Stanislav Lem - El Invencible

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El Invencible: краткое содержание, описание и аннотация

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El Invencible,
El Cóndor.
El Cóndor,

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Kronotos, el cibernetista jefe, preguntó en qué forma, según Lauda, la «nube» desprovista de inteligencia había aprendido a atacar a los hombres.

— Es muy sencillo — repuso el biólogo —. No ha hecho otra cosa a lo largo de millones de años. Pienso en la lucha contra los habitantes nativos de Regis III. Eran animales con un sistema nervioso central. Aprendieron a atacarlos exactamente como un insecto terrestre ataca a una presa, con la precisión de una avispa que inyecta veneno en el sistema nervioso de un saltamontes o un abejorro. No se requiere inteligencia para ello, sólo instinto.

— ¿Y cómo aprendieron a atacar a los planeadores? Antes no habían visto máquinas aéreas.

— ¿Cómo podemos estar seguros, estimado colega? Ya he dicho que en tiempos remotos combatieron en dos frentes. Contra los habitantes de Regis, tanto los orgánicos como los. inorgánicos, es decir los otros autómatas. Y esos autómatas, forzosamente, se defendían y atacaban recurriendo a todos los medios.

— Pero si no había entre ellos robots volantes…

— Entiendo lo que quiere decir el doctor Lauda — terció Saurahan, el cibernetista adjunto —. Esos grandes autómatas, esos macroautómatas se ayudaban unos a otros comunicándose entre ellos, y era más fácil destruirlos si se los aislaba, bloqueando las transmisiones.

— No importa que la conducta de la «nube» pueda explicarse o no como actividad consciente — respondió Kronotos —; no estamos obligados a recurrir a la «navaja de Occam». No nos interesa por el momento una hipótesis que lo explique todo con los recursos más económicos; lo que necesitamos es una hipótesis que nos permita actuar con el máximo de seguridad. Vale más suponer que la «nube» es inteligente, pues en ese caso seremos más precavidos. Si, al contrario, admitiésemos con Lauda que la nube no es inteligente, podríamos tener que pagar un precio terrible. No estoy hablando como teórico sino ante todo como estratega.

— No sé a quién 'quiere convencer, si a la nube o a mí — respondió Lauda tranquilamente —. No me opongo a la cautela, pero la nube tiene la inteligencia de un insecto, o mejor dicho, la inteligencia de un hormiguero. Si fuese de otra manera, ya habríamos muerto todos.

— ¿Qué pruebas tiene?

— No hemos sido el primer adversario humano; les recuerdo que antes que nosotros llegó aquí El Cóndor. Y bien, para penetrar en el interior del campo de fuerza, a esas «moscas» microscópicas les habría bastado con enterrarse en la arena. Conocen el campo de fuerza de El Cóndor y hubieran podido, por lo tanto, aprender ese método de ataque. Sin embargo, no han hecho nada parecido. Esto quiere decir que la «nube» no es capaz de pensar, y que actúa como por instinto.

Kronotos no quería darse por vencido, pero Horpach intervino y propuso postergar la discusión. Pidió que se hicieran proposiciones concretas, basadas en lo que se habla dicho. Nygren preguntó si sería posible proteger a los hombres con cascos metálicos, aislándolos del campo magnético. Los físicos opinaron que sería inútil, pues un campo muy intenso crearía en el metal corrientes que calentarían los cascos a una temperatura tan elevada que los hombres terminarían por quitárselos.

Había caído la noche. Horpach hablaba, en un rincón de la sala, con Lauda y los médicos. Los cibernetistas formaban un grupo aparte.

— Es curioso, a pesar de todo, que criaturas dotadas de una inteligencia superior, como los macroautómatas, no hayan llevado las de ganar — observó uno de ellos —. Sería una excepción a la norma; la evolución avanza hacia la complejidad, el perfeccionamiento de la homeóstasis… un mejor empleo de la información.

— No fue posible, precisamente porque esos autómatas eran desde el comienzo muy desarrollados y complejos — respondió Saurahan —. No olviden que se trataba de máquinas especializadas, destinadas a ayudar a los constructores, los lirianos. Y cuando éstos desaparecieron, se encontraron como impedidas; como un cuerpo sin cabeza. En cambio, las formas que dieron nacimiento a las «moscas» de hoy (no afirmo de ninguna manera que éstas existiesen ya entonces, pienso que no, que han de haber aparecido más tarde), esas formas, repito, eran relativamente elementales y por esa razón podían evolucionar de muchos modos.

