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Robert Silverberg: La Faz de las Aguas

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Robert Silverberg La Faz de las Aguas

La Faz de las Aguas: краткое содержание, описание и аннотация

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil. es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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Sus piernas cortas y achaparradas eran obviamente aletas adaptadas, y también los brazos eran del tipo de las aletas; pequeños miembros gruesos y poderosos que mantenían muy pegados a los lados del cuerpo. Las manos, equipadas con tres dedos largos y un pulgar opuesto, eran extraordinariamente anchas y se convertían naturalmente en pequeños cuencos, apropiados para empujar grandes volúmenes de agua. Por algún inverosímil y sorprendente acto de redefinición, los ancestros de aquellos seres habían salido del mar millones de años antes y se habían construido hogares-isla tejidos con materiales marinos y protegidos con barricadas muy elaboradas para protegerlos de las constantes oleadas de marea que recorrían el planeta. Sin embargo, continuaban siendo criaturas del océano.

Lawler avanzó para acercarse a los gillies tanto como se atrevía y, mediante gestos, dijo:

Soy-Lawler-el-médico.

Par hablar, los gillies se valían del procedimiento de apretar con los brazos los costados de sus cuerpos para hacer salir el aire a presión por unas hendiduras profundas en forma de agallas que tenían en el pecho; producían tonos ascendentes de tipo orgánico. Los humanos nunca habían encontrado la manera de imitar los sonidos de los gillies de forma tal que éstos les entendieran, y los gillies no habían demostrado interés alguno en aprender la lengua humana. Sin embargo, hacía falta alguna forma de comunicación entre ambas especies, por lo que través de los años se había desarrollado un idioma de signos. Los gillies les hablaban a los humanos en gillie; los humanos respondían con signos.

El gillie que había hablado antes repitió el gruñido, y agregó un sonido sibilante y sorbente particularmente hostil. Levantó las aletas de una forma que Lawler reconoció como postura de enojo. No, no de enojo, sino de ira. Ira extremada. Caramba, pensó Lawler. ¿Qué ocurre? ¿Qué he hecho yo?

No había duda alguna acerca de la furia del gillie. Ahora estaba haciendo pequeños movimientos de barrido con las aletas que parecían decir lisa y llanamente:

—Lárgate, desaparece, quita tu culo de aquí, rápido.

Perplejo, Lawler dijo por señas:

No-quiero-molestar. Vengo-a-conversar.

Nuevamente el gruñido, más fuerte, más profundo. Reverberó en el suelo del sendero y Lawler sintió la vibración en las plantas de los pies.

Se sabía que los gillies habían llegado a matar a algunos humanos que los habían irritado, e incluso a otros que no lo habían hecho: una inoportuna propensión ocasional a la violencia inexplicable. No parecía ser deliberado; se trataba más bien de un irritado revés de aleta, una veloz patada despreciativa, un pisotón desconsiderado. Ellos eran muy grandes y fuertes, y no parecían comprender o preocuparse de cuan frágiles podían ser los cuerpos de los seres humanos.

El otro gillie, el más grande de los dos, dio uno o dos pasos en su dirección. Su respiración le llegó pesada, sibilante e insociable. Le echó a Lawler una mirada que él interpretó como de reservada hostilidad distraída. Lawler expresó sorpresa y consternación; luego volvió a indicar cordialidad. Hizo señas de que continuaba ansioso por hablar.

Los feroces ojos del primer gillie relumbraban con una ira inequívoca.

—Fuera. Vete. Márchate.

No existía ambigüedad alguna. Era inútil intentar llevar a cabo cualquier parlamento pacificador. Estaba claro que no lo querían en las cercanías de su planta energética. Muy bien, pensó. Hacedlo a vuestra manera.

Nunca antes había sido expulsado de aquella manera por los gillies; pero tomarse el tiempo necesario para recordarles quién era él, o que su padre les había sido de gran utilidad en otra época, constituiría una estupidez peligrosa. Un golpe de aquella aleta lo arrojaría a la bahía con la columna rota.

