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Robert Silverberg: La Faz de las Aguas

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Robert Silverberg La Faz de las Aguas

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil. es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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La mayoría de aquellos a los que saludó eran personas a las que conocía desde hacía décadas. Prácticamente toda la población de Sorve había nacido en Hydros, y más de la mitad de ellos habían nacido y se habían criado en la isla misma, como Lawler. Así pues, la mayoría de ellos eran personas que nunca habían escogido pasar la totalidad de sus vidas en aquella bola de agua alienígena, pero lo estaban haciendo de todas formas porque no tenían alternativa. La lotería de la suerte les había dado simplemente un billete para Hydros en el momento de nacer; y cuando uno se encontraba en Hydros no podía salir nunca más porque allí no había puertos espaciales; no había forma de marcharse del planeta excepto la muerte.

Nacer allí era como una cadena perpetua. Era algo extraño el no tener elección alguna acerca del mundo en el que uno quería vivir, en medio de una galaxia plagada de planetas habitables y mundos inhabitados. Pero también estaban los demás, los que habían caído a plomo desde el espacio exterior en una cápsula, que habían tenido elección, que habrían podido ir a cualquier otra parte del Universo y sin embargo habían escogido aquélla, aun sabiendo que no había forma de salir de allí. Eso era todavía más extraño.

Dag Tharp manejaba la radio, hacía trabajos dentales al margen y a veces trabajaba como anestesista de Lawler. Fue el primero con el que se cruzó; era un hombre menudo y anguloso, de rostro rojo y aspecto frágil, una gran nariz afilada y ganchuda que nacía entre sus dos ojillos y una boca casi descarnada; todo sobre un cuello flaco. Detrás de él vino Sweyner, el fabricante de herramientas y soplador de vidrio: un anciano pequeño, nudoso y curtido; igual que su nudosa y curtida esposa, que parecía su hermana gemela. Algunos de los nuevos colonos sospechaban que así era, pero Lawler conocía bien la historia. La esposa de Sweyner era prima en segundo grado de Lawler, y Sweyner no estaba emparentado con él ni con ella en absoluto. Los Sweyner, como los Tharp, eran nacidos en Hydros y nativos de Sorve. Era algo un poco irregular eso de casarse con una mujer de la propia isla natal, como había hecho Sweyner, y eso, junto con el parecido físico que había entre ellos, había provocado los rumores.

Lawler ya estaba cerca de la alta loma de la isla, la terraza principal. Una ancha rampa de madera conducía hasta ella. No había escalera alguna en Sorve; las piernas rechonchas de los gillies no estaban diseñadas para subir escaleras. Lawler trepó por la rampa a buen paso y salió a la terraza, una extensión plana, dura y rígida de fibras amarillas de bambú marino de unos cincuenta metros de diámetro, barnizado con savia de sepeltana y apoyado sobre un entramado de gruesas vigas negras de madera de fuco. La larga y estrecha carretera central de la isla la atravesaba. Un desvío a la izquierda conducía a la parte de la isla en la que vivían los gillies, y otro a la derecha llevaba al pueblo de cabañas de los humanos. Lawler cogió el desvío de la derecha.

—Buenos días, doctor, señor —murmuró Natim Gharkin a unos veinte pasos por delante de él en el sendero, mientras se apartaba a un lado para dejar pasar a Lawler.

Gharkin había llegado a Sorve hacía unos cuatro o cinco años, procedente de otra isla. Era un hombre de mirada y rostro suaves, con una piel lisa y oscura; aún no había conseguido encajar en la vida de la comunidad de ninguna forma significativa. Era un recolector de algas; bajaba por el sendero para pasarse el día cosechando algas marinas en las aguas someras. Eso era lo único que hacía.

La mayoría de los seres humanos de Hydros se dedicaban a varias ocupaciones: con una población tan reducida como aquélla, era necesario que la gente tuviera varias destrezas. Pero Gharkin no parecía preocuparse por ello. Lawler no sólo era el médico de la isla, sino además el farmacéutico, el meteorólogo, el enterrador y —al menos eso parecía pensar Delagard— el veterinario. Gharkin, sin embargo, era recolector de algas y nada más. Lawler pensaba que era nacido en Hydros, pero no estaba seguro porque aquel hombre daba a conocer muy raramente algún dato sobre sí mismo. Gharkin era la persona más humilde que Lawler hubiera conocido jamás; calmo, paciente y diligente, amistoso pero insondable, era una vaga presencia silenciosa y no mucho más.

