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Robert Silverberg: La Faz de las Aguas

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Robert Silverberg La Faz de las Aguas

La Faz de las Aguas: краткое содержание, описание и аннотация

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil. es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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»Me pregunto cómo será eso de caminar y caminar durante días sin ver ni una vez grandes extensiones de agua, o estar siempre sobre una superficie dura, no en una isla, sino en un continente enorme donde uno no puede ver desde una punta a otra del lugar en el que vive, una gigantesca masa de tierra que tiene ciudades, montañas y ríos encima. Me gustaría saber cómo son los árboles, los pájaros, las flores. Me interrogo acerca de la Tierra, ¿sabe? A veces sueño que todavía existe, que en realidad estoy en ella respirando su aire y sintiendo el suelo bajo mis pies; sueño que se me mete debajo de las uñas. No hay ni una partícula de tierra en todo Hydros; ¿se da cuenta de eso? Sólo la arena del fondo del mar.

Lawler dirigió una rápida mirada a las manos del sacerdote, a sus uñas, como si todavía pudiera tener restos de la tierra negra de Alborada. Los ojos de Quillan siguieron la dirección de los de Lawler y sonrió, pero no dijo nada.

—El otro día lo oí a usted cuando hablaba con Delagard en el centro comunitario —dijo Lawler—, acerca del planeta en el que vivió antes de llegar aquí, y todavía recuerdo cada una de las palabras que dijo. Cómo las tierras de aquel lugar parecían continuar infinitamente, primero praderas y luego montañas y un desierto al otro lado de las montañas. Y durante todo ese tiempo permanecí sentado allí, mientras intentaba imaginar qué aspecto tendrían realmente todas aquellas cosas; pero, por supuesto, yo nunca lo sabré. Desde aquí no podemos ir a otros mundos, ¿eh? Para nosotros daría lo mismo que no existieran. Y puesto que en Hydros cada lugar es igual a todos los demás lugares, no me siento tentado de viajar por aquí.

—En efecto —dijo Quillan con gravedad. Pasado un momento, agregó—. Sin embargo, eso no es típico, ¿no cree?

—¿Típico de quién?

—De la gente que vive en Hydros. Me refiero a no viajar nunca a ninguna parte.

—Algunos son viajeros. Les gusta cambiar de isla cada cinco o seis años. Otros no son así. Yo diría que la mayoría no son así. En todo caso, yo soy uno de los que prefieren quedarse.

Quillan meditó durante un momento sobre aquello.

—En efecto —repitió, como si estuviera procesando algún dato complicado.

Parecía haber agotado su lista de preguntas por el momento y estar a punto de pronunciar una conclusión importante. Lawler lo observaba sin mayor interés, mientras esperaba amablemente oír cualquier otra cosa que quisiera decirle, pero pasó un largo rato y Quillan continuó en silencio. Resultaba evidente que, después de todo, no tenía nada más para decir.

—Bueno —comentó Lawler—, creo que es hora de abrir la tienda —y comenzó a andar sendero arriba en dirección a los vaarghs.

—Espere —pidió Quillan.

Lawler se volvió para mirarlo.

—¿Sí?

—¿Se encuentra usted bien, doctor?

—¿Por qué? ¿Le parece que tengo aspecto de estar enfermo?

—Parece estar algo trastornado —respondió Quillan—. No es normal ese aspecto en usted. Cuando lo conocí tuve la impresión de que era usted un hombre que se limitaba a vivir su vida día a día, hora a hora, y que sabía tomarse las cosas de la mejor manera. Pero esta mañana tiene usted un aspecto diferente, de alguna forma. Esa exposición suya acerca de otros mundos… no sé. No parece algo propio de usted. Por supuesto, yo no puedo decir que lo conozca realmente…

Lawler le dirigió al sacerdote una mirada defensiva. No tenía ganas de hablarle de los tres buzos muertos en el cobertizo.

—He tenido unas cuantas cosas en la cabeza la pasada noche. No he dormido mucho, pero no me había dado cuenta de que fuera evidente.