Retrocedió mirándolos atentamente y con la intención de saltar al agua de espaldas si hacían algún movimiento contra él, pero los gillies se quedaron donde estaban, mirándolo fijamente mientras él ejecutaba su prudente retirada. Cuando alcanzó nuevamente el sendero principal, ambos se volvieron y entraron en el edificio.

Le daban demasiada importancia, pensó Lawler, pero aquel extraño rechazo le escocía profundamente. Se quedó durante un rato junto a la barandilla que daba a la bahía, para permitir que la tensión de aquel encuentro disminuyera en su interior. La idea del plan de negociar un trato hydrano-humano —ahora lo veía con demasiada claridad— había sido un mero disparate romántico. Salió silbando de la mente de Lawler como el vapor que era, y una rápido azoramiento provocó olas de calor que le recorrieron la piel durante un instante.

Pues bueno, regresaría a su vaargh a esperar la mañana, supuso. Entonces una rasposa voz de bajo sonó a sus espaldas.

—¿Lawler?

Cogido por sorpresa, se volvió bruscamente, con el corazón golpeándole fuertemente dentro del pecho. Miró con los ojos entrecerrados hacia la grisácea oscuridad. Apenas pudo distinguir la silueta de un hombre bajo y rechoncho con una espesa melena de cabello grasiento, que se hallaba de pie a unos diez metros de él hacia el interior de la isla.

—¿Delagard? ¿Eres tú?

El hombre rechoncho avanzó. Delagard, sí. El autodenominado líder de la isla, el principal promotor e innovador. ¿Qué demonios hacía acechando por allí a aquella hora?

Delagard tenía siempre el aspecto de estar en algo poco claro, incluso cuando no era así. Era bajo aunque no pequeño, con un poderoso cuerpo de torso corto, cuello grueso, hombros pesados, barrigón. Llevaba una túnica malaya que le dejaba el pecho descubierto, larga hasta los tobillos. Incluso en la oscuridad, la tela brillaba en luminosos pliegues de colores escarlata, turquesa y rosa vivo. Delagard era el hombre más rico del asentamiento, más allá de lo que tal cosa significara en un mundo en el que el mismo dinero carecía de sentido, donde apenas había algo en lo que poder gastarlo. Había nacido en Hydros igual que Lawler, pero poseía negocios en varias islas y se movía mucho. Era unos cuantos años mayor que él; probablemente tenía cerca de cincuenta.

—Has salido a pasear bastante temprano, doctor —dijo Delagard.

—Lo hago muy a menudo, tú lo sabes —la voz de Lawler estaba más tensa de lo habitual—. Es una buena hora del día.

—Si a uno le gusta estar solo, sí —Delagard hizo un gesto en dirección a la planta energética—. Viniste a ver cómo iba, ¿verdad?

Lawler se encogió de hombros. Se mataría antes que permitir que Delagard tuviera la más mínima sospecha de la exagerada fatuidad heroica en cuya creación había pasado aquella larga noche.

—Me han dicho que estará funcionando para mañana —dijo Delagard.

—He estado oyendo decir eso desde hace una semana.

—No, no; mañana la tendrán funcionando realmente, después de todo el tiempo que ha pasado. Ya han conseguido generar electricidad, aunque de muy baja tensión, y hoy la harán funcionar a pleno rendimiento.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé —dijo Delagard—. Yo no les gusto, pero de todas formas me cuentan cosas. En el curso de los negocios, ya me entiendes.

Se acercó a Lawler, se puso junto a él y agarró la barandilla del dique marítimo de una forma vigorosa y confiada, como si aquella isla fuera su reino y la barandilla su cetro.

—Todavía no me has preguntado por qué estoy fuera de la cama tan temprano —encaró Delagard.

—No, es verdad.

—Te estaba buscando, ésa es la causa. Primero fui a tu vaargh, pero no estabas. Luego miré hacia la parte baja y vi que alguien caminaba por el sendero y se dirigía hacia aquí; imaginé que podías ser tú, y vine, donde me he encontrado con que estaba en lo cierto.

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