Stanislav Lem - El Invencible
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- Название:El Invencible
- Автор:
- Издательство:Minotauro
- Жанр:
- Год:1986
- ISBN:ISBN: 978-84-450-7062-8
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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El Cóndor.
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— Pienso lo mismo — dijo con lentitud el comandante.
— ¿Usted también? Me alegro. ¿Entonces?
— ¿Han encontrado alguna otra solución?
— ¿Los estrategas? No.
Rohan quería preguntar algo más, pero no se atrevía. Horpach lo miraba como si esperase que dijera algo. Pero Rohan no sabía qué decir. ¿Supondría por ventura el astronauta que él, sin ayuda de nadie, había encontrado un medio más perfecto que los sabios, los cibernetistas, los estrategas y los cerebros electrónicos? Sería absurdo. Y sin embargo, seguía mirándolo expectante, con una paciencia infinita. Ninguno de los dos hablaba. El grifo del lavabo goteaba a intervalos regulares, con un ruido inusitadamente sonoro en el silencio absoluto de la cabina. Y de ese silencio algo brotó y flotó entre ellos, algo que rozó las mejillas de Rohan con un hálito glacial. Ya sentía que el frío le invadía la cara, le apretaba la nuca y las mandíbulas, le contraía la piel, y no podía apartar la mirada de los ojos acuosos, ahora indeciblemente viejos del astronauta. No veía nada fuera de esos ojos. Y ahora sabía.
Con lentitud, sacudió la cabeza. Era como si dijese «sí». «¿Comprendes?» preguntaba la mirada del astronauta. «Comprendo» respondió Rohan con la mirada. Pero a medida que veía todo más claro, más sentía que era imposible. Nadie tenía el derecho de exigirle a él nada semejante, nadie, ni siquiera él mismo. Seguía callado, como antes, pero ahora fingía no saber nada, no tener ni la más remota idea de nada. Se aferraba a una esperanza ingenua: como no había pronunciado ninguna palabra, podía negar lo que las miradas ya habían dicho. Podría mentir, simular incomprensión, pues sabía que Horpach no sería el primero en hablar. Pero el viejo adivinaba los pensamientos, se daba cuenta de todo. Así permanecieron largo rato, inmóviles, sentados frente a frente. De pronto, la mirada de Horpach se dulcificó. Ya no era expectante ni imperiosa, sino sólo compasiva. Ere como si dijese: «Está bien. Comprendo. ¡Que así sea!»
El comandante bajó los ojos. Un instante apenas, y las palabras no dichas y el mudo diálogo de miradas se desvanecerían para siempre. Pero ese movimiento de cabeza del astronauta, ese gesto de resignación inclinó la balanza. Rohan se oyó decir:
— Iré.
Horpach lanzó un profundo suspiro, pero Rohan, sobrecogido por la palabra que acababa de pronunciar, no lo advirtió.
— No — dijo Horpach —, no lo dejaré ir así… Rohan guardaba silencio.
— No podía pedírselo — dijo el astronauta —. Tampoco podía buscar voluntarios. No tengo ningún derecho. Pero ahora usted sabe también que no podemos marcharnos así. Un hombre solo, sólo uno, puede entrar allí… y quizá regresar. Sin casco, sin máquinas, sin armas.
Rohan lo oía apenas.
— Ahora le voy a exponer mi plan. Usted lo pensará. Podrá rechazarlo, pues todo esto sigue quedando entre nosotros. Yo lo veo así: un tanque de oxígeno fabricado con silicones. Ningún metal. Enviaré allí dos jeeps no tripulados. Harán las veces de señuelos para la nube, que los destruirá. Al mismo tiempo, partirá un tercer jeep, tripulado por un solo hombre. Esta es la parte más peligrosa, pues tendrá que acercarse todo lo posible con el vehículo; perderíamos mucho tiempo si fuera caminando por el desierto. La reserva de oxígeno le alcanzará para unas dieciocho horas. Aquí tengo algunos foto. gramas del barranco y las cercanías. A mi entender, no es conveniente tomar el mismo camino de las expediciones anteriores, sino llegar en jeep lo más cerca posible del límite septentrional del altiplano, y luego descender a pie entre las rocas. Hasta la parte superior de la garganta. Si están en algún lugar, tiene que ser allí. El terreno es difícil; muchas cavernas y grietas. Si los encontrara a todos, o al menos a uno de ellos…
— Justamente. ¿Cómo traerlos de vuelta? — preguntó Rohan, ahora de mal humor. El plan estaba condenado al fracaso. Con cuánta ligereza se disponía Horpach a sacrificarlo…
— Llevará consigo un narcótico apropiado, que los aturdirá un poco. Naturalmente, sólo lo utilizará si ellos se resisten. Afortunadamente, en esas condiciones pueden caminar.
