Stanislav Lem - El Invencible

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El Invencible,
El Cóndor.
El Cóndor,

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Trató de mirar el reloj, pero no podía alzar el puño a la altura de los ojos, ni por un instante. Dobló las rodillas para amortiguar los tremendos golpes que le sacudían las entrañas.

Súbitamente, el jeep se levantó sobre las ruedas traseras, y cayó resbalando cuesta abajo. Los frenos chillaron, pero ya los pedruscos y guijarros volaban en todas direcciones repiqueteando contra las chapas de metal. El vehículo giró sobre sí mismo, se deslizó de costado entre los escombros, y se detuvo.

Lentamente, la máquina se enderezó y una vez más corrió cuesta arriba. Ahora Rohan veía la garganta. Reconoció las masas negruzcas, como bosquecillos de pinos, los espesos matorrales que cubrían las rocas abruptas. Treinta y cuatro kilómetros. Faltaba un kilómetro para llegar al barranco.

La pendiente que tenía delante parecía un mar caótico de rocas y de escombros, intransitable para el jeep. Rohan ya no buscaba los pasos posibles, pues no eta él quien conducía Procuraba en cambio no perder de vista los peñascos que asomaban en lo alto del precipicio. La nube negra podía aparecer sobre esas paredes en cualquier momento.

— Rohan.. Rohan — oyó, de pronto.

El corazón se le aceleró. Había reconocido la voz de Horpach.

— Quizá el jeep no pueda llevarlo a destino. Desde aquí es imposible conocer con exactitud la inclinación de la pendiente, pero es probable que unos cinco o seis kilómetros más adelante, el jeep no pueda seguir avanzando y tenga que continuar a pie… Repito…

Cuarenta y dos, cuarenta y tres kilómetros como máximo… o sea que me quedarán unos diecisiete, lo cual en este tipo de terreno significa por lo menos cuatro horas de marcha, calculó Rohan rápidamente. Pero quizá se equivoquen, quizá el jeep pueda pasar…

La voz había callado; otra vez no oyó nada más que el canturreo rítmico de la telesonda. Rohan mordió la boquilla de la máscara de oxígeno; cuando el jeep se sacudía, la boquilla le lastimaba los labios. El sol ya no rozaba la cresta de la montaña más próxima, pero tampoco seguía subiendo. Frente a él desfilaban peñascos, altas tapias rocosas que a veces lo envolvían en una sombra fría. El jeep había aminorado la marcha. Levantó la cabeza; leves plumones de nubes flotaban en el cielo.

De pronto, algo extraño le sucedió al jeep. Se alzó sobre las ruedas de atrás, y durante un instante se balanceó, en precario equilibrio, como un caballo encabritado. Un segundo más, y el jeep se habría despeñado, arrastrándolo con él, si Rohan no hubiese saltado del estribo. Cayó sobre manos y rodillas, sintiendo el golpe a través de los guantes y las polainas protectoras. Resbaló unos pocos metros entre los escombros, sin poder detenerse. — Atención… Rohan… treinta y nueve kilómetros de recorrido.. el jeep no podrá seguir… Ha de continuar a pie… Recurra al mapa. El jeep quedará donde está, por si usted no puede regresar de otra manera… Se encuentra ahora en la intersección de las coordenadas 46 y 192…

Rohan se puso de pie con lentitud. Le dolía todo el cuerpo. Sin embargo, sólo los primeros pasos fueron difíciles; al cabo de un momento los músculos empezaron a obedecerle. Quería alejarse todo lo posible del jeep, ahora inmóvil entre dos umbrales rocosos. Se sentó al pie de un elevado obelisco, sacó el mapa del bolsillo y trató de orientarse. No era fácil. Al fin lo consiguió. Estaba a un kilómetro, a vuelo de pájaro, del borde superior del barranco, pero desde ese sitio el descenso era imposible. Las laderas estaban cubiertas por un espeso manto de vegetación metálica. Continuó pues cuesta arriba, preguntándose si se arriesgaría a descender al fondo de la garganta poco antes del lugar elegido. Para llegar allí, necesitaría por lo menos cuatro horas de marcha, y luego otras cinco horas para el regreso, aun en el caso de que pudiese volver en jeep. ¿Y cuánto tardaría en bajar hasta el fondo del barranco, sin contar el tiempo que le llevarían las búsquedas? De pronto, el plan mismo le pareció totalmente descabellado. No era nada más que un gesto tan vano como heroico, un plan ideado por Horpach; sacrificándolo a él, Rohan, tranquilizaba su propia conciencia.

