Stanislav Lem - El Invencible

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El Invencible,
El Cóndor.
El Cóndor,

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Los biólogos decían que era posible vencer a los insectos inanimados con sus propias armas. Desde el momento en que la especie evolucionaba, concluían, no era imposible intervenir en ese proceso evolutivo. Ante todo era preciso introducir en una cantidad considerable de especímenes. que sería necesario procurarse, ciertas mutaciones, modificaciones hereditarias de un tipo determinado que volvieran inofensiva a toda esta raza cristalina.

Las características de ese cambio genético tendrían que ser muy específicas, de manera tal que ofrecieran ventajas aprovechables inmediatas, y aseguraran a la vez, en las nuevas generaciones, la aparición de un talón de Aquiles, un punto vulnerable que pudiera ser atacado. Pero todo eso era la charla habitual, especulativa y ociosa de los teóricos: ninguno de ellos tenía la más remota idea del tipo de mutación que se requeriría, cómo provocarla, ni cuántos de esos malditos cristales podrían capturar sin correr el riesgo de verse envueltos en una nueva batalla, cuyo desenlace podía ser una derrota más terrible aún que la de la víspera. Y aun en el caso de que todo marchase a pedir de boca, ¿cuánto tiempo habría que esperar los efectos de esa futura evolución? No días ni semanas, por cierto. ¿Tendrían que dar vueltas y más vueltas alrededor de Regis III durante uno o dos años, o acaso diez? Todo eso era totalmente absurdo.

Rohan notó que había exagerado con el climatizador: otra vez hacía mucho calor en la cabina. Se levantó, se bañó, se vistió rápidamente y salió.

El ascensor no estaba allí. Lo llamó, y mientras esperaba en la penumbra, a las trémulas luces móviles del indicador, sintiendo en la cabeza todo el peso de las noches sin sueño y de los días cargados de tensión, se puso a escuchar en el silencio nocturno de la nave. La sangre le latía en las sienes. De tanto en tanto había un gorgoteo en las cañerías invisibles del crucero; de los pisos inferiores subía el ronroneo ahogado de los propulsores que giraban en el vacío, preparados para el despegue en cualquier instante. Un soplo de aire seco con sabor metálico subía de los pozos verticales de ventilación, a ambos lados de la plataforma. Las puertas se abrieron y entró en el ascensor. Bajó en el octavo nivel. Aquí el corredor seguía la curva del casco principal, alumbrado por una hilera de lamparillas azules. Avanzaba sin saber a dónde iba, levantando automáticamente los pies en los lugares precisos, para cruzar los altos umbrales de los mamparos. Distinguió, por último, las sombras de los técnicos que trabajaban en el reactor principal. El lugar estaba a oscuras; sólo algunas decenas de manes luminiscentes revoloteaban sobre los paneles de control.

— Están muertos — dijo uno. Rohan no reconoció la voz del que hablaba —. ¿Cuánto te apuesto? Mil roentgens en un radio de ocho kilómetros. No pueden estar vivos. Eso te lo aseguro.

— Entonces ¿qué hacemos aquí? — gruñó otro.

No por la voz, sino por el sitio de donde venía — el tablero de control gravimétrico —, Rohan supo que era Blank el que había hablado.

— ¿Qué hacemos? El viejo no quiere volver. Es eso.

— ¿Y tú qué piensas? ¿Qué harías?

— ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Hacía calor allí. La atmósfera estaba impregnada de un aroma artificial a agujas de pino que se utilizaba en las unidades climatizadoras para disimular el desagradable olor del plástico recalentado y las chapas blindadas del casco cuando funcionaba el reactor. El resultado era un olor que no se parecía ni a uno ni a otro, y que era característico del octavo nivel. Rohan seguía de pie, invisible para los hombres, con la espalda apoyada en la almohadilla de goma del tabique. No quería ocultarse, pero no tenía ganas de participar en esa conversación.

— Quién te dice que ahora no se está acercando… — dijo alguien, luego de un corto silencio.

