—Prepara la cápsula —había indicado Vorst al hermano Capodimonte como si el Sol fuera a convertirse en nova el mes que viene y tuviéramos que salvar lo más importante.
Como antiguo antropólogo, Capodimonte tenía sus propias ideas sobre lo que debía contener un arca semejante, pero procuró no dejarse influir por ellas y cumplir al pie de la letra las instrucciones de Vorst. Un subcomité de hermanos había planeado décadas atrás, con absoluta discreción, una expedición interestelar a años vista, que había sufrido sucesivos retoques, por lo que Capodimonte se benefició del pensamiento de otros hombres. Una comodidad suplementaria.
Existían algunos preocupantes componentes de misterio en el proyecto. Por ejemplo, no conocía la naturaleza del planeta al que se dirigirían los pioneros. Nadie lo sabía. Desde esta distancia, no había forma de saber si albergaría vida de tipo terrestre.
Los astrónomos habían localizado cientos de planetas esparcidos por otros sistemas. Algunos podían ser vistos de forma borrosa mediante los sensores telescópicos; la existencia de otros se deducía gracias a los cálculos de órbitas estelares irregulares. Pero los planetas estaban allí. ¿Darían la bienvenida a los terrícolas?
De los nueve planetas que componían el sistema solar, sólo uno era habitable… Un tanto por ciento pesimista para otros sistemas. Había costado dos generaciones de duro trabajo terraformar Marte; los once pioneros ni siquiera podrían hacer esto. Convertir a los hombres en venusinos había exigido los más sofisticados adelantos genéticos, algo impensable para los viajeros. Deberían encontrar un mundo a su medida o fracasar.
Los espers de Santa Fe afirmaban que existían mundos apropiados. Habían escrutado los cielos, extendido su mente y establecido contacto con planetas tangibles y habitables. ¿Ilusión? ¿Engaño? Capodimonte no estaba en condiciones de poder precisarlo.
Reynolds Kirby, preocupado por el proyecto desde el primer momento, fue a ver a Capodimonte.
—¿Es verdad que ni siquiera saben a qué estrella se dirigen? —preguntó.
—Es verdad. Han detectado emanaciones procedentes de algún lugar. No me preguntes cómo. Tal como está previsto, nuestros espers se encargarán de guiar la nave, y sus impulsores de propulsión. Nosotros encontramos, ellos nos elevan.
—¿Un viaje a cualquier parte?
—A cualquier parte corroboró Capodimonte—. Practican un agujero en el cielo y envían la cápsula a través. No viaja por el espacio normal, sea lo que sea el espacio normal. Aterriza en el planeta con el que nuestros espers afirman haber conectado y envían un mensaje, diciéndonos dónde están. Recibiremos el mensaje dentro de una generación. Pero, entretanto, ya habremos enviado otras expediciones. Un viaje sólo de ida a ninguna parte. Y Vorst es el primero en apuntarse.
Kirby meneó la cabeza.
—Es difícil de creer, ¿no? Pero es evidente que será un éxito.
—¿Sí?
—Sí. Vorst ordenó a sus osciladores que echaran un vistazo. Le han dicho que llegará sano y salvo; por eso tiene tantas ganas de lanzarse hacia esa negrura: sabe por adelantado que no correrá ningún riesgo.
—¿Tú te lo crees? —preguntó Capodimonte, pasando las hojas del inventario.
—No.
Ni tampoco el hermano Capodimonte, pero no puso objeciones al papel que le habían adjudicado. Estaba presente en la reunión del Consejo cuando Vorst anunció sus sorprendentes intenciones, y había oído a Reynolds Kirby defender con gran elocuencia que se le permitiera partir al Fundador. La tesis de Kirby fue de lo más acertado, considerando el contexto de pesadillas que rodeaba todo el proyecto. Y la cápsula partiría, impulsada por el esfuerzo común de algunos muchachos de piel azul, y guiada a través de los cielos por las mentes dispersas de los espers de la Hermandad, y Noel Vorst jamás volvería a andar sobre la Tierra.
