Stanislav Lem - El Invencible

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El Invencible,
El Cóndor.
El Cóndor,

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Una estela roja cruzaba el cielo oriental. El viento azotó las crestas arenosas de las dunas. Los bordes ligeramente dentados del cráter, que se unían a la línea del horizonte, parecieron disolverse poco a poco en un torrente de luz escarlata.

Rohan levantó la cabeza. No había podido llevar un equipo receptor y transmisor para mantenerse en contacto con la nave, pues un transmisor lo hubiera delatado en seguida. Pero llevaba en la oreja un aparato receptor no mayor que un guisante. El Invencible podía enviarle señales, al menos durante un tiempo. Y justamente el aparato acababa de hablar. Era casi como si la voz le hablase dentro de la cabeza.

— Atención, Roban, aquí Horpach. Los detectores de proa registran un aumento de la actividad magnética. 'Seguramente los jeeps ya han sido atacados por la nube… Lanzo una sonda.

Rohan miró el cielo. El día empezaba a clarear. No advirtió en qué momento lanzaban la sonda, que de pronto voló verticalmente como una llamarada la estela de humo blanco rodeó un instante la cúpula de la nave, para luego partir velozmente hacia el nordeste. Los minutos pasaban. Ya la mitad del abotagado disco del viejo sol se posaba a horcajadas sobre el borde del cráter.

— Una nube relativamente pequeña ataca al primer jeep — sonó la voz dentro de la cabeza de Roban —. Por el momento, el segundo avanza sin problemas… el primero se acerca a la puerta rocosa… ¡Atención! Acabamos de perder el control del primer vehículo. Ningún contacto visual… está cubierto por la nube. El segundo se acerca al recodo de la séptima garganta… por ahora no ha sido atacado… ¡Ah, ahora sí! Hemos perdido el control del segundo vehículo. Las nubes lo han cercado… ¡Roban! ¡Atención! Partirá usted dentro de quince segundos. De ahora en adelante actuará como a usted le parezca. Conecto el encendido automático. Buena suerte…

La voz de Horpach cesó repentinamente. La reemplazó el tic-tac metálico del dispositivo que descontaba los segundos. Rohan se acomodó en el asiento, levantó las piernas, las instaló firmemente en el tablero y deslizó el brazo dentro de la correa elástica adosada al respaldo. El liviano vehículo trepidó un instante, luego arrancó suavemente.

Horpach había ordenado a todos los hombres que permanecieran dentro de la nave. Rohan le estaba casi agradecido; no hubiera podido soportar las despedidas. Aferrado al bamboleante estribo del jeep, sólo veía ahora el gigantesco pilar de la nave, que se empequeñecía paulatinamente. El relámpago azul que chisporroteó un instante sobre los flancos de las dunas, le anunció que estaba atravesando la muralla invisible del campo de fuera. Inmediatamente después, la velocidad aumentó, y una nube roja, levantada por los neumáticos-balón, le ocultó el paisaje. Apenas distinguía, en lo alto, las grises tonalidades del cielo de la aurora. La situación no era muy halagüeña; en cualquier momento podían atacarlo, de improviso. En lugar de quedarse sentado, como habían convenido, dio media vuelta, se levantó, y tomándose del respaldo del jeep miró por encima del dorso chato de la máquina, observando el desierto que avanzaba hacia él. El jeep corría a velocidad máxima, saltando y traqueteando por momentos; Rohan tenía que apretarse contra el respaldo. Casi no oía el ruido del motor; el viento le silbaba alrededor de la cabeza; granos de arena le lastimaban los ojos, y a ambos lados del vehículo se levantaban verdaderos manantiales de arena formando una pared alta y opaca. Avanzaba tan a ciegas que ni siquiera advirtió que había dejado atrás el círculo del cráter. Seguramente el jeep había evitado la pendiente saliendo por un paso arenoso de la ladera septentrional.

