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Robert Silverberg: La Faz de las Aguas

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Silverberg: La Faz de las Aguas» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1993, ISBN: 84-253-2535-8, издательство: Grijalbo, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Silverberg La Faz de las Aguas

La Faz de las Aguas: краткое содержание, описание и аннотация

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil. es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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En medio de su aturdimiento, Lawler se lanzó hacia la barandilla con alguna vaga intención de arrojarse al mar y rescatar a Struvin, pero Kinverson pareció comprender cuál era su intención. Tendió un largo brazo en dirección a él, lo aferró por un hombro y lo atrajo hacia sí.

—No seas loco —le dijo—. Sólo Dios sabe qué hay ahí abajo esperándote.

Lawler asintió con incertidumbre. Se apartó de la barandilla y se miró los dedos abrasados. En la piel le destacaba perfectamente una brillante red de líneas impresas sobre ella. El dolor era terrible. Pensó que las manos iban a estallarle. Todo el incidente había durado quizás un minuto y medio.

Delagard salió entonces por la escotilla y corrió hacia ellos con aspecto de estar enojado y molesto.

—¿Qué demonios está ocurriendo? ¿Por qué todos esos alaridos y gritos? —hizo una pausa y adquirió una expresión de pasmo—. ¿Dónde está Gospo?

Lawler, con la garganta seca y el corazón saltándole en el pecho, apenas podía hablar. Señaló en dirección a la regala con un gesto de la cabeza.

—¿Por encima de la borda? —dijo Delagard con incredulidad—. ¿Ha caído al mar?

Corrió hasta la barandilla y miró hacia el agua. Lawler se le acercó y se detuvo a su lado. Allí abajo todo estaba en calma. Las hordas de medusas que antes se apiñaban, habían desaparecido. Las aguas estaban oscuras, lisas, silenciosas. No había rastro alguno de Struvin ni de la criatura rediforme que se lo había llevado.

—No se cayó —dijo Kinverson—. Lo arrastraron. La otra mitad de esta cosa se lo llevó.

Señaló los restos rotos y aplastados de la parte de red que había pisoteado. Ahora no era más que una mancha verdosa sobre la madera amarilla de la cubierta.

—Era igual que una red vieja —dijo Lawler con voz ronca—; ése era el aspecto que tenía. Estaba aquí, sobre la cubierta, hecha un ovillo. Esas medusas deben de haberla enviado aquí arriba para que cazara para ellas. Struvin la pateó y esa cosa le agarró por una pierna y…

—¿Qué? ¿Qué clase de mentira es ésa? —Delagard volvió a mirar al agua, luego las manos de Lawler y la mancha que había sobre la cubierta—. ¿Habláis en serio? ¿Una cosa que parecía una red subió desde el mar y se apoderó de Gospo?

Lawler asintió.

—No puede ser. Alguien tiene que haberle empujado por la borda. ¿Quién lo hizo? ¿Tú, Lawler? ¿Kinverson?

Delagard parpadeó, como si la imposibilidad de lo que acababa de decir fuera obvia incluso para él. Luego miró de cerca a Lawler y Kinverson y repitió:

—¿Una red? ¿Una red viva subió hasta aquí desde el mar y se apoderó de Gospo?

Lawler asintió nuevamente con un mero movimiento de cabeza. Abrió y cerró lentamente las manos. El escozor estaba disminuyendo gradualmente, pero sabía que lo sentiría durante horas. Estaba completamente entumecido, aturdido, descompuesto. Aquella escena de pesadilla se le presentaba una y otra vez dentro de la cabeza: Struvin advertía la presencia de la red, la pateaba, se enredaba en ella, y la red comenzaba a deslizarse por encima de la barandilla mientras arrastraba a Struvin consigo…

—No —murmuró Delagard—. Jesús, no puedo creer esa jodida historia —meneó la cabeza y espió atentamente las tranquilas aguas—. ¡Gospo! —gritó— Gospo… . —no llegó respuesta alguna desde allá abajo—. ¡Mierda! Llevamos cinco días en el mar y ya ha desaparecido alguien. ¿Podéis imaginároslo?

Se apartó de la barandilla en el mismo momento en el que comenzó a llegar el resto de la tripulación del barco; Leo Martello venía por delante y lo seguían el padre Quillan y Onyos Felk, con el resto pisándoles los talones. Delagard apretó los labios. Las mejillas se le hincharon. Tenía el rostro rojo de asombro, furia y perplejidad. Lawler estaba impresionado por la poderosa aflicción de aquel hombre. Struvin había tenido una muerte fea, pero había pocas formas lindas de morir. Nunca había pensado que a Delagard le importara nadie ni nada excepto su propia persona.

