Stanislav Lem - El Invencible
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- Название:El Invencible
- Автор:
- Издательство:Minotauro
- Жанр:
- Год:1986
- ISBN:ISBN: 978-84-450-7062-8
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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El Cóndor.
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Cada uno de esos cristales podía unirse a otros tres, y además entrar en contacto con la parte central de un cuarto por el extremo de una de las jambas; esto hacía posible una estructura de capas múltiples en los sistemas mayores. No era necesario que los cristales se tocaran; bastaba con que los brazos se aproximasen para que apareciera un campo magnético que mantenía en equilibrio todo el sistema. Cuando alcanzaba un número determinado de «insectos», el conjunto mostraba características definidas y reacciones perfectamente observables. Sometido a la influencia de estímulos externos, modificaba la dirección del movimiento, la forma, la frecuencia de los impulsos vibratorios internos; los signos del campo se invertían y los cristales metálicos, en lugar de atraerse, se repelían, descomponiéndose en sus elementos individuales.
Además de este sistema de dirección, cada cristal negro contenía un sistema de comunicación o mejor dicho un fragmento de un sistema más general y complejo. Ese suprasistema, que probablemente necesitaba de una enorme cantidad de elementos, era el verdadero motor que regía las actividades de la nube. Pero allí los conocimientos de los científicos llegaban a un punto muerto. De las posibilidades de crecimiento y de la «inteligencia» de estos centros reguladores nada sabían. Kronotos suponía que el número de elementos variaba de acuerdo con las dificultades que se le presentaban a la nube. Esta hipótesis parecía convincente, pero ni los cibernetistas ni los expertos en teoría de la información conocían ninguna estructura comparable, es decir ningún «cerebro» capaz de crecer a voluntad, adaptando sus propias dimensiones a la magnitud de la meta.
Una parte de los cristales traídos por Rohan estaban deteriorados. En los otros, en cambio, las reacciones eran típicas. Un cristal aislado podía revolotear, elevarse y flotar casi inmóvil, descender, acercarse a la fuente de estímulos, o alejarse. Por lo demás, era absolutamente inofensivo y no emitía energía ni siquiera cuando se veía amenazado; los investigadores trataron de destruirlos por medios químicos, campos de fuerza, calor y radiación. Se dejaba aplastar como el más desvalido escarabajo de la Tierra, aunque el caparazón cristalometálico no se rompía fácilmente. En cambio, cuando se unían en un conglomerado, incluso de reducidas dimensiones, los 'insectos» expuestos a un campo magnético producían otro campo que anulaba al primero sometidos al calor, se defendían emitiendo radiaciones infrarrojas. De todos modos, no fue posible intentar otros experimentos, pues los científicos disponían sólo de un puñado de cristales.
A las preguntas del astronauta, Kronotos respondió en nombre de todos los colegas. Los científicos pedían que se les diese tiempo para continuar investigando, pero necesitaban ante todo procurarse una gran cantidad de esos pequeños cristales. Proponían, por lo tanto, que se enviase una expedición al fondo del barranco; una expedición que buscara a los desaparecidos y recogiera a la vez varias decenas de millares de seudoinsectos.
Horpach aprobó la proposición. Pero no quería arriesgar más vidas humanas, y decidió enviar una máquina que hasta entonces no había participado en ninguna acción: un vehículo automatizado de cuarenta toneladas, que sólo se utilizaba en situaciones de grave contaminación radiactiva, presión elevada o excesiva temperatura. Esta máquina, a la que llamaban el Cíclope, se encontraba en el fondo de la cala del crucero, sólidamente sujeta a las vigas del pañol de carga. En principio, no se la utilizaba en la superficie de los planetas, y El Invencible jamás habla necesitado recurrir al Cíclope. En toda la historia de la flota, las circunstancias en que se había apelado a este recurso extremo se podían contar con los dedos de una mano. Para los navegantes del espacio, enviar al Cíclope a una misión significaba confiar la tarea al diablo en persona. Nadie había tenido nunca noticias de la derrota de un cíclope.
