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Robert Silverberg: La Faz de las Aguas

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Robert Silverberg La Faz de las Aguas

La Faz de las Aguas: краткое содержание, описание и аннотация

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil. es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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Por lo visto, se los podía hacer trabajar hasta la muerte.

Masajeó desesperadamente al que aún no había muerto, con la lejana esperanza de hacer salir el nitrógeno de sus tejidos. Durante un momento los ojos de la bestia se animaron, y profirió cinco o seis palabras en la lengua gutural de los buzos. Lawler no hablaba aquel idioma, pero las palabras de la criatura eran bastante fáciles de interpretar como: «dolor, pesar, tristeza, pérdida, desesperación». Luego sus ojos ambarinos se pusieron vidriosos y volvió a quedar en silencio.

—Los buzos están adaptados para vivir en el océano profundo —dijo Lawler, mientras continuaba masajeándolo—. Cuando se los deja solos son lo suficientemente inteligentes como para no pasar de una zona de presión a otra con demasiada rapidez, para poder eliminar los gases. Todas las criaturas marinas saben eso, por tontas que sean. Una esponja sabría eso, así que para qué hablar de un buzo. ¿Cómo fue que estos tres subieron a la superficie tan rápidamente?

—Fueron izados por la grúa —dijo Delagard, lastimosamente—. Estaban en la red y no lo supimos hasta que llegó a la superficie. ¿Hay algo, cualquier cosa, que puedas hacer para salvarlos, doctor?

—El del otro extremo también está muerto. A éste le quedan probablemente cinco minutos. Lo único que puedo hacer es romperle el cuello para aliviarle el sufrimiento.

—Jesús.

—Sí, Jesús. Vaya una mierda de asunto.

Sólo llevó un instante, un golpe rápido. Después Lawler se detuvo durante un momento, con los hombros caídos hacia adelante, respirando profundamente y sintiéndose aliviado ahora. Luego salió del tanque, se sacudió y volvió a envolver la tela de lechuga marina en torno a su cintura. Lo que necesitaba ahora, y lo necesitaba con urgencia, era un trago de tintura de alga y un buen baño, después de haber estado en el tanque con aquellas bestias agonizantes. Pero ya había agotado su cuota de baños de la semana. Tendría que conformarse con echarse a nadar dentro de un rato. Sin embargo, sospechaba que le haría falta algo más para sentirse nuevamente limpio después de lo visto esa mañana.

Le echó una mirada penetrante a Delagard.

—Éstos no son los primeros a los que les pasa esto, ¿verdad?

El hombre rechoncho no lo miró a los ojos.

—No.

—¿Es que no tienes sensatez alguna? Ya sé que no tienes conciencia, pero al menos podrías tener un poco de sensatez. ¿Qué les ocurrió a los otros?

—Murieron.

—Ya lo supongo. ¿Qué hiciste con los cuerpos?

—Hice comida con ellos.

—Maravilloso. ¿Cuántos fueron?

—Ocurrió hace algún tiempo. Cuatro, cinco… no estoy seguro.

—Eso probablemente significa diez. ¿Se enteraron los gillies de ello?

El «sí» de Delagard fue el sonido audible más leve que podía proferir un hombre.

—Sí —lo imitó Lawler—. Por supuesto que se enteraron. Los gillies siempre se enteran cuando jodemos a la fauna local. ¿Qué dijeron?

—Me hicieron una advertencia —respondió con voz un poco más alta, en el tono de susurro malhumorado de un escolar travieso.

Aquí lo tenemos, pensó Lawler. Por fin, aquí está el núcleo del problema.

—¿Qué es lo que te advirtieron? —preguntó.

—Que no utilizara nunca más a los buzos en mis operaciones.

—Pero lo has hecho, según parece. ¿Por qué demonios volviste a utilizarlos si ellos te advirtieron que no lo hicieras?

—Cambiamos el método. No pensamos que fuera a haber ningún problema —algo de energía volvió a la voz de Delagard—. Oye, Lawler, ¿sabes lo valiosas que pueden ser esas pepitas de mineral? ¡Podrían revolucionar completamente nuestra existencia en este jodido charco! ¿Cómo iba yo a saber que los buzos iban a meterse directamente en la condenada red de la grúa? ¿Cómo podía imaginar que se quedarían en el interior después de que diéramos la señal de izarla?

—Ellos no se quedaron en la red. Debieron de enredarse en ella. Los animales submarinos inteligentes no se quedan en una red que se eleva rápidamente desde cuatrocientos metros de profundidad.

