Stanislav Lem - El Invencible
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- Название:El Invencible
- Автор:
- Издательство:Minotauro
- Жанр:
- Год:1986
- ISBN:ISBN: 978-84-450-7062-8
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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El Cóndor.
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Al parecer, el cataclismo había llegado a un punto culminante. Un instante después, sin embargo, ocurrió algo inverosímil. La imagen se inflamó. brilló con un resplandor de una blancura enceguecedora, y una erupción de innumerables explosiones cubrió la pantalla. Hubo una nueva descarga de antimateria y alrededor del Cíclope todo fue aniquilado: el aire, los escombros, el vapor, los gases y la humareda; todo se transformó en la más poderosa de las radiaciones: partió en dos el barranco, encerró a la nube, y la proyectó hacia arriba.
El Invencible, posado a setenta kilómetros del epicentro de la explosión, se estremeció de arriba abajo. Las ondas sísmicas recorrieron el desierto desplazando los transportes y los ergo-robots de la expedición, agrupados bajo la rampa. Pocos minutos más tarde un viento huracanado descendió rugiendo, quemó los rostros de los que buscaban refugio bajo las máquinas, y levantando torbellinos de arena invadió la inmensidad del desierto.
Aunque la sonda de televisión se encontraba ahora a trece kilómetros del centro del cataclismo, parecía que algo la había dañado, pues la imagen era muy débil y borrosa. Transcurrió un minuto. Cuando la humareda se hubo disipado, Rohan, con los ojos clavados en la pantalla, alcanzó a ver la etapa siguiente de la lucha.
La batalla no había concluido, como lo creyera un momento antes. Si los agresores hubieran sido seres humanos, la masacre habría obligado a las filas de la retaguardia a detenerse en el umbral de aquel infierno. Pero aquí lo muerto combatía a lo muerto; el fuego atómico no se había extinguido, sólo había cambiado de forma, modificando la dirección del ataque principal.
En ese instante, Rohan comprendió por primera vez cómo podía haber sido el enfrentamiento que había asolado la desértica superficie de Regis III, cuando los robots se aniquilaban entre sí. Creyó entender qué formas había adoptado la evolución de esas especies inanimadas y qué significaban exactamente las palabras de Lauda: los seudoinsectos habían triunfado porque se habían adaptado mejor. Y al mismo tiempo, otra idea le cruzó por la mente: algo semejante debió de ocurrir aquí. La memoria inerte, indestructible, perpetuada gracias a la energía solar en cada uno de los pequeños cristales, la memoria de la nube constituida por miles de millones de elementos, tenía que acumular en esos bancos el recuerdo de enfrentamientos similares. Esas partículas inanimadas, insignificantes al parecer, comparadas con las llamas del aniquilador que devoraban rocas, habían tenido que luchar contra adversarios de esa magnitud (gigantes aislados, fuertemente acorazados, mamuts atómicos de la familia de los robots). Hablan subsistido, habían podido desmenuzar como harapos putrefactos los blindajes de los enormes monstruos, y arrastrarlos a través del desierto junto con los esqueletos de los mecanismos electrónicos otrora indestructibles y hoy enterrados en la arena; y todo esto no hubiera sido posible sino merced a un coraje inverosímil, indescriptible, si se puede atribuir coraje a unos cristales diminutos que forman una nube. Pero ¿qué otro nombre podía darle? De algún modo Rohan admiraba a la nube.
La masacre la había diezmado y la nube continuaba atacando. Ahora, en toda la extensión visible de la altura de la sonda, sólo algunos picos, los de las montañas más altas, asomaban apenas por encima de la masa negra. Todo el resto, toda aquella comarca de gargantas y hondonadas, había desaparecido, ahogada bajo las olas oscuras que afluían concéntricamente desde todos los puntos del horizonte, pata sumirse en las profundidades del embudo de fuego cuyo centro era el Cíclope, invisible bajo la conflagración. Ese avance, ganado a costa de sacrificios inmensos y aparentemente inútiles, tenía no obstante alguna perspectiva de éxito.