Intercambiaron sonrisas automáticas y pasaron el uno junto al otro.

Luego pasaron en hilera las mujeres, vestidas todas con túnicas verdes sueltas: las encabezaban las hermanas Halla, Mariam y Thecla, que un par de años antes habían formado una especie de convento en el extremo bajo de la isla. Lo habían instalado más allá de los terrenos de los artesanos que trabajaban con desechos, donde se almacenaban huesos de todas clases para ser procesados y convertidos en cal y luego en jabón, tinta, pintura o químicos destinados a cientos de usos. Habitualmente no estaban allí más que los artesanos; las hermanas, que vivían más allá del osario, estaban a salvo de ser molestadas. Pero, a pesar de todo, era un sitio extraño para escogerlo como lugar de residencia. Desde que habían instalado su convento, las hermanas habían tenido tan pocos tratos con los hombres como les era posible. A aquellas alturas la congregación estaba formada por once mujeres, alrededor de un tercio de las humanas de Sorve; aquél era un acontecimiento curioso, único en la corta historia de la isla. Delagard estaba lleno de especulaciones lascivas acerca de lo que ocurría allí abajo. Muy probablemente estaba en lo cierto.

—Hermana Halla —dijo Lawler, mientras saludaba con un gesto a cada una—. Hermana Mariam. Hermana Thecla.

Ellas lo miraron como si hubiera dicho algo sucio. Lawler se encogió de hombros y prosiguió su camino.

La principal reserva de agua estaba un poco más arriba. Se trataba de un tanque de cincuenta metros de diámetro por tres de alto, construido con cañas de bambú marino barnizadas y atadas con aros de algas de color naranja brillante; lo habían calafateado con la brea que se extraía de los pepinos acuáticos. De él salía un laberinto de tuberías de madera hacia las chozas, que comenzaban un poco más allá.

El tanque de agua era probablemente la estructura más importante del asentamiento. La habían construido los primeros seres humanos que habían llegado a la isla cinco generaciones antes —a principios del siglo veinticuatro—, cuando Hydros era aún utilizada como colonia penal. Requería un mantenimiento constante: interminables parches, calafateados y reposición de los aros de alga. Durante los últimos diez años se había hablado de reemplazarlo por algo mejor construido, pero nunca se había hecho nada al respecto, y Lawler dudaba de que fuera a hacerse alguna vez. Servía a sus propósitos suficientemente bien.

Al acercarse al gran tanque de madera, Lawler vio que el sacerdote estaba rodeando lentamente el tanque. El padre Quillan, de la Iglesia de Todos los Mundos, había venido hacía poco a instalarse en Hydros. Ahora estaba haciendo algo extremadamente extraño: cada diez pasos más o menos, se detenía, se encaraba con la pared del tanque y tendía los brazos para hacer algo así como abrazarlo, presionando las puntas de los dedos cuidadosamente contra la pared aquí y allá como si estuviera buscando escapes.

—¿Tiene miedo de que la pared reviente? No debe preocuparse por eso —le gritó Lawler.

El sacerdote era un recién llegado que no pertenecía a aquel mundo. Había estado en Hydros menos de un año, y hacía sólo unas pocas semanas que había llegado a la isla de Sorve. Quillan miró rápidamente a su alrededor, visiblemente incómodo. Apartó las manos de la cara del tanque.

—Hola, Lawler.

Era un hombre macizo de aspecto austero, calvo y completamente afeitado; podría haber tenido cualquier edad entre cuarenta y cinco y sesenta años. Era delgado, como si toda la carne hubiera sudado a través de sus poros; tenía un rostro ovalado y una nariz fuerte y huesuda. Los ojos, hundidos, eran de un frío color azul claro; tenía una piel muy blanca que parecía desteñida, a pesar de que la dieta regular de productos derivados del mar comenzaba a conferirle el tinte oscuro marino que tenían todos los colonos antiguos. Las algas comenzaban a aflorarle a la cara, por decirlo de alguna manera.

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