Robert Silverberg - Las puertas del cielo

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Es una Tierra del futuro, una Tierra agobiada por la superpoblación. En ella domina una religión, la de los vosters, que busca la inmortalidad a través de la ciencia. Y, sin embargo, los vosters, a pesar de su poder, no han logrado implantarse en Venus, coto cerrado de la herejía harmonista. Las dos religiones están enfrentadas, pero ¿podría relacionarse la resurrección del mártir Lázaro, fundador de los harmonistas, y la aspiración celestial de Vorst? ¿Podrían ambas religiones unidas abrir a los seres humanos las puertas del cielo?
Esta obra supuso para su autor, Robert Silverberg, la consagración como uno de los maestros de la ficción científica. La agilidad, la exultante fantasía, la solidez narrativa de Silverberg se manifiestan en ella con todo su esplendor.

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El proyecto sólo tenía dos defectos, y Vorst lo sabía:

No era probable que terminara con éxito.

Y, sobre todo, no era en absoluto necesario.

Sin embargo, no se le podía decir a un grupo de hombres abnegados que el trabajo de toda su vida carecía de sentido. Además, siempre existía la débil esperanza de que crearan artificialmente un impulsor, un telequinésico. Por lo tanto, Vorst se sintió obligado a presenciar la operación. Los hombres que trabajaban en el anfiteatro sabían que la presencia sobrenatural del Fundador estaba con ellos. Aunque no alzaban la vista hacia la galería donde se sentaba Vorst, sabían que el anciano marchito pero todavía vigoroso les sonreía con benevolencia, protegido de la fuerza de gravedad por la armazón de espuma trenzada que resguardaba sus viejos miembros.

El cristalino de sus ojos era sintético. Sus intestinos había sido fabricados a partir de polímeros. Su firme corazón provenía de un banco de órganos. Poco quedaba del primitivo Noel Vorst, salvo el cerebro, que estaba intacto pero sometido a lavados con los anticoagulantes que evitaban las apoplejías.

—¿Está cómodo, señor? —le preguntó el joven y pálido acólito que se hallaba a su lado.

—Perfectamente. ¿Y usted?

La pequeña broma de Vorst hizo sonreír al acólito. Sólo tenía veinte años, y se sentía muy orgulloso de que le hubiera tocado acompañar al Fundador en su paseo diario. A Vorst le gustaba verse rodeado de gente joven. El temor reverencial que despertaba en ellos era tremendo, por supuesto, pero lograban ser atentos y respetuosos sin canonizarle. En el interior de su cuerpo palpitaban las contribuciones de muchos jóvenes vorsters voluntarios: una película de tejido pulmonar de uno, una retina de otro, los ríñones de un par de gemelos. Era un hombre hecho de retazos, portador de la carne de su propio movimiento.

Los cirujanos se inclinaron sobre el cerebro expuesto. Vorst no podía ver lo que hacían. Una cámara encajada en un instrumento quirúrgico transmitía la escena a una pantalla situada al nivel de la platea, pero ni siquiera la imagen ampliada le permitía ver mucho más. Frustrado y aburrido, seguía manteniendo su mirada de vivo interés.

Apretó un botón comunicador que sobresalía en el brazo de la silla y habló en voz baja.

—¿Tardará en llegar el coordinador Kirby?

—Está hablando con Venus, señor.

—¿Con quién? ¿Con Lázaro o con Mondschein?

—Con Mondschein, señor. Le diré que venga en cuanto termine.

Vorst sonrió. El protocolo sugería que las negociaciones de alto nivel fueran llevadas a cabo a nivel administrativo, entre los ejecutivos, no entre los profetas. Por lo tanto, estaban hablando los lugartenientes: el Coordinador Hemisférico Reynolds Kirby en nombre de los Vorsters de la tierra y Christopher Mondschein por los armonistas de Venus. Pero llegaría el momento en que sería necesario cerrar el trato con una conferencia entre los dos seres más en armonía con la Unidad Eterna, y esto sería tarea de Vorst y Lázaro.

cerrar el trato

Un temblor agarrotó la mano derecha de Vorst. El acólito le observó atentamente, preparado para apretar botones hasta que el equilibrio metabólico del Fundador se recuperase. Vorst obligó a la mano a relajarse.