Rohan y los hombres ya se habían dado cuenta. Las reservas energéticas del Cíclope eran prácticamente inagotables, pero cuanto más se prolongaba el calor ininterrumpido del aniquilador, más se comunicaba a las armas, a pesar de los poderosos blindajes, a pesar de los espejos reflectores montados en el casco, reteniendo así una pequeña porción de aquellas temperaturas siderales, y recalentando el cuerpo mismo de la máquina. Esto explicaba el encarnizamiento del ataque, ataque desde todos los frentes a la vez; porque cuanto más cerca de la máquina estallaban las descargas del mortero, más se calentaban todos los aparatos. Un ser humano habría sucumbido mucho antes a la temperatura del interior del Cíclope. Quizá la armadura de cerámica era ya de color rojo cereza. Pero los hombres de la cabina sólo veían, bajo el tendal de humo, el pulsátil torbellino azul del fuego que lentamente retrocedía hacia la entrada de la garganta. Al fin, tres kilómetros más al norte, apareció el sitio donde la nube había atacado por primera vez: un suelo calcinado, cubierto de lava y escoria. De las rocas desmoronadas colgaban las cenizas de los matorrales junto a los restos fundidos de los cristales, alcanzados por la explosión nuclear.
Horpach desconectó los micrófonos (los chirridos se oían en toda la cabina de control) y le preguntó a Jason qué ocurriría si la temperatura en el interior del Cíclope superaba la resistencia del cerebro electrónico.
El científico contestó sin vacilación:
— La acción del mortero antimateria cesará automáticamente.
— ¿Y también los campos de fuerza?
— No.
Mientras tanto, el campo de batalla se había trasladado al llano, justo a la entrada de la garganta. El océano de tinta hervía, humeaba, se arremolinaba, y se precipitaba como una legión de demonios al fondo del embudo incandescente.
— Ya no puede tardar — dijo Kronotos en medio del silencio.
Pasó un minuto. Bruscamente, el resplandor del embudo se debilitó. La nube acababa de cubrirlo.
— A sesenta kilómetros de aquí — respondió el técnico de comunicaciones a una pregunta de Horpach.
El astronauta hizo sonar la alarma. Todos los hombres fueron llamados a sus puestos. El Invencible recogió la rampa y el ascensor y cerró todas las escotillas. Un nuevo relámpago apareció en el horizonte. El embudo de fuego había vuelto a emerger. Esta vez la nube no lo atacó; sólo en los bordes fue alcanzada por el fuego. El resto empezó a retroceder hacia la región de las gargantas, internándose en un laberinto de sombras. El Cíclope, aparentemente intacto, apareció en las pantallas una vez más. Seguía retrocediendo, muy lentamente, sin dejar de disparar contra todo: las piedras, la arena, las dunas.
— ¿Por qué no interrumpirá el fuego? — preguntó alguien.
Como en respuesta a estas palabras, la máquina dejó de disparar, giró sobre sí misma, y rodó rápidamente hacia el desierto. La sonda volante la acompañaba desde la altura. De pronto, vieron algo así como un hilo de fuego que subía a una extraordinaria velocidad. Antes que comprendieran que el Cíclope acababa de disparar contra la sonda, y que el hilo de fuego era la estela de las partículas de aire aniquiladas en la trayectoria del proyectil, retrocedieron instintivamente, temblando como si temiesen que la explosión saltara fuera de la pantalla y estallase en el interior de la cabina de comando. Un instante después, la imagen desapareció.
— ¡Ha destruido la sonda! — gritó el técnico que estaba de pie frente al tablero de comando —. ¡Astronauta!
Horpach hizo lanzar una segunda sonda. El Cíclope estaba ya tan cerca de El Invencible que lo vieron cuando la sonda empezó a elevarse. Un nuevo relámpago, y la sonda desapareció en el espacio. Antes que la imagen se borrara, tuvieron tiempo de distinguir a El Invencible en el campo visual de la sonda: el Cíclope estaba a sólo diez kilómetros.
— ¿Qué demonio le pasa? ¿Se habrá vuelto loco? — gritó el segundo técnico frente a la consola de dirección; la voz le temblaba.
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