Afortunadamente… pensó Rohan. Apretó los puños debajo de la mesa para que Horpach no lo notase. No tenía miedo, todavía no. Todo aquello era demasiado irreal…
— En el caso de que la nube… se interesara por usted, tendrá que tirarse al suelo y no moverse. Pensé en utilizar una droga para esa eventualidad, pero el efecto sería demasiado lento. Queda sólo el protector craneal, el simulador de corriente de que hablaba Sax.. — ¿Existe ya ese artefacto? — preguntó Rohan.
Horpach comprendió el significado implícito de la pregunta. Pero conservó la calma.
— No, todavía no. Pero pueden construirlo en el lapso de una hora. Una redecilla oculta en el cabello. El aparatito generará una corriente tenue e irá cosido al cuello del traje del espacio. Y bien… tiene una hora de tiempo. Le daría más, pero cada hora que pasa disminuyen las posibilidades de salvarlos. Ya son mínimas. ¿Cuándo cree que podrá tomar una decisión?
— Ya la he tomado.
— No sea tonto. ¿No oyó lo que acabo de decir? Sólo quise que entendiera que todavía no podemos despegar…
— Porque sabe que iré, de todos modos…
— No irá si yo no lo permito. No olvide que todavía soy el comandante a bordo. Estamos frente a un problema, y ninguna ambición personal, de quienquiera que sea, ha de contar ahora.
— Entiendo — dijo Rohan —. Usted no quiere que yo sienta que he sido obligado. Bien… Por consiguiente… pero ¿nuestro primer compromiso vale también para lo que decimos ahora?
— Sí.
— En ese caso, quisiera saber qué haría usted en mi lugar. Cambiemos los papeles… a la inversa de lo que hicimos antes.
Horpach guardó silencio.
— ¿Y si dijera que no, que no iría? — preguntó al cabo de un rato.
— En ese caso, yo tampoco iría. Pero sé que usted me diría la verdad.
— Entonces ¿usted tampoco iría? ¿Palabra de honor? No, no… Ya sé que no es necesario.
El astronauta se levantó. También Roban se levantó.
— No ha contestado a mi pregunta.
El astronauta lo miró. Era más alto, más corpulento, ancho de hombros. En los ojos tenía la misma expresión de profundo cansancio del principio de la charla.
— Puede ir — dijo.
Rohan se enderezó instintivamente y se encaminó e la puerta. El astronauta adelantó una mano como si quisiera retenerlo, tomarlo por el brazo, pero Rohan no lo notó. Salió de la cabina, y Horpach se quedó inmóvil de pie, junto a la puerta. Y así permaneció un largo rato.
El Invencible
Los dos primeros jeeps descendieron la rampa antes del amanecer. Hacia el levante, los suaves declives de las dunas estaban todavía envueltos en las sombras de la noche. Con un parpadeo de luces azules, el campo de fuerza se abrió para dar paso a las máquinas y volvió a cerrarse. En el estribo del tercer jeep, cerca de la popa del crucero, estaba sentado Rohan, vestido con un traje del espacio, sin casco ni anteojos protectores, sólo con la boquilla de la pequeña máscara de oxígeno en la boca. Se abrazaba las rodillas con ambas manos porque de ese modo le era más fácil observar en su reloj los saltos del segundero.
En el bolsillo izquierdo de la chaqueta llevaba cuatro ampollas para inyecciones; en el derecho, tabletas de alimento concentrado, y en los bolsillos de las rodilleras distintos instrumentos: un medidor de radiación, un minúsculo detector magnético, una brújula y un mapa microfotogramétrico de la región, no más grande que una tarjeta postal, y que se leía con el auxilio de una lupa. Llevaba enroscadas alrededor de la cintura seis vueltas de una finísima cuerda de material plástico. No había ningún elemento metálico en las ropas. No sentía la red debajo de los cabellos a menos que moviese deliberadamente el cuero cabelludo. Tampoco sentía las vibraciones de la corriente, pero podía controlar el funcionamiento de la micropila, cosida al cuello de la chaqueta, apoyando el dedo en ese lugar. El pequeño y duro cilindro latía entonces rítmicamente.
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