Stanislav Lem - El Invencible

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El Invencible,
El Cóndor.
El Cóndor,

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— ¡Es él! ¡Es él! — gritaban los tripulantes, desapareciendo uno tras otro en los ascensores, cuyas puertas se cerraban con un silbido. Otros, demasiado impacientes para esperar el ascensor, se precipitaban por la escalera de caracol. De pronto, a través del pandemónium de voces, gritos, silbatos, el aullido incesante de la sirena de alarma, y los pasos presurosos de los tripulantes, llegó el segundo golpe, siempre silencioso, pero esta vez mucho más violento. Las lamparillas azules del corredor parpadearon un instante.

Rohan nunca había pensado que el ascensor pudiese ser tan lento. Ni siquiera se daba cuenta de que seguía apretando el botón de bajada y que un solo hombre iba con él: Livin, el cibernetista. El ascensor se detuvo, y en el momento en que Rohan salía oyó un silbido increíblemente agudo. Rohan sabía que el oído humano no percibía las frecuencias más altas de ese sonido. Era como si todas las soldaduras de titanio de la nave gimieran simultáneamente. En el momento en que llegaba a la puerta de la cabina de comando, Rohan comprendió que El Invencible acababa de responder al fuego con fuego. Y de ese modo el combate había terminado.

Frente al fondo de llamas de la pantalla, se erguía la silueta de Horpach, alta y oscura; las luces del cielo raso estaban apagadas, quizá con algún propósito. Entre las líneas que rayaban la pantalla de arriba abajo, se alzaba ahora empañando todo el campo visual, el hongo de la explosión atómica, el tallo adherido al suelo, las nubes bulbosas extendiéndose a todos los rincones del cielo. Parecía inmóvil. La explosión había aniquilado al Cíclope, lo había reducido a átomos, y en el aire todavía vibrante flotaba la voz monótona del técnico:

— Veintiséis en punto cero… veintiocho en el perímetro.. uno y cuatro, veintidós en el campo…

Mil cuatrocientos veinte roentgen en el campo, la radiación ha roto la barrera del campo de fuerza, comprendió Rohan. No sabía que eso fuese posible. Pero cuando miró el cuadrante del medidor principal de potencia, supo cuál había sido la magnitud de la carga utilizada por el astronauta: una energía suficiente para poner en ebullición un mar mediterráneo de regulares dimensiones. Era evidente que Horpach no había querido correr el riesgo de tiros repetidos. Quizá había exagerado, pero ahora, al menos, les quedaba un solo adversario.

Mientras tanto, las pantallas mostraban un extraordinario espectáculo. La cabeza hinchada del hongo resplandecía con todos los colores del arco iris, desde el verde plateado más delicado hasta el naranja, el carmín, el escarlata. El desierto — sólo entonces se dio cuenta Rohan- había desaparecido, envuelto en una espesa niebla de arena, que había subido a una altura de varias decenas de metros, hinchándose y ondulando, como si se hubiese transformado de pronto en un verdadero océano.

El técnico continuaba leyendo las cifras que aparecían en el cuadrante:

— Veinte mil en punto cero… ocho y seiscientos en el perímetro… uno y uno, y cero dos en el campo…

La derrota infligida al Cíclope fue recibida en silencio. Habían combatido contra el arma más poderosa de ellos mismos y la habían destruido. Era en verdad una amarga victoria. Poco a poco los hombres se fueron dispersando. Mientras tanto, el hongo atómico seguía creciendo en el cielo. De pronto se encendió con toda una nueva gama de matices; asomaban los primeros rayos del sol, todavía detrás del horizonte. Por encima de los cirros glaciales, se desplegaba ahora en un abanico de tonalidades de oro malva, amarillo ámbar y blanco platino, que inundaban la cabina de comando de irisados resplandores, como si alguien hubiese pulverizado sobre las consolas esmaltadas de blanco los colores de todas las flores de la Tierra.

Una vez más sorprendió a Rohan el atuendo del comandante. Horpach se había echado sobre los hombros el capote blanco de gala que Rohan le viera usar por última vez durante las ceremonias de despedida en la estación terrestre. Sin duda se había puesto la primera prenda que había podido encontrar. De pie, con las manos en los bolsillos, el desgreñado pelo gris erizado en las sienes, miró de hito en hito a todos los presentes.

— Rohan, amigo mío — dijo con una voz extrañamente dulce —, tenga la bondad de venir a mi cabina.

