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Robert Silverberg: La Faz de las Aguas

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Robert Silverberg La Faz de las Aguas

La Faz de las Aguas: краткое содержание, описание и аннотация

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil. es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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La faz de las Aguas

Robert Silverberg

A Charlie Brown, el foco del CENTRO…

y probablemente también con relación al tiempo.

Y la tierra estaba desordenada y sin forma, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.

GÉNESIS 1.2

El océano no tiene compasión, ni fidelidad, ni ley, ni memoria. Su inconstancia sólo puede ser obligada a la lealtad para con los propósitos del hombre mediante la resolución intrépida y la vigilancia insomne, en armas y celosa, en la cual, tal vez, existe siempre más odio que amor.

JOSEPH CONRAD, El espejo del mar

Había azul en lo alto y un azul diferente debajo, dos inmensos vacíos inaccesibles, y las naves parecía estar casi flotando suspendidas entre un vacío azul y el otro, sin tocar a ninguno de los dos, perfectamente calmas. Pero en realidad estaban sobre el agua, el medio al que pertenecían, y no por encima de ella, y avanzaban en forma constante. Llevaban ya cuatro días y cuatro noches alejándose sin parar de Sorve, navegando siempre hacia las lejanías del mar sin caminos.

A tempranas horas de la mañana del quinto día, Valben Lawler subió a la cubierta de la nave capitana. Cientos de hocicos largos y plateados asomaban del agua por todas partes. Aquello era algo nuevo. También el clima había cambiado: el viento había amainado y el mar estaba apacible, aunque no exactamente calmo, sino de una manera particularmente eléctrica, potencialmente explosiva. Las velas estaban flojas, las cuerdas pendían laxas. Una fina y nítida línea de niebla cortaba el cielo como un invasor proveniente de otra parte del mundo.

Lawler, alto y esbelto, de mediana edad y constitución y gracia atléticas, les sonrió a las criaturas que se hallaban en el agua. Eran tan feas que casi resultaban encantadoras. Siniestros brutos, pensó equivocadamente. Siniestros, sí; brutos, no. Había un escalofriante destello de inteligencia en sus desagradables ojos color escarlata. Una especie inteligente más, en aquel mundo que albergaba a tantas. Eran siniestros precisamente porque no eran brutos; y tenían un aspecto muy peligroso: esas cabezas estrechas, esos cuellos tubulares estirados. Parecían enormes gusanos metálicos que asomaban fuera del agua. Esas fauces, obviamente diestras; esos dientes pequeños y agudos como los de una sierra, hileras de ellos brillando al sol. Tenían un aspecto tan total e inequívocamente malévolo que uno no podía hacer más que admirarlos.

Lawler jugó durante un momento con la idea de saltar por encima de la borda y chapotear entre ellos. Se preguntó cuánto tiempo podría durar si hacía eso: cinco segundos era lo más probable. Y luego la paz, la paz eterna.

Era una idea bella y perversa, una pequeña y breve fantasía suicida. Pero, claro está, no lo pensaba seriamente. Lawler no pertenecía al tipo suicida —o ya lo hubiera llevado a cabo mucho tiempo antes—, y de todas formas en aquel momento estaba químicamente aislado contra la depresión, la ansiedad y otras desagradables cosas por el estilo. Cuánto agradecía ahora el pequeño trago de tintura de alga insensibilizadora que había tomado al levantarse. Aquella droga le proporcionaba, al menos durante algunas horas, una fina chaqueta impermeable de calma que le permitía mirar a los ojos a un grupo de monstruos dientudos como aquéllos, y sonreír. Ser un médico —ser el médico, el único de la comunidad— reportaba ciertas ventajas.

Lawler advirtió junto al trinquete la presencia de Sundria Thane, inclinada por encima de la barandilla de borda. Al contrario que Lawler, la mujer larguirucha de cabellos oscuros era una experimentada viajera oceánica; había realizado muchos viajes interesantes que incluso la habían obligado a atravesar grandes distancias. Ella conocía el mar; él estaba fuera de su elemento.