El rostro del que hablaba apareció un momento al inclinarse hacia adelante — mitad rosa, mitad amarillo al resplandor de las lámparas testigos que parecían vigilar desde la pared a los hombres acurrucados abajo. Rohan, como todos los demás, adivinó en seguida a qué se refería.

— Tenemos el campo y el radar — replicó Blank, contrariado.

— Por lo que te servirá el campo, cuando la radiación se eleve a mil millones de ergios.

— El radar no lo dejará pasar.

— ¿A mí me lo dices? Vamos, si lo conozco como la palma de mi mano.

— ¿Y qué hay con eso?

— ¿Cómo, qué hay? Él tiene un antirradar. Un sistema de interferencias…

— ¡Está rechiflado! ¡Esa es la cuestión! ¿Tú estabas en la cabina de comando?

— No, no estaba.

— Bueno, pero yo si. Lástima que no vieras caer las sondas.

— ¿Qué quieres decir? ¿Que ellos lo reprogramaron? ¿Que ahora controlan el Cíclope?

Hablan de «ellos», se dijo Rohan. Como si fuesen verdaderamente criaturas vivas, dotadas de razón… — ¿Crees que los protones lo saben? Aparentemente, lo único que anda mal es el sistema de comunicaciones.

— Entonces ¿por qué dispara contra nosotros?

Hubo un nuevo momento de silencio.

— ¿Sabemos al menos por dónde anda? — preguntó el hombre que no había estado en la cabina de comando.

— No. El último comunicado llegó a las once. Kralik me lo dijo. Lo avistaron dando vueltas por el desierto.

— ¿Lejos del aquí?

— ¿Qué? ¿Tienes miedo? A unos ciento cincuenta kilómetros de aquí. Apenas una hora de camino. O quizá menos.

— ¿Por qué no calláis de una vez? — terció Blank con impaciencia —. ¡Como si todas estas especulaciones pudieran conduciros a algo!

El perfil anguloso de Blank se recortó contra el parpadeo multicolor de las lamparillas. Todos quedaron callados.

Rohan dio media vuelta y se alejó tan silenciosamente como había llegado. En camino, pasó por los dos laboratorios. El grande estaba a oscuras; en el pequeño, en cambio, había luces; la claridad de las lámparas del cielo raso se proyectaba oblicuamente en el pasillo.

Rohan echó una ojeada al interior. Alrededor de la mesa redonda sólo se encontraban reunidos los cibernetistas y los físicos: Jason, Kronotos, Sarner, Livin, Saurahan, y alguien que de espaldas a los otros, a la sombra de un tabique inclinado, se dedicaba a programar un cerebro electrónico.

— …hay dos posibles soluciones: aniquilación o autodestrucción. Todas las demás son orgánicas — decía Saurahan.

Rohan no se movió. Una vez más, prefirió escuchar sin hacerse ver.

— La primera solución: desencadenar un proceso que luego crezca solo, como una bola de nieve. Habría que llevar al barranco un mortero antimateria y abandonarlo allí,

— Eso ya se intentó — observó alguien.

— Si no tiene cerebro electrónico, podrá funcionar a temperaturas de más de un millón de grados. Además, utilizaremos plasma, que es insensible a las temperaturas siderales. La nube actuará como de costumbre. Intentará sofocar a la máquina, entrar en resonancia con los circuitos de comando; pero no habrá circuitos, sólo una reacción infranuclear. Cuanto mayor sea la cantidad de materia, más violenta será la reacción. De este modo, podríamos atraer a un solo lugar toda la necrosfera del planeta y aniquilarla…

La necrosfera? pensó Rohan. Ah, sí, los cristales inorgánicos. Especialistas, siempre dispuestos a inventar palabras nuevas.

— Yo me inclinaría por la otra variante, la autodestrucción — dijo Jason.

— En ese caso habría que separar el cerebro-nube en dos, y conseguir que las dos partes se enfrenten. Cada nube tendría que considerar a la otra como un adversario en la lucha por la supervivencia.

— La idea parece buena, pero ¿cómo piensas llevarla a la práctica?

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