Una grúa puso la máquina en la rampa, al alcance de los técnicos y programadores. El Cíclope, además del sistema común de los Dirac para producir campos de fuerza, llevaba un mortero antimateria esférico que le permitía disparar antiprotones en cualquier dirección y en todas a la vez, y mediante un eyector construido directamente en el vientre blindado podía elevarse unos cuantos metros por encima del suelo, sobre la interferencia de los campos de fuerza. La máquina se desplazaba así por cualquier superficie, y no dependía de ruedas u orugas. En la proa se abría un morro blindado, por donde emergía una especie de «mano» telescópica capaz de perforar el suelo, extraer muestras de minerales y. explorar las cercanías. Aunque disponía de equipos de radio y de televisión, era capaz también de desarrollar actividades independientes guiada por un cerebro electrónico. Los técnicos del grupo operativo del ingeniero Petersen programaron ese cerebro, pues el astronauta preveía que en cuanto el Cíclope se internase en la garganta, perderían todo contacto con él. El programa incluía una serie de operaciones. En primer término, tenía que encontrar y rescatar a los desaparecidos. Ante todo los protegería y se protegería a sí mismo con un campo de fuerza exterior y sólo entonces abriría un pasaje en la envoltura protectora interna. Luego recogería el mayor número posible de cristales atacantes. El mortero antimateria sólo se utilizaría en casos extremos, como la destrucción inminente del campo de fuerza. La actividad del mortero contaminaría toda la región, poniendo en peligro la vida de los hombres extraviados, que quizá no estuviesen lejos del sitio de la batalla.
El Cíclope tenía ocho metros de altura, y era relativamente rechoncho el casco medía cuatro metros de diámetro. Si un desfiladero le parecía infranqueable, podía ensancharlo utilizando la «mano de hierro», o empujando y apartando las rocas con la ayuda del campo de fuerza. Y aun en el caso de que desconectase el campo de fuerza, no corría ningún riesgo, pues el blindaje de cerámica al vanadio era duro como el diamante.
En el interior del Cíclope instalaron un robot que se ocuparía de los hombres una vez rescatados y dispusieron unas camas. Una vez finalizados todos los preparativos, el casco blindado se deslizó ligeramente por la rampa y cruzó la abertura del campo de El Invencible, entre los semáforos azules. Parecía desplazarse en alas de una fuerza invisible. Ni siquiera a velocidad máxima levantaba una sola partícula de polvo. No tardó en desaparecer de la vista de los hombres, agrupados en la popa.
Por espacio de una hora aproximadamente, la comunicación por radio y televisión entre el Cíclope y la cabina de comando fue perfecta. Un alto obelisco, que recordaba el campanario en ruinas de una iglesia, apareció de pronto obstruyendo parcialmente el pasaje entre las paredes rocosas. Rohan reconoció la entrada del barranco donde se había producido el ataque. La velocidad del Cíclope disminuyó considerablemente cuando llegó a los primeros escombros. Los hombres que miraban las pantallas alcanzaban a oír el susurro del arroyo que corría escondido bajo las piedras, tan silencioso era el motor atómico de la máquina.
Los técnicos lograron mantener el contacto hasta las dos y cuarenta de la tarde. A esa hora, después de haber franqueado una parte llana y transitable del barranco, el Cíclope se internó por el laberinto de bosquecillos herrumbrosos. Gracias a los esfuerzos de los radiotécnicos se intercambiaron otros cuatro mensajes; pero el quinto llegó tan deformado que a duras penas pudieron entenderlo; el cerebro electrónico informaba que la marcha del vehículo era normal.
De acuerdo con el plan previo, Horpach envió entonces una sonda volante equipada con una estación satélite de televisión. La sonda se elevó en línea recta hacia el cielo, y desapareció en pocos segundos. Las señales llegaban regularmente, y en la pantalla central como filmado desde una altura de mil quinientos metros, apareció un paisaje pintoresco, de rocas dentadas y cubiertas de matorrales negros y herrumbrados. Al cabo de un minuto vieron con claridad al Cíclope, en el fondo de una profunda garganta, reluciente como un puño de acero. Horpach, Rohan y los jefes de los equipos de expertos seguían frente a las pantallas. La recepción era buena, pero en previsión de un posible deterioro o interrupción, otras sondas aguardaban, listas para partir. El ingeniero jefe estaba convencido de que el contacto con el Cíclope se interrumpiría en caso de ataque, pero que al menos podrían observar las operaciones de la máquina.
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