Stanislav Lem - El Invencible

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El Invencible,
El Cóndor.
El Cóndor,

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Todo se desarrollaba de acuerdo con este plan y el último de los cuatro vehículos oruga estaba pasando entre las columnas de piedra cuando una sacudida extraña estremeció el aire; no un ruido sino una sacudida, como si una roca se hubiese desmoronado en las cercanías; las paredes espinosas del barranco empezaron a humear, emitiendo de pronto una espesa nube negra que se lanzó sobre la caravana.

Rohan, que había decidido ir detrás de los grandes vehículos, se encontraba detenido esperando a que el último transporte terminase de pasar. De pronto, vio que las laderas de la garganta exhalaban un vapor negro y que un inmenso relámpago estallaba en la cabecera de la columna; el primer ergo-robot, que ya había cruzado el desfiladero, acababa de restablecer el campo. Algunas de las volutas nubosas que atacaban la caravana se estrellaron contra la superficie del campo, ardiendo brillantemente, pero la mayor parte se elevó por encima del fuego y se precipitó simultáneamente sobre todas las máquinas.

Rohan le ordenó a Jarg a voz en cuello que llamara inmediatamente al ergo-robot de cola, y que conectara los dos campos: el peligro de un desmoronamiento ya no contaba. Jarg intentó cumplir la orden, pero no logró conectar el campo. Sin duda, como lo explicara más tarde el ingeniero jefe, los clistrones del circuito electrónico se habían recalentado. Si el técnico hubiese mantenido el circuito unos segundos más, el campo habría llegado a formarse. Pero Jarg perdió la cabeza, y en lugar de insistir saltó del vehículo. Rohan lo sujetó por la manga, pero Jarg, enloquecido de miedo, consiguió zafarse y echó a correr cuesta abajo. Cuando Rohan alcanzó las palancas de mando, era demasiado tarde.

Los hombres, sorprendidos dentro de los vehículos, saltaban a tierra y huían en todas direcciones, perdiéndose entre los torbellinos de la nube burbujeante. El espectáculo era tan inverosímil que Rohan, paralizado, ni siquiera intentó intervenir. Ya no tenía sentido restablecer el campo; corría el riesgo de matar a todos sus hombres, que hasta trepaban por las laderas como si quisieran buscar refugio en los bosques de metal. Rohan se quedó sentado en el vehículo inmóvil, esperando.

Detrás, Terner, asomando el busto por la torrecilla de tiro, disparó al azar con la ayuda de los lasers de aire comprimido, pero ese fuego no sirvió de nada, pues la mayor parte de la nube se encontraba ya demasiado cerca. Sesenta metros apenas separaban a Rohan del resto de la columna. En ese trecho rodaban por el suelo y se debatían las desdichadas víctimas de las llamas negras. Debían de gritar sin duda, pero sus gritos, al igual que todos los demás ruidos, incluso el del ergo-robot que encabezaba la caravana, eran ahogados por el silbido ronco e interminable de la nube.

Rohan siguió inmóvil, medio cuerpo asomado por encima del anfibio, sin tratar de esconderse, no por un coraje nacido de la desesperación — como explicaría luego- sino simplemente porque no se le había ocurrido. Había perdido la capacidad de pensar.

Esa escena que nunca olvidaría — esos hombres bajo la avalancha negra- cambió bruscamente. Las víctimas dejaron de rodar por las piedras, de trepar hacia los matorrales de alambre, huyendo. Poco a poco, los hombres empezaron a ponerse de pie o a sentarse, y la nube, dividida ahora en una serie de embudos, alzó por encima de cada uno de ellos una especie de torbellino localizado, rozó apenas los torsos o las cabezas y trepó, siempre efervescente, con un rugido cada vez más atronador, entre las paredes de la garganta, hasta interceptar la luminosidad del cielo de la noche. Luego, amortiguando poco a poco su bramido, se deslizó entre las rocas, se hundió en la jungla negra y desapareció. Los únicos vestigios de la nube eran ahora una que otra pequeña mancha negra entre los cuerpos tendidos de los hombres.

