Stanislav Lem - El Invencible

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El Invencible,
El Cóndor.
El Cóndor,

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Desde lo alto, una sombra ligera descendió sobre él. En seguida, con un murmullo monótono que creció hasta abarcar todos los registros, desde el agudo sibilante hasta el bajo del trueno, una informe nube negra bajó y lo envolvió. Tal vez hubiera debido cerrar los ojos. Pero no lo hizo. Un último pensamiento le cruzó por la mente: quizá la caída había estropeado el instrumento cosido al cuello de la chaqueta. En seguida aflojó el cuerpo, y se quedó muy quieto, esperando. Aunque ni siquiera movía las pupilas, vio a la nube burbujeante que planeaba por encima de él y extendió un tentáculo que se contorsionaba perezosamente. La punta del tentáculo, vista de cerca, parecía el nódulo de un negro torbellino de tinta. Sintió en el cuero cabelludo, en las mejillas, en toda la cara, el tibio contacto del aire, el soplo de un aliento que parecía fragmentado en millones de partículas. Algo le rozó el traje a la altura del pecho, y de pronto quedó envuelto en una oscuridad casi total. Rápidamente, ese tentáculo que seguía contorsionándose como una diminuta tromba de aire se retiró una vez más al cuerpo de la nube. El fragor se transformó en un silbido agudo y penetrante que parecía perforarle la cabeza, y que por último se apagó. La nube, ascendiendo casi en vertical, se convirtió en una niebla negra, se desplegó en abanico entre las dos vertientes, y se desgajó en volutas que giraban sobre sí mismas, desapareciendo en la inmóvil pelambre de la vegetación. Durante largo rato aún Rohan permaneció tendido e inmóvil, como un muerto. De repente se le ocurrió que quizá le había llegado el fin, que ya no sabía quién era, ni cómo había venido aquí, ni para qué. Sintió tal pánico que se sentó de golpe. Bruscamente, rompió a reír. Si podía pensar todas esas cosas, era porque estaba sano y salvo, porque la nube no lo había herido porque la había engañado. Trataba de dominar los espasmos de risa que le subían a la garganta y le sacudían todo el cuerpo. Es histeria, se dijo, apoyándose sobre las rodillas, y sintiéndose mucho más sereno. Se ajustó la máscara de oxígeno y miró en torno.

El hombre que viera desde lo alto ya no estaba allí, pero aún se oían los pasos. Sin duda había desaparecido detrás del peñasco que cerraba a medias el fondo de la garganta. Rohan echó a correr. El eco de los pasos era cada vez más cercano y extrañamente sonoro, como si el hombre calzara botas de hierro. Rohan corría, sin tiendo agujas dolorosas que le subían por la tibia, hasta la rodilla. Con seguridad me he dislocado el tobillo, se dijo, mientras trataba desesperadamente de mantener el equilibrio, extendiendo los brazos. Otra vez le faltó el aire y empezaba a ahogarse cuando lo vio. Caminaba a grandes trancos, desplazándose mecánicamente de piedra en piedra. Los ecos de los pasos resonaban en las cercanas paredes rocosas. Y entonces, Rohan acabó de entender. Era un robot, no un hombre. Un arctano. Ni una sola vez se le había ocurrido pensar qué habría pasado con los autómatas, luego de la catástrofe. Estaban en el transporte principal cuando la nube los había atacado. Notó que el brazo izquierdo del robot colgaba, inerte, aplastado, y que la armadura, antes redondeada y brillante, estaba deslucida y abollada. La decepción fue grande, pero al cabo de un momento la idea de que al menos tendría un compañero para seguir buscando, lo reconfortó. Pensó en llamado a voces, pero algo lo contuvo. Apresuró el paso, se le adelantó y se detuvo a esperarlo, interceptándole el camino. Pero el gigante de dos metros y medio de altura no le prestó ninguna atención. De cerca, Rohan pudo ver que la antena de radar, semejante al pabellón de una oreja, estaba quebrada, y que en el sitio donde antes estuviera la lente del ojo izquierdo, había un agujero de bordes irregulares. A pesar de todo, el robot avanzaba con paso firme sobre res pies gigantescos, arrastrando la pierna izquierda. Cuando estuvo a pocos pasos, Rohan lo llamó, pero el autómata siguió avanzando ciegamente, en línea recta, y a último momento Rohan tuvo que saltar a un costado. Se acercó de nuevo al robot e intentó tomarle la mano de metal, pero el otro la retiró con un rápido movimiento indiferente y prosiguió caminando. Rohan comprendió entonces que también este arctano era una víctima de la nube y que ya no podía contar con él. Sin embargo, le costaba dejar abandonada a su suerte a la desvalida máquina; y además, sentía curiosidad por saber a dónde iba, pues avanzaba eligiendo un terreno lo más llano posible, como si se hubiese fijado una meta. Al cabo de unos instantes de reflexión, durante los cuales el robot se alejó unos quince metros, Rohan resolvió seguirlo. El arctano llegó por fin al pie del promontorio de rocas y escombros, y se puso a escalarlo, sin preocuparse por el alud de piedras que se despeñaba detrás de él. Trepó así hasta más o menos la mitad del montículo de pedruscos y guijarros; de pronto cayó y rodó cuesta abajo, agitando desesperadamente las piernas al aire: un espectáculo que en otras circunstancias habría movido a risa. Luego se enderezó otra vez, y reanudó el ascenso.