— Quizá haya incluso un factor más importante — agregó el doctor Sax, que acababa de llegar —. Los mecanismos nunca muestran esa tendencia a la autorreparación que poseen los animales: un tejido vivo se regenera por sus propios medios. Un macroautómata, aun cuando pueda reparar a otros, necesita herramientas, y todo un equipo de máquinas. Bastaría quitarle esas herramientas para inutilizarlo. Se convertiría en una presa casi inerme para las criaturas volantes, mucho menos expuestas al deterioro.

— Es extraordinariamente interesante — dijo de pronto Saurahan —. Parece que la construcción de autómatas tendría que ser distinta de la actual. Habría que comenzar con pequeñas piezas elementales, seudocélulas, que podrían intercambiarse.

— No es una idea tan novedosa — observó Sax, con una sonrisa —. La evolución de las formas vivas se produce de esta manera, y no por puro azar. En la nube misma los elementos son intercambiables. Es un problema de material: un macroautómata averiado necesita piezas de repuesto que sólo una industria altamente desarrollada puede producir; en cambio un sistema de cristales, o de otros elementos simples, puede ser destruido sin graves perjuicios, pues será inmediatamente reemplazado por miles de millones de sistemas análogos.

Viendo que no podía esperar mucha ayuda, Horpach dejó' la biblioteca. Los científicos estaban tan enfrascados en la discusión que ni siquiera lo notaron.

El astronauta se encaminó a la cabina de comando. Quería comunicar al equipo de Rohan la hipótesis de la «evolución inorgánica». Era ya noche cerrada cuando El Invencible consiguió establecer contacto con el supercóptero que se encontraba en el cráter. Fue Gaarb quien recibió el mensaje.

— No me quedan más que siete hombres — dijo —, y dos de ellos son los médicos que atienden a los enfermos. Todos duermen en este momento, con excepción del radiooperador que está aquí, a mi lado. Pero Rohan no ha regresado todavía.

— ¿Todavía no ha vuelto? ¿A qué hora partió?

— A eso de las seis de la tarde. Se llevó seis máquinas y a todos los demás hombres. Quedó convenido en que volverían a la puesta del sol. Eso fue hace diez minutos.

— ¿Y están en contacto?

— La comunicación se interrumpió hace una hora.

— ¡Gaarb! ¿Por qué no me informó en seguida? — Rohan me previno que la comunicación quedaría interrumpida un tiempo, pues iban a internarse en una de esas profundas gargantas, usted sabe. comandante… las paredes están cubiertas por esa maldita inmundicia metálica; y los ecos impiden escuchar las señales.

— Haga el favor de informarme en cuanto regrese. Rohan tendrá que dar cuenta de esta negligencia. Corremos el riesgo de perder a esos hombres.

El astronauta no había terminado de hablar cuando fue interrumpido por una exclamación de Gaarb:

— ¡Aquí llegan, comandante! Veo las luces, están subiendo la pendiente, ahí está Rohan. Uno, dos.. no, veo un solo vehículo… dentro de un momento podré informarle.

— Espero.

Gaarb vio las luces de los reflectores que recorrían el suelo, iluminando un instante el campamento, para desaparecer luego en algún repliegue. Tomó un lanzacohetes, y disparó dos veces. El efecto fue inmediato. Todos los hombres dormidos saltaron de las literas y corrieron a sus puestos. El. vehículo describió una curva y el radiooperador que montaba guardia en la cabina de comando abrió un pasaje en el campo de fuerza. El vehículo oruga, cubierto de polvo, se internó entre los semáforos azules y se detuvo frente a la duna donde estaba posado el supercóptero. Horrorizado, Gaarb reconoció el vehículo: era el pequeño anfibio de patrullaje de tres plazas, la unidad de comunicaciones. Junto con todos los otros hombres, se adelantó corriendo. Antes que la máquina se detuviese, un hombre saltó a tierra. El traje protector le colgaba en jirones. Tenía el rostro tan cubierto de costras de barro y sangre que Gaarb no lo reconoció hasta que lo oyó hablar.

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