente ciego del hombre quemado, aquella expresión de desesperada impotencia lo estremecía hasta la médula.

Un golpe seco: el libro que comenzaba a leer en la estación acababa de caerse. Había puesto dentro un trozo de papel como señalador, pero no había leído una línea. ¿Quién tenía tiempo para leer? Se acomodó en la cucheta, pensó en los estrategas que en ese momento imaginaban planes para la destrucción de la nube y esbozó una torcida sonrisa.

Es todo tan absurdo, pensó. Ellos quieren destruir… y a decir verdad, nosotros también; todos nosotros queremos destruir esa cosa. y sin embargo a nadie salvaremos destruyéndola. Regis es un planeta deshabitado; el hombre no tiene nada que hacer aquí. ¿Por qué, entonces, esa furia encarnizada? ¿No es acaso lo mismo que si hubiesen perecido a causa de una tempestad, o de un terremoto? No hemos tenido que enfrentar una intención consciente, un pensamiento hostil. Nada más que un proceso inerte de autoorganización… ¿Vale la pena derrochar todas nuestras energías en aniquilar ese proceso, sólo porque en un principio nos pareció un enemigo, que luego de atacar por traición a El Cóndor se había ensañado contra nosotros? ¿Cuántos fenómenos similares, misteriosos, incomprensibles para el hombre, encierra el universo? ¿Iremos por ventura a recorrer con nuestras naves todo el cosmos, llevando a bordo nuestras poderosas armas destructivas, con el propósito de aniquilar todo cuanto esté más allá de nuestro entendimiento? ¿Cómo fue que la llamaron? Necrosfera. Quiere decir, entonces, que existe también una necroevolución, una evolución de la materia inerte. Quizá los lirianos habrían tenido algo que decir al respecto, pues conocían Regis III. Tal vez intentaron colonizar el planeta cuando los astrofísicos les anunciaron que el sol de Lira iba a transformarse en una nova… Quizá esa fuera la última esperanza de esas gentes… Si nosotros estuviésemos en la misma situación, lucharíamos naturalmente, trataríamos de destruir a esa casta de cristales negros. Pero ahora ¿por qué? A una distancia de un parsec de la base, y la base misma a no sé cuántos años luz de la Tierra… ¿En nombre de qué seguimos aquí, en este maldito lugar, condenando a muerte a nuestros hombres? ¿Por qué nuestros científicos pasan la noche en vela perfeccionando métodos de destrucción? ¿Acaso puede hablarse de venganza?

Si Horpach se encontrase allí, le diría todo lo que pensaba. Le diría, sí, que era una petulancia ridícula y a la vez una locura ese afán de «victoria a cualquier precio», esa «heroica perseverancia del hombre», esa obsesión de vengar a los camaradas muertos, cuando ellos mismos los habían condenado a esa muerte… Reconozcamos que fuimos imprudentes, que confiamos demasiado en nuestras armas poderosas, que hemos cometido errores, y que ahora hemos de pagar las consecuencias. Nosotros, s o nosotros somos los responsables.

Así reflexionaba Rohan a la tenue luz de la cabina; los ojos le ardían, como si tuviera arena bajo los párpados. El hombre — lo comprendía ahora en un destello de clarividencia- no se ha elevado aún al pináculo que cree haber alcanzado; no ha merecido aún acceder a la posición presuntuosamente llamada cosmocéntrica. Esa idea acariciada desde la antigüedad, que no consiste sólo en buscar criaturas semejantes al hombre y en aprender a comprenderlas, sino más bien en abstenerse de interferir en todo aquello que no concierne al hombre, en todo cuanto le es ajeno. Conquistar el espacio, sí ¿por qué no? Mas no atacar lo que ya tiene existencia propia, aquello que en el transcurso de millones de años ha creado su propio equilibrio, que no es tributario de nada ni de nadie, excepto de las fuerzas de radiación y de la materia: una existencia activa, ni mejor ni peor que la de los compuestos aminoácidos que llamamos hombres o animales.

A ese Rohan, a ese hombre que ahora creía entender que habla muchas formas de existencia, le llegó de pronto — como una aguja que le atravesara los nervios el aullido agudo e insistente de las sirenas de alarma.

Todo cuanto acababa de pensar se desvaneció instantáneamente, como ahogado por el estrépito insistente que repercutía en todos los niveles de la nave. Se levantó de un salto y se precipitó al corredor, trotando pesadamente junto con los otros, jadeando. Antes aún de llegar al ascensor sintió — no con un órgano de los sentidos, ni tampoco con el propio cuerpo, sino con el cuerpo mismo de la nave, de la que era ahora una partícula infinitesimal- una sacudida aparentemente débil y lejana, pero que conmovió al casco entero de El Invencible, de la popa a la proa; un golpe de una fuerza extraordinaria que era recibido y rechazado hábilmente por algo mucho más grande que El Invencible.

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