Stanislav Lem - El Invencible
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- Название:El Invencible
- Автор:
- Издательство:Minotauro
- Жанр:
- Год:1986
- ISBN:ISBN: 978-84-450-7062-8
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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El Cóndor.
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Había tantas — visibles a ratos desde el fondo del valle como ventanas sombrías en las altas paredes rocosas —, y los corredores y galerías subterráneos — inundados a menudo, y que desembocaban a veces en arroyos helados y pozos verticales- eran tan tortuosos, que no se atrevía a internarse demasiado. Por lo demás, sólo llevaba consigo una pequeña linterna eléctrica relativamente débil, ineficaz en las vastas grutas de muchas galerías y bóvedas altas. Por fin, literalmente extenuado, se sentó sobre una gran piedra calentada por el sol, a la entrada de la caverna que acababa de explorar, y mascó algunas tabletas de alimento concentrado rociando cada bocado con agua del arroyo. Varias veces le pareció oír el murmullo de la nube, pero probablemente sólo era el eco de los esfuerzos de Sísifo del arctano, que llegaban hasta él desde lo alto de la barranca. Luego de haber comido se sintió mejor. Lo más sorprendente fue comprobar que el peligroso mundo circundante lo inquietaba cada vez menos. Pues en verdad, allí donde posara la mirada, sus ojos tropezaban con la espinosa maleza negra.
Descendió del montículo en que se había detenido a descansar frente a la gruta y entonces vio por primera vez algo así como una fina estela de color pardo-rojizo sobre las piedras secas de la otra vertiente. Al acercarse, descubrió que eran rastros de sangre. Estaban secos y habían cambiado de color y no los habría visto si no hubiese sido por la blancura excepcional del peñasco, de roca caliza. Intentó determinar la dirección que había seguido el hombre herido, pero en vano. Caminó entonces al azar, remontando nuevamente el valle, guiándose tan sólo por el razonamiento de que quizá se tratase de un hombre herido en el combate del Cíclope y la nube, que se había alejado del lugar. Los rastros se entrecruzaban, desaparecían en varios sitios, pero terminaron por conducirlo a la entrada de una de las primeras cavernas. Allí descubrió, con profunda extrañeza — pues en su búsqueda anterior no la había visto- una abertura estrecha, semejante a una zanja. Allí, precisamente, terminaba el rastro de sangre. Rohan se arrodilló y se inclinó sobre el agujero sumido en la penumbra. De nada le sirvió estar preparado para lo peor; no pudo contener un grito ahogado, pues acababa de reconocer, mirándolo con órbitas vacías, mostrando los dientes en un horrible rictus, la cabeza de Bennigsen. Lo reconoció por la montura dorada de los anteojos cuyos cristales, por una rara ironía, estaban intactos y brillaban al resplandor que una inclinada lámina calcárea proyectaba en el rocoso ataúd. Sostenido por las piedras, los hombros encajados en la entibación natural del foso, el cuerpo del geólogo se mantenía erguido. Roban no quiso abandonar en aquel estado esos restos humanos, pero cuando, con un estremecimiento, intentó mover el cadáver, las. carnes cedieron bajo el grueso tejido del traje espacial. La descomposición, acelerada por la acción del sol que todos los días iluminaba el lugar, ya había cumplido su tarea. Se contentó pues con abrir el cierre relámpago del bolsillo del pecho y retirar de él la chapa de identidad del sabio; antes de marcharse, levantó una de las losas cercanas y cerro con ella el sepulcro de piedra.
Ya había encontrado a uno de los hombres. Sólo cuando se hubo alejado del lugar se dijo que hubiera debido estudiar la radiactividad del cadáver, lo que hubiera arrojado alguna luz sobre el destino del propio Bennigsen y sus compañeros: un fuerte aumento de radiación habría demostrado que el muerto estuvo en!as cercanías del campo de batalla atómico. Pero Roban lo había olvidado, v ahora nada en el mundo lo haría desandar el camino y levantar la lápida con que había cerrado el sepulcro. En ese mismo momento reparó en el papel que estaba desempeñando el azar. ¿Acaso no había explorado a fondo, al menos eso le había parecido la primera vez, los alrededores del sitio?