Estoy bien —insistió.

para abrir las puertas del cielo

Estaban ya tan cerca del final que todo empezaba a parecer un sueño. Un siglo de proyectos, de jugar al ajedrez con adversarios aún no nacidos, alzando un fantástico edificio de teocracia sobre la base de una única esperanza, débil y arrogante…

¿Era una locura el deseo de remodelar las pautas de la historia?, se preguntó Vorst.

¿Era una monstruosidad conseguirlo?

En la mesa de operaciones, la pierna del paciente se elevó sobre un mar de vendas y pateó el aire irregular y convulsivamente. Los dedos del anestesista volaron sobre su teclado, y el esper que se encontraba esperando la emergencia entró en silenciosa acción. Se produjo una gran actividad alrededor de la mesa.

En aquel momento, un hombre alto y de rostro curtido por la intemperie entró en la galería y saludó a Vorst.

—¿Cómo va la operación? —preguntó Reynolds Kirby.

—El paciente acaba de morir —contestó el Fundador—. Todo parecía marchar bien.

2

Kirby no había esperado mucho de la operación. Lo había discutido en profundidad con Vorst el día anterior; aunque no era científico, el coordinador intentaba mantenerse informado sobre los trabajos que se llevaban a cabo en el centro de investigaciones. La tarea de Kirby consistía en supervisar las numerosas actividades seculares del culto religioso que, en la práctica, gobernaba la Tierra. Hacía casi noventa años que Kirby se había convertido, y había sido testigo del crecimiento imparable del culto.

El poder político, a pesar de su utilidad, no era el objetivo de la Hermandad. La esencia del movimiento era su programa científico, centrado en las instalaciones de Santa Fe. En dicha ciudad se había construido, a lo largo de las décadas, una insuperable fábrica de milagros, financiada por las constribuciones económicas de miles de millones de vorsters esparcidos por todos los continentes. Y los milagros se habían producido. Los procesos de regeneración aseguraban una esperanza de vida de tres o cuatro siglos, o quizá más, para los recién nacidos; nadie estaría seguro de haber alcanzado la inmortalidad hasta pasados algunos milenios de prueba. La Hermandad ofrecía un razonable facsímil de vida eterna, pagando con creces la deuda contraída en el momento de su fundación, cien años antes.

El otro objetivo, las estrellas, había dado más problemas a la Hermandad.

El hombre estaba encerrado en el sistema solar a causa de la velocidad límite de la luz. Los cohetes de combustible químico y las naves de propulsión iónica tardarían demasiado. Era fácil llegar a Marte y Venus, pero no así a los inhospitalarios planetas exteriores, y el viaje de ida y vuelta a la estrella más próxima duraría unas cuantas décadas con la tecnología actual, nueve años como mínimo. Por lo tanto, el hombre había transformado Marte en un mundo habitable y se había transformado para poder vivir en Venus. Cavó minas en las lunas de Júpiter y Saturno, rindió visitas ocasionales a Plutón y envió robots a explorar Mercurio y los gigantes gaseosos. Y seguía mirando con desesperanza hacia las estrellas.

Las leyes de la relatividad gobernaban los movimientos de los cuerpos reales en el espacio real, pero no se aplicaban necesariamente a las circunstancias del mundo paranormal. En opinión de Noel Vorst, el único camino a las estrellas era el extrasensorial. Por eso había reunido espers de todas las variedades en Santa Fe, estimulando a lo largo de generaciones programas de reproducción y manipulación genéticas. La Hermandad había producido una interesante variedad de espers, pero ninguna con el talento de transportar cuerpos físicos por el espacio, mientras en Venus habían aparecido mutantes telequinésicos de forma espontánea, un irónico subproducto de la adaptación de la vida humana a dicho planeta.

Venus se encontraba fuera del control directo de los vorsters. Los armonistas de Venus contaban con los impulsores que Vorst necesitaba para saltar a la galaxia. Sin embargo, manifestaban escaso interés en colaborar con los vorsters en una expedición. Kirby llevaba semanas negociando con su homónimo de Venus, intentando alcanzar un acuerdo.

Entretanto, los cirujanos de Santa Fe no habían abandonado su sueño de crear impulsores terrestres, ahorrándose la eventual colaboración de los impredecibles venusinos. El proyecto de reordenamiento sináptico había llegado a la fase de experimentación con un ser humano.

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