Rohan dio media vuelta y se alejó, pero el ruido de los escombros y guijarros que se despeñaban y el golpeteo metálico de los pasos que repercutían en ecos múltiples contra las paredes rocosas lo persiguieron largo rato. Ahora progresaba rápidamente, pues el camino, sobre las piedras lisas del lecho del arroyo, era relativamente llano y en suave declive. No había rastro alguno de la nube; sólo de tanto en tanto, una ligera vibración del aire en lo alto de las paredes delataba una actividad febril en el seno del oscuro follaje. Llegó así a la parte más ancha del barranco: un valle circundado por pendientes rocosas. A unos dos kilómetros de allí, se encontraba el desfiladero, el lugar de la catástrofe. Se le ocurrió entonces que un detector olfativo le hubiera ayudado a localizar a los desaparecidos, pero el instrumento era demasiado pesado para transportarlo a pie. Tendría que arreglarse sin él. Se detuvo y examinó una por una todas las rocas. Imposible que alguien hubiese podido buscar refugio en la maleza metálica. Quedaban sólo las grutas, las cavernas y las criptas de las rocas; contó cuatro desde el sitio en que se encontraba. El interior estaba disimulado por altos umbrales de paredes verticales, que auguraban un escalamiento sumamente difícil. Decidió, pues, examinarlas una por una.

Previamente, en la nave, había estudiado con los médicos y los psicólogos en qué lugares convendría buscar a los desaparecidos, tratando de imaginar los escondrijos más probables. Pero en verdad no habían llegado a nada, pues el comportamiento de un hombre atacado de amnesia es imprevisible. El hecho de que los desaparecidos se hubiesen alejado del grupo de Regnar indicaba una actividad que los diferenciaba de los otros; y en cierta medida, el que las huellas de estos cuatro hombres, hasta el lugar donde habían podido seguirlas, no se hubiesen separado, permitía suponer que los encontraría juntos. Naturalmente, si aún vivían, y siempre y cuando no hubiesen tomado distintos rumbos luego de pasar por la puerta rocosa.

Rohan exploró sucesivamente dos grutas pequeñas y cuatro grandes en las que pudo entrar con relativa facilidad, escalando la superficie inclinada de la roca. En la última, encontró unos despojos metálicos parcialmente sumergidos en el agua; en un principio los tomó por el esqueleto del segundo arctano pero eran antiquísimos y no se parecían en nada a las estructuras que conocía. En un charco de agua poco profundo, visible a la luz escasa que reflejaba la bóveda, reposaba una extraña forma oblonga que parecía una cruz de cinco metros de largo. Las chapas metálicas se habían desprendido de la estructura hacía ya mucho tiempo, dejando en el fondo del charco un sedimento herrumbroso. Rohan no quiso examinar más detenidamente el insólito hallazgo, quizá los últimos despojos de un macroautómata destruido por la nube, en virtud de la ley de supervivencia de los más aptos. Retuvo pues en su memoria la forma, el trazado ya casi imperceptible de los brazos articulados que probablemente habían servido más para volar que para caminar. Pero el reloj le ordenaba darse prisa. Sin retrasarse más, inició la exploración de las otras cavernas.

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