Rohan se acercó e instintivamente cuadró los hombros. El astronauta dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Avanzaron así, uno detrás de otro, a lo largo del corredor, mientras por las bocas de ventilación entraba, junto con el suave zumbido del aire comprimido, un murmullo ronco: las voces exasperadas de los hombres que trabajaban en los niveles más bajos.

La conversación

Aquella invitación no sorprendió demasiado a Rohan. Raras veces, es cierto, había entrado en la cabina del comandante. Empero, luego que él regresara a la base del cráter, Horpach lo había llamado a El Invencible, y lo había recibido aquí. Por lo general, tales invitaciones no presagiaban nada bueno. Pero en aquella oportunidad, demasiado sacudido aún por la catástrofe del barranco, Rohan no había temido las iras del comandante. Y Horpach, por lo demás, no le reprochó nada, limitándose a interrogarlo minuciosamente acerca del ataque de la nube. El doctor Sax, presente durante la entrevista, había opinado que la salvación de Rohan tenía quizá explicación: había caído en un estado de «estupor», se le había embotado la inteligencia, y esta reducción de las actividades cerebrales había confundido a la nube; lo tomó por uno de los hombres ya atacados, y lo consideró inofensivo. En cuanto a Jarg, según el neurofísiólogo se había salvado por pura casualidad, ya que al huir había quedado fuera de la zona atacada. Terner en cambio, quien hasta el final intentara defenderse y defender a los otros con los lasers, había actuado sin duda de acuerdo con las reglas. Esta encomiable conducta lo perdió, paradójicamente, pues la actividad normal de su cerebro había atraído la atención de la nube. En apariencia, la nube no veía, y para ella el hombre sólo era un objeto móvil, como otro cualquiera, que manifestaba su presencia por el potencial eléctrico de la corteza cerebral. Por consiguiente, Horpach y el médico habían contemplado la posibilidad de proteger a los hombres provocándoles un estado de «estupor artificial», con ayuda de algún compuesto químico apropiado. No obstante, Sax había opinado que los efectos de la poción serían demasiado lentos, si un «camuflaje eléctrico era de pronto necesario», y por otra parte no parecía aconsejable encomendar una misión a unos hombres embotados. Así, pues, el interrogatorio no había llevado a ninguna parte.

Rohan suponía que ahora el astronauta quería discutir de nuevo el problema.

Rohan se detuvo en el centro de la cabina, dos veces más grande que la de él. Estaba en comunicación directa con la cabina de comando y en la pared se alineaban los micrófonos del intereomunicador. Fuera de eso, nada indicaba que el comandante de El Invencible vivía allí desde hacía años. Horpach se quitó el capote. Llevaba un pantalón de trabajo y una camiseta de punto. Los abundantes pelos grises del pecho le asomaban por entre las mallas. Sentándose cerca del lugar donde Rohan seguía todavía de pie, apoyó los brazos poderosos sobre una mesa en la que no había otro objeto que un libro pequeño, encuadernado en cuero, visiblemente deteriorado por las frecuentes lecturas. La mirada de Rohan pasó de ese pequeño libro desconocido al rostro del comandante y tuvo la impresión de que lo veía por primera vez. Era el rostro de un hombre mortalmente cansado que ni siquiera trataba de ocultar el temblor de las manos, que ahora se pasaba por la frente. Rohan comprendió de pronto que hacía cuatro años que navegaba bajo las órdenes de un desconocido. Nunca se le había ocurrido preguntarse por qué no había en la cabina del astronauta ninguno de esos objetos pequeños, a veces tontos, a veces divertidos, que los hombres llevan consigo al espacio como recuerdos hogareños. En ese momento, le pareció comprender por qué Horpach no había colgado de esas paredes viejas fotografías de seres queridos que aguardaran su regreso en la Tierra. Horpach no tenía necesidad de esos recuerdos porque la Tierra no era para él un hogar. ¿O acaso en este momento, y por primera vez, sentiría nostalgias? Los hombros poderosos, los brazos recios y la nuca no revelaban su verdadera edad. Sólo la piel de las manos era vieja: gruesa y arrugada alrededor de los nudillos; pálida cuando estiraba los dedos y contemplaba con un interés aparentemente tranquilo, fatigado, ese ligero temblor, como si notase por primera vez un fenómeno del que hasta entonces no se había dado cuenta. Rohan no quería seguir observando. Pero el comandante inclinó levemente la cabeza y mirándolo a los ojos murmuró, con una sonrisa casi tímida:

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