—Yo soy bastante bueno para ver esas cosas; no requiere demasiado esfuerzo —dijo Quillan con una sonrisa. Sus pálidos ojos azules, habitualmente remotos e incluso velados, parecieron insólitamente penetrantes en aquel preciso momento—. Oiga, Lawler, si quiere hablar conmigo de cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, a cualquier hora, simplemente descargar su pecho…

Lawler sonrió abiertamente y se señaló el pecho, que llevaba desnudo.

—Es obvio que aquí no hay nada, ¿verdad?

—Ya sabe a qué me refiero —dijo Quillan.

Durante un momento algo pareció pasar entre ellos, una especie de tensión crepitante, un enlace que Lawler no deseaba ni disfrutó. Entonces el sacerdote volvió a sonreír afablemente —demasiado afablemente, una sonrisa deliberadamente benigna, suave y vaga— con la deliberada intención de crear distancia entre ambos. Levantó una mano con un gesto que podría haber sido de bendición, o tal vez de tristeza, asintió, se volvió y se alejó.

3

Al acercarse a su vaargh, Lawler vio que una mujer de largos cabellos lacios y negros lo estaba esperando en el exterior. Una paciente, supuso. Ella tenía la cara vuelta en la dirección opuesta, por lo que él no estaba seguro de la identidad de su visitante. Al menos cuatro de las mujeres de Sorve tenían el cabello así.

Había treinta vaarghs en el grupo en el que vivía Lawler, y otras sesenta más o menos —no todas habitadas— más abajo, cerca del extremo de la isla. Eran estructuras grises e irregulares, asimétricas pero de forma vagamente piramidal; huecas por dentro, del doble de la altura de un hombre y acabadas en un vértice romo. Cerca de la cima tenían abiertos agujeros a modo de ventanas, orientados en un ángulo tal que la lluvia sólo pudiera penetrar durante las tormentas más torrenciales, e incluso así con dificultad. Estaban hechas con una celulosa arrugada, tosca y áspera —algo extraído del mar; ¿de qué otro sitio si no del mar?—, evidentemente mucho tiempo antes.

Aquel material era notablemente sólido y duradero. Si uno golpeaba una vaargh con un palo, sonaba como una campana metálica. Los primeros colonos las habían encontrado ya construidas al llegar, y las habían utilizado como alojamiento temporal; pero eso había ocurrido más de cien años antes, y los isleños aún vivían en ellas. Nadie sabía por qué estaban allí.

Había grupos de vaarghs en casi todas las islas. Quizá se tratara de los nidos abandonados de alguna criatura extinguida, que una vez había compartido la isla con los gillies. Éstos vivían en moradas de una naturaleza completamente distinta, unos refugios precarios de algas que desechaban y reemplazaban cada pocas semanas, mientras que estas otras casas parecían tan cerca de lo imperecedero como ninguna otra cosa en aquel mundo acuático. «¿Qué son?», habían preguntado los primeros colonos, y los gillies habían respondido simplemente: «Son vaarghs». Qué significaba «vaarghs» era algo que nadie sabía. Comunicarse con los gillies, incluso ahora, era una cuestión que dependía de la casualidad.

Cuando Lawler se acercó más, advirtió que la mujer era Sundria Thane. También ella era nueva en Sorve; una joven seria de elevada estatura que había arribado algunos meses antes procedente de la isla de Kentrup como pasajera de uno de los barcos de Delagard. Su profesión era mantenimiento y reparación —barcos, redes, maquinaria, cualquier cosa—, pero el auténtico campo de sus intereses parecía ser el estudio de los hydranos. Lawler había oído decir que ella era experta en la cultura, la biología y todos los aspectos de la vida de éstos.

—¿He llegado demasiado temprano? —preguntó.

—No, si no lo cree así. Entre.

La entrada de la vaargh de Lawler era una hendidura de forma triangular abierta en una pared, como una puerta para gnomos. Él se agachó y deslizó al interior. Ella también se agachó para seguirlo, tenía casi su misma estatura. La mujer parecía tensa, reservada, preocupada.

La pálida luz de la mañana entraba oblicuamente en la vaargh. El interior estaba dividido en tres habitaciones, todas pequeñas y de ángulos agudos, con finos tabiques hechos del mismo material que el exterior: el consultorio médico, el dormitorio y una antecámara que utilizaba como sala de espera.

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