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Robert Silverberg: La Faz de las Aguas

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Robert Silverberg La Faz de las Aguas

La Faz de las Aguas: краткое содержание, описание и аннотация

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil. es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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La posibilidad era muy reducida y Lawler lo sabía, pero durante las horas nocturnas las posibilidades tienden a parecer mayores que a la clara luz de la mañana.

Hasta entonces, la electricidad de la isla había procedido de baterías químicas artesanales e ineficaces: pilas de cinc y discos de cobre separados por tiras de papel de hierba rastrera empapadas en salmuera. Los gillies —los Hydranos, los Moradores, los seres dominantes de la isla y del mundo en el que Lawler había pasado la totalidad de su vida— habían estado trabajando en mejorar la generación eléctrica desde que Lawler tenía memoria. A aquellas alturas, según los rumores que corrían por la ciudad, la nueva planta energética estaba casi a punto para funcionar, hoy, mañana o con toda seguridad a la semana siguiente.

Si los gillies realmente lo conseguían, sería tremendo para ambas especies. Ya habían accedido, sin demasiado entusiasmo, a permitir que los seres humanos utilizaran una parte de la nueva electricidad, cosa que todo el mundo coincidía en admitir que era un gesto magnífico por parte de ellos. Sin embargo, sería aún más magnífico, para los setenta y ocho seres humanos que arañaban unas vidas de estrecho margen de subsistencia en el territorio de Sorve, si los gillies se ablandaran y permitiesen que la planta fuera también utilizada para la desalinización de agua. De ese modo, los humanos no tendrían que depender de las azarosas e infrecuentes precipitaciones en Sorve para obtener agua dulce. Era obvio incluso para los gillies que la vida sería muchísimo más fácil para sus vecinos humanos si pudieran contar con un suministro estable de agua.

Pero los gillies hasta entonces nunca habían dado señales de que eso les importara. No habían mostrado interés en facilitarles las cosas al puñado de humanos que habitaban entre ellos. El agua dulce podía ser vital para las necesidades humanas, pero no tenía la más mínima importancia para los gillies. Lo que los humanos pudieran necesitar, o desear, o anhelar tener, no era asunto de los gillies; y fue la visión de cambiar todo aquello mediante la persuasión —y sin ayuda de nadie— lo que le había costado a Lawler una noche de sueño.

Qué demonios: si nada se arriesga, nada se gana.

En aquella noche tropical Lawler iba descalzo y sólo llevaba unas vueltas de tela amarilla hecha con hojas de lechuga acuática en torno a la cintura. El aire estaba pesado y tibio; el mar en calma. La isla que se deslizaba sobre el seno del vasto mundo oceánico, esa estructura de tejido vivo, semivivo y que había albergado vida alguna vez, se balanceaba casi imperceptiblemente bajo sus pies. Al igual que todas las islas habitadas de Hydros, Sorve era un territorio sin raíces, un viajero que flotaba libremente y se desplazaba dondequiera que las corrientes, los vientos y los ocasionales movimientos de las mareas quisieran llevarlo. Lawler podía sentir cómo cedían y se expandían las fibras apretadamente entretejidas del suelo bajo el peso de sus pasos, y oía que el mar chapoteaba contra ellas a un par de metros más abajo. Pero se movía con facilidad y ligereza al armonizar automáticamente su cuerpo largo y esbelto con los ritmos del movimiento de las isla. Para él ya era la cosa más natural del mundo.

La suavidad de la noche era engañosa. Durante la mayor parte del año, Sorve no era un sitio fácil para vivir. Su clima alternaba períodos de calor y sequía con otros de frío y lluvia, otorgando sólo un pequeño y dulce interludio en el verano, cuando atravesaba las húmedas latitudes ecuatoriales para proporcionar una breve ilusión de comodidad y alivio. En aquel momento se hallaban en aquella buena época del año; la comida era abundante y el aire tibio. Los isleños se regocijaban en él. El resto del año, la vida se parecía demasiado a una lucha.