—¿Has visto antes cosas como ésas? —le preguntó él.

Ella levantó los ojos.

—Son drakkens. Unos bichos muy feos, ¿no crees? Inteligentes y rápidos. Te tragarían entero si les dieras oportunidad. Es una suerte para nosotros que estemos aquí arriba y no ahí abajo.

—Drakkens —repitió Lawler—. Nunca había oído hablar de ellos.

—Son septentrionales. No se los ve a menudo en aguas tropicales, ni en este mar en particular. Supongo que querían tomarse unas vacaciones.

Los hocicos dientudos, tan largos como la mitad de un brazo, se erguían como un bosque de espadas en la superficie del agua. Lawler tuvo atisbos de sus costilludos cuerpos más abajo, brillando como metal bruñido, colgando en las profundidades. Ocasionalmente, la cola horizontal o una de sus poderosas garras palmeadas asomaba al exterior. Los ojos —del rojo de las llamas— le devolvían la mirada con inquietante intensidad. Las criaturas hablaban entre ellas con tonos agudos y vocingleros, un conjunto de gritos cortos, agudos y duros, un sonido como el que produciría un machete al golpear contra un yunque.

Gabe Kinverson apareció de pronto y se acercó a la barandilla de cubierta, ocupando el sitio que quedaba entre Lawler y Thane. Kinverson, moreno e inmenso, con un rostro franco y curtido por el viento, llevaba consigo las herramientas de su oficio: sedal, un montón de anzuelos y una caña de pescar de madera de fuco.

—Drakkens —musitó—. Vaya unos bastardos. Una vez regresaba con un leopardo marino de diez metros atado a mi barca, y cinco drakkens se lo comieron justo debajo de mis narices. No hubo nada que yo pudiera hacer.

Kinverson cogió un perno de madera roto y lo arrojó al agua. Los drakkens convergieron en el mismo punto y se lanzaron hacia ella como si se tratara de un cebo, saliendo fuera del agua hasta las aletas mientras le tiraban mordiscos y lanzaban furiosos gritos. Luego la dejaron hundirse hasta desaparecer.

—No pueden saltar a bordo, ¿verdad? —preguntó Lawler.

Kinverson se echó a reír.

—No, doctor. No pueden subir a bordo; y eso es una suerte para nosotros.

Los drakkens —puede que hubiera unos trescientos de ellos— nadaron junto a los barcos durante un par de horas, manteniendo el ritmo con facilidad mientras hendían el aire con sus perversos hocicos, con su constante corriente de comentarios. Pero se marcharon a media mañana; abruptamente se deslizaron al interior de las aguas, todos al mismo tiempo, y no volvieron a aparecer.

Poco tiempo después se levantó el viento. La tripulación de guardia aquel día se movía diligentemente por la arboladura. A lo lejos, hacia el norte, una pequeña formación negra de tormenta y lluvia se condensó en forma de fina capa de aspecto sucio, y dejó caer una oscura cortina de precipitación que parecía no llegar del todo al agua. En las vecindades de los barcos el aire permanecía claro y seco, aunque tenía algo de crujiente.

Lawler se retiró bajo cubierta. Allí tenía trabajo aguardándolo, aunque nada demasiado importante. Neyana Golghoz tenía una ampolla en la rodilla; Leo Martello presentaba quemaduras de sol en los hombros; el padre Quillan se había magullado un codo al caerse de la litera. Cuando hubo acabado con todo eso, llevó a cabo las habituales llamadas por radio a las otras naves para ver si había surgido algún problema de tipo médico. Por fin, alrededor de mediodía se dirigió a cubierta para respirar un poco. Nid Delagard, el dueño de la flota y líder de la expedición, estaba conferenciando con Gospo Struvin, capitán de la nave, justo fuera de la cabina del timón. Las carcajadas de ambos recorrían la totalidad del barco. Ambos eran de la misma clase: hombres rechonchos y de cuello grueso, testarudos e impíos, llenos de estridente energía.

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