Durante un rato se sintió tan furioso — el astronauta lo había manejado como a un niño- que no miró nada alrededor. Poco a poco, se fue calmando. Imposible retroceder ahora, se repetía. Lo voy a intentar. Si no logro bajar, si no he encontrado a nadie dentro de tres horas, regresaré. Eran las siete y cuarto.

Trató de caminar a pasos largos y regulares pero no demasiado rápidos, pues cualquier esfuerzo reduciría considerablemente la provisión de oxígeno. Se aseguró la brújula a la muñeca derecha, para no perder el rumbo. A veces tenía que dar un rodeo, cuando tropezaba con alguna grieta de bordes cortados a pique. En Regis III la presión atmosférica era muy inferior a la de la Tierra, lo cual le permitía al menos una cierta libertad de movimiento, incluso en este terreno difícil. El sol ya era visible en pleno cielo. Rohan sentía el oído (habituado al constante acompañamiento sonoro que lo había rodeado como una barrera protectora en las expediciones anteriores) como desnudo y ultrasensible. De cuando en cuando escuchaba las señales rítmicas de la sonda, ahora más débiles. En cambio, una leve brisa que azotara las aristas rocosas lo ponía en estado de alerta, porque le parecía oír un ligero zumbido, ese zumbido que tan bien conocía, que tan bien recordaba. Poco a poco se habituó a ese ritmo de marcha, y mientras trepaba mecánicamente de una a otra piedra daba rienda suelta a sus pensamientos. Llevaba en el bolsillo un cuentapasos, pero no quiso consultarlo todavía, y decidió esperar una hora. Al fin sacó el pequeño instrumento antes de tiempo. Tuvo una amarga desilusión: apenas había avanzado tres kilómetros. Tres kilómetros de difícil ascenso, en verdad, pero sólo tres. Esto significa que no serán tres ni cuatro horas de marcha, sino por lo menos seis…, se dijo. Volvió a sacar el mapa, se arrodilló, y se orientó por segunda vez. Ahora veía, a setecientos u ochocientos metros de distancia, hacia el este, el borde superior del barranco. Hasta ese momento había estado avanzando casi paralelamente a esa línea. En un lugar, una tenue fisura serpentina abría una luz entre los negros matorrales que tapizaban la pendiente; sin duda el seco lecho de un arroyo. Examinó atentamente el paraje. De rodillas, mientras las ráfagas de viento soplaban alrededor, tuvo un instante de vacilación. Como si aún no supiera del todo lo que hacía, se levantó, volvió a guardar maquinalmente el mapa en el bolsillo y echó a caminar en ángulo recto con respecto a la dirección previa, hacia las abruptas laderas de la garganta.

Con paso cauteloso, como si en cualquier momento la tierra fuese a hundirse bajo los pies, se acercó a los derruidos peñascos silenciosos. Un miedo indecible le encogía el corazón. Sin embargo, seguía avanzando, los brazos colgando a los costados, las manos dolorosamente vacías. De pronto se detuvo y miró hacia el valle, el desierto donde reposaba el casco de El Invencible. Oculta detrás del horizonte, la nave no se veía. Rohan sabía que no podía verla, pero seguía con los ojos clavados en el cielo teñido de escarlata, que se poblaba de lentas nubes algodonosas. El canturreo de la sonda era tan tenue que ya no sabía si era una realidad o una ilusión. ¿Por qué callaba El Invencible?

Porque no tiene nada más que decirme, se respondió. Ya las rocas de la cima, como grotescas estatuas carcomidas por la erosión, estaban cerca. El barranco se abría delante de él como un gigantesco pozo de oscuridad; los rayos del sol sólo iluminaban la mitad superior de las paredes, cubiertas de vegetación negra. Agujas blancas, al parecer crestas de rocas calcáreas, apuntaban aquí y allá por encima del boscaje espinoso. Rohan se inclinó a mirar el fondo pedregoso, a una profundidad de mil quinientos metros, y se sintió de pronto tan indefenso, tan vulnerable, que instintivamente se agachó, acurrucándose como si quisiera convertirse en una de las piedras. Era absurdo, por supuesto, porque no corría el riesgo de que lo viesen. Lo que él temía, no tenía ojos para ver. Tendido sobre la lisa superficie de la roca, miró hacia abajo. El mapa fotogramétrico le proporcionaba una información exacta pero absolutamente inútil, pues le mostraba el terreno visto a vuelo de pájaro en un exagerado corte vertical. Imposible arriesgar un descenso a lo largo del estrecho surco que corría entre las dos paredes cubiertas de negro. Necesitaría no veinticinco sino por lo menos cien metros de cuerda, amén de algunos ganchos y una piqueta. No tenía nada de todo eso, no estaba equipado para subir o bajar montañas.

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