Sin precipitarse, Lawler recorrió el camino que rodeaba el embalse y descendió por la rampa que llevaba a la terraza inferior; desde allí la superficie formaba un suave declive hasta el borde de la isla. Pasó junto a los edificios dispersos del astillero —desde el cual Nid Delagard dirigía su imperio marítimo— y las formas abovedadas de las indistintas fábricas de la costa. Allí eran extraídos los metales —níquel, hierro, cobalto, vanadio, estaño— del tejido de las criaturas marinas primarias, mediante un proceso lento e ineficaz. Era difícil distinguir con claridad el entorno, pero después de cuarenta años de vida en aquella isla no tenía problema alguno en llegar a cualquier parte en medio de la oscuridad.

El pequeño cobertizo de dos plantas que albergaba la planta energética estaba justo a su derecha y un poco más allá, junto a la orilla del mar. Se dirigió hacia allí.

Aún no había rastros de la mañana. El cielo era de un negro profundo. Durante algunas noches, Alborada —el planeta gemelo de Hydros— brillaba en el cielo como un gran ojo verde azulado, pero aquella vez estaba ausente al otro lado, arrojando su brillante luz sobre las misteriosas aguas del hemisferio inexplorado. Sin embargo estaba presente una de las tres lunas, un diminuto punto de dura luz blanca que brillaba en el este, cerca del horizonte.

Las estrellas titilaban por todas partes como cascadas de polvo plateado desparramadas por las tinieblas, un ubicuo polvo de resplandor. Aquella infinita horda de soles lejanos formaba un deslumbrante telón de fondo para la única constelación que resaltaba enormemente en primer plano: la brillante Cruz de Hydros, dos destellantes hileras de estrellas que describían un arco en el cielo y se cruzaban en ángulo recto la una con la otra como un doble cinturón, uno que abarcaba el mundo de polo a polo y el otro que marchaba constantemente a lo largo del ecuador.

Para Lawler, aquéllas eran las estrellas de su hogar, las únicas que había visto en toda su vida; pertenecía a la quinta generación nacida en Hydros. Nunca había estado en otro mundo y nunca lo estaría. La isla de Sorve le era tan familiar como su propia piel; pero a pesar de ello, a veces sentía aterrorizadores momentos de confusión durante los cuales se disolvían todas las sensaciones de familiaridad y se sentía como un extraño. Le parecía que acababa de llegar a Hydros ese mismo día, caído del espacio como una estrella fugaz; un náufrago de su verdadero planeta natal, muy lejano.

A veces veía a su perdido mundo materno, la Tierra, relumbrando en su mente tan brillante como una estrella, con sus grandes mares azules divididos por las enormes masas de tierra verde-doradas que habían sido llamadas continentes, y pensaba: Ése es mi hogar, ése es mi verdadero hogar. Lawler se preguntaba si alguno de los otros humanos de Hydros pasaba por aquella experiencia de vez en cuando. Probablemente sí, aunque nadie hablaba nunca de ello. Al fin y al cabo, eran todos extraños en aquel lugar. Aquel mundo les pertenecía a los gillies. Él y todos los demás vivían allí como huéspedes no invitados.

Llegó a la orilla del mar. La familiar barandilla de tosca textura parecía madera, como todo lo demás de aquella isla artificial que no tenía ni tierra ni vegetación. Trepó hasta la parte superior del dique marítimo.

Allí en el dique, el declive de la isla que descendía gradualmente volvía a subir en forma abrupta para formar una pared, una orilla ascendente que protegía las calles interiores contra todo movimiento de las mareas, excepto los más violentos. Lawler se aferró a la barandilla, se inclinó por encima de las oscuras y chapoteantes aguas y se quedó mirando mar adentro durante un instante, como ofreciéndose al océano que todo lo rodeaba.

Incluso en la oscuridad, podía percibir completamente la isla en forma de coma y su exacto emplazamiento en la orilla de ésta. La isla tenía ocho kilómetros de largo de una punta a otra, y alrededor de un kilómetro en la parte más ancha, medida desde el dique marítimo hasta la cima de la muralla oceánica que daba la espalda al mar abierto. Él se hallaba cerca del centro, en el golfo más interior. A su derecha e izquierda se extendían los dos brazos curvos de la isla: el redondeado en el que vivían los gillies y el estrecho y ahusado en el que se amontonaban un puñado de refugios humanos.

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