El dueño de la nave se volvió hacia Kinverson y dijo:

—¿Habías oído antes hablar de una cosa así?

—Nunca. Nunca en mi vida.

—Una cosa que parecía una red ordinaria —repitió Delagard—. Una vieja red sucia que le salta a uno encima y lo apresa. ¡Dios, vaya un sitio éste! ¡Vaya un sitio!

Continuó sacudiendo la cabeza una y otra vez, como si pudiera rescatar a Struvin de las aguas con sólo sacudirla durante el tiempo suficiente y con la intensidad necesaria. Luego se volvió en redondo para encararse con el sacerdote.

—¡Padre Quillan! Pronuncie una plegaria, ¿quiere?

El sacerdote pareció desconcertado.

—¿Qué? ¿Qué?

—¿Es que no lo ha oído? Hemos tenido una baja. Struvin ya no está entre nosotros. Algo se subió a bordo y lo arrastró por encima de la regala.

Quillan guardó silencio. Tendió los brazos con las palmas hacia arriba, como para indicar que las cosas que subían a bordo procedentes del océano estaban fuera de su responsabilidad.

—Dios mío, diga usted algunas palabras, ¿quiere? ¡Diga algo!

Quillan continuaba dudando. Una voz susurró vacilante desde la parte de atrás del grupo:

—Padre nuestro que estás en los cielos… santificado sea tu nombre…

—No —dijo el sacerdote. Era como si despertara lentamente de un profundo sueño—. Ésa no —se humedeció los labios y dijo, con aspecto muy tímido—. Señor, aunque camine por el valle de la sombra de la muerte, no temeré ningún mal porque Tú estás conmigo —Quillan dudó, humedeciéndose de nuevo los labios, aparentemente buscando las palabras—. Tú me has preparado una mesa para mí en presencia de mis enemigos… Sin duda la bondad y la misericordia me seguirán durante todos los días de mi vida.

Pilya Braun se acercó a Lawler y lo cogió por los codos para girarle las manos y poder ver las feroces marcas que tenían.

—Ven —dijo en voz baja—. Vayamos abajo y dime qué ungüento debo aplicarles.

En su pequeño camarote, entre polvos y pociones, Lawler dijo:

—Ése es. El frasco que está allí.

—¿Éste? —preguntó Pilya; parecía desconfiar—. Esto no es un ungüento.

—Ya lo sé. Primero pon algunas gotas de eso en un poco de agua y dámelo. Luego vendrá el ungüento.

—¿Qué es esto? ¿Un analgésico?

—Un analgésico, sí.

Pilya se ocupó de mezclarle la droga. Tenía alrededor de veinticinco años, cabellos dorados, ojos pardos, hombros y pecho anchos, rasgos grandes y una lustrosa piel olivácea. Era una mujer bien parecida y de constitución fuerte; buena trabajadora según Delagard, ciertamente conocía todos los aparejos de un barco. Lawler nunca había tenido mucho contacto con ella en Sorve, pero veinte años antes había dormido un par de veces con su madre, Anya. En aquella época él tenía más o menos la edad que Pilya tenía ahora, y su madre bordeaba los treinta y cinco. Había sido una estupidez.

Lawler dudaba de que Pilya supiera algo al respecto. La madre de Pilya estaba muerta; tres inviernos antes, una fiebre producida por ostras en malas condiciones se la había llevado. En la época en la que se había complicado con ella, Lawler era un hombre de mucho éxito con las mujeres —poco después de que se rompiera su malhadado matrimonio—, pero hacía ya tiempo que no era así y deseaba que Pilya dejara de mirarlo de aquella forma ansiosa y esperanzada, como si él fuera todo lo que se pudiese desear en un hombre. Él no era así. Pero sí era demasiado cortés, o demasiado indiferente —no sabía cuál de esas dos cosas— como para decírselo.

Ella le alcanzó el vaso, lleno hasta el borde de un líquido rosáceo. Lawler tenía las manos agarrotadas y los dedos tan rígidos como trozos de madera. Tuvo que ayudarlo a beber, pero la tintura de hierba insensibilizadora se puso a trabajar instantáneamente y alivió su espíritu con su habitual manera reconfortante, borrando poco a poco el repentino y monstruoso acontecimiento que había tenido lugar en cubierta. Pilya le quitó el vaso que acababa de vaciar y lo depositó sobre el estante que estaba delante de la litera.

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