Inspirado por una idea nueva, partió una vez más a buen paso, siguiendo los rastros de sangre, hasta el sitio donde comenzaban. La pista lo llevó en línea recta al fondo del valle, por así decirlo al campo mismo donde se librara el combate atómico. Pero a algunos centenares de pasos, cambiaba bruscamente de rumbo. El geólogo había perdido mucha sangre y parecía casi inverosímil que hubiese podido alejarse tanto. Las piedras, que desde el momento de la catástrofe no fueran tocadas por una sola gota de lluvia, estaban muy ensangrentadas, Rohan se encaramó sobre un cúmulo de rocas oscilantes y pronto se encontró en una ancha depresión bajo una desnuda pared rocosa. Lo primero que vio fue la enorme planta metálica del pie de un robot. El autómata estaba acostado de flanco, casi cortado en dos, probablemente por el fuego reiterado de un lanzallamas. Un poco más lejos, sentado y caído contra las piedras, había un hombre. Tenía el casco ennegrecido y estaba muerto. El lanzallamas le colgaba aún de la mano, rozando el suelo con su caño brillante. En el primer momento Rohan no se atrevió a tocar al hombre; se arrodilló a su lado y trató de verle la cara, tan desfigurada por la descomposición como la de Bennigsen. Y entonces reconoció la ancha y chata mochila del geólogo, sujeta a los encogidos hombros del cadáver. El muerto sentado era Regnar, el jefe de la expedición atacada en el cráter. Midiendo la radiactividad, confirmó que el arctano había sido abatido por una descarga del lanzallamas: el indicador registraba isótopos característicos de tierras raras. Una vez más, quiso retirar del cadáver la chapa de identidad del geólogo, pero no tuvo suficiente coraje. Se limitó a desprender la mochila, ya que para ello no necesitaba tocar el cuerpo. Pero sólo contenía esquirlas de distintos minerales. Titubeó un momento, y sacando el cuchillo recortó de la mochila de cuero el monograma del geólogo.
Luego. encaramado en una roca alta, contempló una vez más la escena, tratando de adivinar qué había sucedido. Todo parecía indicar que Regnar había disparado contra el robot. ¿Acaso el arctano habría amenazado al geólogo, o a Bennigsen? Pero ¿un hombre atacado de amnesia estaría en condiciones de defenderse de una agresión? Comprendiendo que nunca llegaría a resolver el enigma, y recordando que aún lo aguardaban otras búsquedas, miró una vez más el reloj: pronto serían las cinco. Si quería que el oxígeno le alcanzara, tenía que emprender el regreso inmediatamente. Fue en ese momento cuando se le ocurrió sacar las botellas de gas adosadas a la mochila de Regnar. Retiró todo el aparato y comprobó que uno de los recipientes estaba lleno: lo cambió por uno de los suyos, vacío, y se puso a cubrir con piedras el despojo. Le llevó casi una hora, pero se sintió obligado a rendirle ese homenaje, como si tuviera que agradecerle el tubo de oxígeno. Luego pensó que hubiera sido una buena idea proveerse de un arma, por ejemplo el lanzallamas que con seguridad todavía estaría cargado. Pero una vez más, ya no había remedio, y tendría que marcharse con las manos vacías.
Eran casi las seis de la tarde. Se sentía tan cansado que se le doblaban las piernas. Le quedaban aún cuatro tabletas estimulantes; tomó una y al cabo de un momento se sintió reanimado y pudo tenerse en pie. Como no sabía a dónde encaminarse, fue simplemente hacia la puerta rocosa. Le faltaba recorrer aún casi un kilómetro cuando el detector de radiación le advirtió que la radiactividad empezaba a aumentar. Sin embargo, no era todavía demasiado acentuada, de modo que siguió caminando, mirando atentamente alrededor. El barranco serpeaba, y sólo algunas de las paredes habían sido afectadas y mostraban rastros de fusión. A medida que avanzaba, esas resquebrajaduras características de las rocas eran cada vez más frecuentes; por último, empezó a ver unos peñascos enormes, semejantes a burbujas petrificadas, pues la explosión atómica había fundido sin duda la superficie de piedra. En realidad, no tenía nada que hacer allí, y sin embargo seguía avanzando. El detector que llevaba en la muñeca emitía un ligero tic-tac, cada vez más acelerado, y la aguja saltaba en el cuadrante. Al fin distinguió, a lo lejos, lo que quedaba de la puerta rocosa, que se había desmoronado, y era ahora una depresión, una especie de cráter. El cráter parecía un lago pequeño, como si las aguas, a consecuencia del tremendo impacto, hubiesen salpicado furiosamente las orillas, solidificándose en figuras fantasmales. La base de las rocas se había transformado en una espesa capa de lava, mientras que la pelambre negra de la vegetación metálica era como un tapiz hecho jirones, cubierto de cenizas. A lo lejos, entre los muros rocosos, se dibujaban vagamente unos colgajos gigantescos de tonalidades más claras. Rohan dio media vuelta y se alejó rápidamente.
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