Rohan, sin creer aún del todo que se había salvado, e incapaz de explicarse ese milagro, buscó con la mirada a Terner. Pero la torrecilla de tiro estaba desierta; sin duda había saltado también él, inútil preguntarse cuándo ni cómo. Entonces lo vio, tendido no lejos de allí, apretando aún contra el pecho la cruceta de los lasers y mirando al cielo con ojos muertos.

Rohan se apeó del anfibio y corrió de uno a otro hombre. No lo reconocieron. Ninguno le habló. La mayor parte parecían tranquilos; estaban acostados sobre las piedras, o sentados, pero dos o tres se levantaron, y acercándose a las máquinas, les palparon lentamente los flancos, con desmañados movimientos de ciegos. Vio a Genlis, un excelente radarista amigo de Jarg. Con la boca entreabierta, como un salvaje que viera una máquina por primera vez en su vida, trataba de mover la manija de una puerta.

Un instante después, Rohan comprendió el significado del orificio redondo de bordes chamuscados que viera en un tabique de la cabina de comando de El Cóndor: se había arrodillado junto al doctor Ballmin, y tomándolo por los hombros lo sacudía con la fuerza de la desesperación, tratando de volver a la normalidad, cuando de pronto oyó un disparo seco y una llama violeta pasó junto a él como una flecha. Uno de los hombres, sentado un poco más lejos, había sacado el lanzallamas e involuntariamente había apretado el disparador. Rohan lo llamó, pero el hombre no le hizo caso. Parecía fascinado, como un niño que mira unos fuegos de artificio, y al fin se puso a disparar sin ton ni son el arma atómica, hasta descargarla por completo. El intenso calor estremecía el aire y Rohan se echó al suelo, y se arrastró buscando refugio entre las rocas.

En ese momento oyó pasos rápidos que se acercaban y en un recodo apareció Jarg, con el rostro transpirado, sin aliento. Corría en línea recta hacia el loco que jugaba con el lanzallamas.

— ¡Deténte! ¡Tírate al suelo, Jarg! ¡Cuerpo a tierra! — gritó. Rohan.

Pero antes que Jarg, aturdido, pudiera detenerse, una terrible llamarada le estalló en el hombro izquierdo. Rohan alcanzó a verle la cara en el momento en que el brazo le volaba por los aires y la sangre le manó a borbotones de la espantosa herida. El francotirador demente no pareció darse cuenta de nada. Jarg contempló un instante, con indecible extrañeza, la sangre del muñón, el brazo mutilado; luego giró sobre sí mismo, trastabilló y cayó al suelo.

El hombre del lanzallamas se levantó. La incesante cascada de fuego que brotaba del arma arrancaba chispas de las piedras y las rocas. El aire olía a sílice quemado. Avanzó, tambaleándose, con los movimientos de un niño que empuñase una matraca. La llama rasgó el espacio entre los hombres sentados, que ni siquiera cerraban los ojos para protegerse de la luz enceguecedora. Un segundo más y recibirían la descarga en pleno rostro. Sin detenerse a pensar, en un puro acto reflejo, Rohan sacó su propio lanzallamas y disparó, una sola vez. El hombre se golpeó violentamente el pecho con los puños crispados, el arma repicó al caer contra las rocas, y luego también él se desplomó, de cara al suelo.

Rohan se puso de pie. Caía la noche. Había que transportar a todos los hombres a la base lo antes posible. Sólo le quedaba su vehículo, el pequeño anfibio. Cuando intentó utilizar uno de los transportes, comprobó que dos de ellos habían chocado en la parte más estrecha del desfiladero, y que sin una grúa seria imposible separarlos. Quedaba el ergo-robot de cola, que no podía transportar más de cinco hombres; los que aún estaban con vida, aunque inconscientes, eran nueve. Se dijo que lo mejor sería reunirlos a todos, atarlos para que no pudiesen huir o hacerse daño, poner en funcionamiento los campos de los dos ergo-robots, y regresar él solo a la base, en busca de auxilio.

Era ya noche cerrada cuando concluyó con la horrenda tarea. Los hombres se habían dejado atar sin resistirse. Movió el ergo-robot de cola para abrir un pasaje en el campo, preparó los dos emisores, los encendió desde lejos, y dejando a los hombres bajo la protección de la cúpula, emprendió el camino de vuelta.

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