Repentinamente, Rohan oyó una señal cantarina que se acercaba: el transmisor de la telesonda. La buscó en el cielo. Probablemente la habían lanzado muy arriba para no atraer la atención de la nube. Al mismo tiempo, la telesonda era indispensable, pues sin ella El Invencible no podía guiar el vehículo. En la parte trasera habían instalado un odómetro para facilitar la orientación. Ya había recorrido diecinueve kilómetros, y en cualquier momento aparecerían los primeros peñascos. Pero el disco bajo del sol, vagamente rojizo detrás de la cortina de polvo y que hasta ese momento estaba a la derecha, se corrió ligeramente detrás de él. Eso quería decir que el jeep estaba doblando a la izquierda. Rohan intentó en vano averiguar si el ángulo de maniobra correspondía al itinerario previamente trazado o si la curva era demasiado amplia. Eso podía significar que en la cabina de comando habían detectado un movimiento inesperado de la nube y que trataban de alejarlo. El sol desapareció poco después detrás de una primera elevación rocosa. Luego volvió a aparecer. A la luz tenue y oblicua, el paisaje tenía un aspecto desolado que Rohan no había notado en la última expedición. Pero en aquella oportunidad el puesto de observación había sido mucho más alto: la torrecilla de un transporte. El jeep se bamboleó, y Rohan se golpeó varias veces el pecho contra la carrocería. Ahora apretaba todos los músculos para que la violencia de las sacudidas no lo despidiera lejos del coche; ni siquiera los neumáticos-balón conseguían amortiguar el traqueteo. Las ruedas resbalaban sobre las piedras, despidiendo altos abanicos de guijarros menudos; el jeep bajaba ruidosamente la pendiente, y de tanto en tanto los neumáticos se atascaban, patinaban, giraban en el aire. Rohan llegó a la conclusión de que esa carrera infernal tenía que oírse en muchos kilómetros a la redonda, y empezaba a preguntarse seriamente si no convendría detener la marcha — un poco por debajo del hombro asomaba el freno de mano, que habían prolongado fuera de la carrocería- y saltar a tierra. Pero entonces tendría que recorrer a pie kilómetros y kilómetros, reduciendo las posibilidades ya casi mínimas de llegar a tiempo a la meta. Apretando los dientes, las manos convulsivamente aferradas a las manijas que ya no le parecían nada seguras, entornaba los ojos, y por encima del chato cuerpo del jeep miraba hacia lo alto de la cuesta. El canto de la radiosonda cesaba de vez en cuando, pero continuaba manejando el jeep, que maniobraba hábilmente, esquivando los escombros rocosos; inclinándose a un costado de tanto en tanto, y aminorando la velocidad, para volver a partir en vertiginosa carrera cuesta arriba.

El odómetro le indicó que había recorrido veintisiete kilómetros. En el mapa la ruta medía sesenta, pero en realidad tenía que ser más larga, a causa de los zigzags y las diferencias de altura. No había ya rastros de arena. El disco del sol, enorme, casi frío, colgaba del cielo, pesado y amenazante, rozando siempre las melladas crestas de las rocas. El vehículo se sacudía abriéndose paso empecinadamente a través de los escombros, rodando a veces por la pendiente, acompañado por una ruidosa avalancha de piedras. Los neumáticos chillaban resbalando en las piedras de la pendiente, cada vez más empinada. Veintinueve kilómetros. Ahora sólo se ola el silbido de la sonda. El Invencible había enmudecido. ¿Por qué? Rohan creyó reconocer una pared abrupta, delineada por unos contornos casi indistintos a la luz roja del sol. Este era sin duda el barranco donde tenía que descender; no aquí, naturalmente, sino mucho más lejos, hacia el norte. Treinta kilómetros. En todo caso, no había por ahora rastros de la nube negra. Quizá estuviese ocupada poniendo fuera de combate a los otros dos vehículos. ¿ O los habría abandonado, luego de bloquear el sistema de comunicaciones? Como una bestia acorralada, el jeep corría zigzagueando. Los jadeos roncos e intermitentes del motor le helaban la sangre a Roban. Ahora el jeep perdía velocidad, aunque no se detenía. ¿No hubiera sido preferible un vehículo con colchón de aire? No, era demasiado grande, demasiado pesado. Por otra parte, ya nada se podía cambiar.

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