Delagard lo miró con ferocidad desafiante.

—Bueno, pues así fue. Por qué, no lo sé —la ferocidad desapareció y volvió a dirigirle a Lawler aquella mirada dedicada al hacedor de milagros, con los ojos levantados hacia él, implorantes. ¿Aún ahora tenía esperanzas?—. ¿No había nada que tú pudieras hacer para ayudarlos, Lawler? ¿Nada en absoluto?

—Oh, por supuesto que sí. Había muchísimas cosas que hubiera podido hacer. Lo único que ocurre es que no estaba de humor, supongo.

—Perdona. He dicho una tontería —Delagard parecía casi avergonzado; continuó con voz ronca—. Ya sé que has hecho todo lo que podías. Mira, si puedo enviar a tu vaargh algo a modo de pago, una caja de brandy de algas, quizá, o algunas buenas cestas, o embutidos para una semana…

—El brandy —dijo Lawler—. Eso será lo más apropiado. Podré emborracharme y olvidar todo lo que he visto aquí —cerró los ojos durante un instante—. Los gillies están enterados de que has tenido aquí toda la noche a tres buzos agonizantes.

—¿Lo están? ¿Cómo es posible que tú sepas eso?

—Porque me encontré con algunos cuando estaba paseando por el dique marítimo, y prácticamente me arrancaron la cabeza de un mordisco. Espumajeaban de furia. ¿Es que no viste cómo me echaban?

Delagard, con el rostro repentinamente ceniciento, denegó con la cabeza.

—Bueno, pues lo hicieron; y yo no había hecho nada excepto quizá acercarme demasiado a la planta energética. Sin embargo, nunca antes habían dicho que la planta fuera territorio prohibido, por lo que tuvo que ser a causa de esto.

—¿Tú lo crees así?

—¿Qué otra cosa pudo ser?

—En ese caso, siéntate. Tenemos que hablar, doctor.

—Ahora no.

—¡Escúchame!

—No quiero escucharte, ¿de acuerdo? Y no puedo quedarme aquí más tiempo; tengo otras cosas que hacer. Probablemente tenga gente esperando en mi vaargh. Demonios, ni siquiera he desayunado.

—Doctor, espera un segundo. Por favor.

Delagard lo sujetó, pero Lawler se lo sacudió de encima. El aire húmedo del cobertizo, matizado por el olor dulzón de la descomposición de los cuerpos, lo estaba mareando. La cabeza comenzaba a darle vueltas. Incluso un médico tiene sus límites; rodeó a Delagard que lo miraba con la boca abierta, y salió al exterior. Se detuvo en la puerta y se balanceó durante unos instantes con los ojos cerrados mientras respiraba profundamente y escuchaba los gruñidos de su estómago vacío y el crujir del embarcadero debajo de los pies, hasta que la repentina náusea lo abandonó.

Escupió algo seco y verdoso; miró el esputo con el entrecejo fruncido. Jesús… Vaya una forma de comenzar la mañana.

El alba había llegado ya, y estaba en toda su plenitud. Por estar Sorve tan cerca del ecuador, el sol se elevaba rápidamente por encima del horizonte cada mañana, y se precipitaba de la misma forma abrupta al anochecer. Aquella mañana había un cielo insólitamente magnífico. La bóveda celeste estaba cruzada por listas de color rosa vivo, salpicadas por matices anaranjados y turquesas. A Lawler le parecía que la túnica de Delagard estuviera allá arriba. Se había calmado en cuanto hubo salido de la choza al aire fresco del mar, pero ahora sentía que una nueva ola de furor se agitaba dentro de él y provocaba malas resonancias en sus entrañas; desvió la vista hacia sus pies mientras volvía a respirar profundamente. Lo que necesitaba hacer, se dijo, era llegar a casa. A casa y al desayuno, y tal vez una o dos gotas de tintura; luego comenzaría la jornada diaria.

Comenzó a subir la cuesta. En el interior de la isla la gente ya estaba levantada y moviéndose por los alrededores. Allí nadie dormía mucho después del alba. La noche era para dormir y el día para trabajar. A lo largo del camino de regreso a su vaargh —para esperar a que llegara el grupo de genuinos enfermos y quejosos crónicos de aquella mañana—, Lawler encontró y saludó a un buen porcentaje de la población humana de la isla. Allí, en el estrecho rincón en el que vivían los hombres, todo el mundo estaba constantemente amontonado.

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