Capodimonte consultó sus listas:
Comida.
Ropas.
Libros.
Herramientas.
Equipo Médico.
Aparatos de comunicación.
Armas.
Fuentes de energía.
La expedición estaba convenientemente pertrechada para su aventura, pensó Capodimonte. Todo el proyecto podía ser una locura, o la mayor empresa llevada jamás a cabo por el hombre; el hermano Capodimonte no se decidía por una u otra posibilidad, pero de algo estaba seguro: la expedición estaba convenientemente pertrechada. El se había encargado de ello.
Era el día de la partida. El frío viento de invierno azotaba Nuevo México en aquel día de finales de diciembre. La cápsula se erguía en una llanura desértica, a dieciocho kilómetros del centro de investigaciones de Santa Fe. El paisaje que se extendía hasta el horizonte rebosaba de artemisa, enebros y pinos piñoneros, y el perfil de las montañas se alzaba a lo lejos. Aunque se hallaba bien aislado, Reynolds Kirby se estremeció cuando el viento asoló la llanura. Dentro de pocos días empezaría el año 2165, pero Noel Vorst no se quedaría para darle la bienvenida. Kirby todavía no se había acostumbrado a la idea.
Los impulsores de Venus habían llegado una semana antes. Eran veinte, y como vivir todo el tiempo en trajes respiratorios les perjudicaba, los vorsters habían erigido para alojarles un edificio rematado por una cúpula que reproducía en parte las condiciones ambientales de Venus; unos tubos bombeaban en su interior la inmundicia venenosa que estaban acostumbrados a respirar. Lázaro y Mondschein les acompañaron, y se encerraron con ellos en el edificio para ponerlo todo a punto.
Mondschein se quedaría después del acontecimiento para someterse a una revisión general en Santa Fe. Lázaro regresaría a Venus al cabo de dos días, pero antes se reuniría con Kirby en una mesa de conferencias para elaborar las cláusulas básicas de la nueva entente. Se habían encontrado brevemente sólo una vez, doce años atrás. Desde la llegada de Lázaro a la Tierra, Kirby había hablado en alguna ocasión con él, llegando a la conclusión de que no resultaría difícil alcanzar un acuerdo con el profeta armonista, pese a que era un hombre decidido y obstinado. Al menos, así lo esperaba.
Ahora, en la desolada llanura, los altos dirigentes de la Hermandad de la Radiación Inmanente se estaban congregando para contemplar la desaparición de su jefe. Kirby paseó la mirada a su alrededor y vio a Capodimonte, Magnus, Ashton, Langholt y muchos más, docenas de miembros integrados en los grados medios de la organización. Todos le miraban. No podían ver a Vorst, que ya se encontraba en la cápsula, junto con los demás miembros de la expedición. Cinco hombres, cinco mujeres y Vorst. Todos eran menores de cuarenta años, sanos, capacitados y resistentes. Y Vorst. Los aposentos del Fundador en la cápsula eran cómodos, pero era absurdo pensar que el viejo pudiera zambullirse en el universo de esta forma.
El supervisor Magnus, coordinador europeo, se colocó junto a Kirby. Era un hombre bajo y de rasgos afilados que, como la mayoría de dirigentes de la Hermandad, servía en sus filas desde hacía más de setenta años.
—Se va de verdad —dijo Magnus.
—Sí, pronto. No cabe duda.
—¿Has hablado con él esta mañana?
—Brevemente. Parece muy tranquilo.
—Parecía muy tranquilo cuando nos bendijo anoche. Casi alegre.
—Se quita un gran peso de encima. Tú también estarías alegre si fueras a volar hacia el cielo, desembarazándote de tus responsabilidades.
—Ojalá pudiéramos evitarlo.
Kirby se volvió y miró con franqueza al hombrecillo.
—Es necesario —dijo—. Debe ser así, de lo contrario el movimiento fracasaría en el momento de su mayor triunfo.
—Sí, ya oí tu discurso ante el Consejo, pero…
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