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Robert Silverberg: La Faz de las Aguas

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Robert Silverberg La Faz de las Aguas

La Faz de las Aguas: краткое содержание, описание и аннотация

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil. es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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Directamente ante él tenía, encerrado por ese par de brazos desiguales, la bahía que era el corazón de la vida isleña. Los constructores gillies de la isla habían creado un suelo artificial bajo ella, un estante submarino de tablas de madera de fuco entrelazadas y unidas a la tierra entre ambos brazos para que la isla tuviera siempre una laguna somera y fértil unida a ella, un vivero cautivo. Los amenazantes predadores salvajes que infestaban el mar no entraban nunca en la bahía: quizá los gillies habían hecho algún trato con ellos en épocas pretéritas.

Un encaje formado por habitantes esponjosos de las profundidades —que no necesitaban luz— mantenían unido el piso de la bahía por la parte inferior, protegiéndolo y renovándolo con su crecimiento constante y tenaz. En la parte superior había arena traída por las tormentas desde los desconocidos suelos profundos del océano; y en la arena crecía una espesura de útiles plantas acuáticas de cien o más especies diferentes, entre las que pululaban todo tipo de criaturas marinas. Las capas inferiores estaban habitadas por toda clase de crustáceos que filtraban el agua de mar a través de sus blandos tejidos y concentraban en ellos minerales muy valiosos para los isleños. Entre ellos se movían las lombrices y serpientes marinas.

También pastaban peces, tiernos y rechonchos. En aquel preciso momento, Lawler podía ver un cardumen de enormes criaturas fosforescentes que se movía en el agua, produciendo palpitantes ondas de luz azul violácea: quizá eran las grandes bestias conocidas como bocas, o quizá se tratase de plataformas; aún estaba demasiado oscuro como para saberlo con seguridad. Más allá de las brillantes aguas verdes de la bahía estaba el gran océano que rodaba hacia el horizonte, y más allá de éste la totalidad del mundo. El océano lo tenía en su poder, como una mano enguantada que aferra una pelota. Al mirarlo, Lawler sintió por millonésima vez el peso de su inmensidad, amenaza y poder.

Luego dirigió la vista hacia la planta energética que se alzaba en la bahía, solitaria y maciza sobre el promontorio chato. Después de todo, aún no la habían acabado. El desgarbado edificio, amortajado por festones de esteras de paja entretejida para protegerlo de la lluvia, estaba silencioso y oscuro. En la parte delantera se movían algunas siluetas sombrías: tenían la inconfundible forma cargada de hombros de los gillies.

La función de la planta era generar electricidad aprovechando las diferencias de temperatura del mar. Dann Henders, que estaba tan cerca de ser un ingeniero como cualquier habitante de Sorve, se lo había explicado a Lawler después de sonsacarle una escueta descripción del proyecto a uno de los gillies. El agua tibia de la superficie pasaba a través de unas aspas y entraba en una cámara de vacío en la que el punto de ebullición sería sensiblemente más bajo. Al hervir violentamente, produciría vapor de baja densidad que haría funcionar las turbinas del generador. El agua fría bombeada de niveles más profundos, fuera de la bahía, sería utilizada luego para volver a condensar el vapor en agua y devolverla al mar a través de salidas que estarían a media isla de distancia de aquel punto.

Los gillies habían construido prácticamente la totalidad del ingenio —tuberías, bombas, aspas, turbinas, condensadores y hasta la misma cámara de vacío— con diferentes plásticos orgánicos que fabricaban a partir de algas y otras plantas marinas. Aparentemente apenas se había utilizado metal en el diseño, lo que no era sorprendente dado lo difícil que era conseguir metales en Hydros. Era todo muy ingenioso, especialmente si se consideraba que los gillies no eran una raza tecnológica, sobre todo comparada con las demás especies galácticas inteligentes. Aquella idea debía de habérsele ocurrido a un genio excepcional de entre ellos.

Genio o no, se decía que la estaban pasando mal para conseguir que funcionara el invento, y aún no había producido el primer vatio. Muchos humanos se preguntaban si lo conseguiría alguna vez. A los gillies les hubiera resultado todo mucho más simple y rápido, pensó Lawler, si hubieran permitido que Dann Henders o cualquiera de los otros humanos de orientación tecnológica interviniera en el diseño. Pero los gillies no eran dados a pedir el consejo de los indeseados extranjeros —con los que compartían la isla de mala gana—, ni siquiera cuando pudiera reportarles alguna ventaja. Habían hecho una sola excepción, cuando una epidemia de podredumbre de aletas estaba diezmando a sus hijos, y el santo padre de Lawler había acudido con una vacuna. Pero eso había ocurrido muchos años atrás, y cualquier buen sentimiento que el fallecido doctor Lawler hubiera engendrado entre los gillies, se había evaporado ya sin dejar ningún residuo aparente.

El hecho de que la planta aún no estuviera funcionando fue un notable contratiempo para el gran plan que se le había ocurrido a Lawler. ¿Y ahora qué? ¿Debía acercarse y hablar con ellos de todas formas? ¿Dar el florido discursillo, suavizar a los gillies con un poco de noble retórica, continuar con el visionario impulso de aquella noche antes de que el alba lo despojara de lo que pudiese tener de plausible?

«En nombre de toda la comunidad humana de la isla de Sorve, yo, que como todos sabéis soy el hijo del fallecido y querido doctor Bernat Lawler que tan bien os sirvió en la epidemia de podredumbre de aletas, quiero felicitaros por la inminente consecución de vuestro ingenioso y magníficamente benéfico…»

«A pesar de que el cumplimiento de este espléndido sueño puede tardar quizá algunos días, he venido en nombre de toda la comunidad humana de la isla de Sorve a transmitiros nuestra más rotunda alegría ante las profundas implicaciones que traerá para la transformación de la calidad de vida de la isla que compartimos, ya que al fin habéis conseguido con éxito…»

«En este momento de regocijo de nuestra comunidad, el histórico logro que pronto será…»

Es suficiente, pensó, y comenzó a recorrer la distancia que lo separaba del promontorio de la planta energética. Se preocupó de hacer mucho ruido al acercarse, tosiendo, golpeando las palmas de las manos entre sí, silbando una tonadilla disonante. A los gillies no les gustaba que los humanos se acercaran por sorpresa.

Estaba aún a unos quince metros de la planta energética, cuando vio que dos gillies salían a recibirlo, arrastrando los pies. En la oscuridad parecían titánicos. Se encumbraban muy por encima de él, sin forma definida en la oscuridad, con sus pequeños ojos amarillos que brillaban como linternas en sus cabecitas.

Lawler hizo una señal de saludo, un elaborado y exagerado gesto para que no quedara duda alguna de sus cordiales intenciones. Uno de los gillies le respondió con un vruuum prolongado y gruñente que no sonó nada cordial.

Eran criaturas erectas bípedas, de unos dos metros y medio de estatura, cubiertas con varias capas de cerdas flexibles y negras que colgaban en densas cascadas peludas. Tenían unas cabezas absurdamente pequeñas, unas estructuras curvas asentadas entre los anchos hombros desde los cuales sus torsos se combaban para formar unos cuerpos rechonchos y desgarbados que llegaban casi hasta el suelo. Los humanos daban en general por sentado que aquellos inmensos pechos cavernosos debían de contener el cerebro, además del corazón y los pulmones. De lo que no cabía duda era de que aquellas cabezas diminutas no tenían sitio para alojar aquel órgano.

Era muy probable que los gillies hubieran sido mamíferos acuáticos en otra apoca, cosa que se evidenciaba en la torpeza con la que se movían en tierra y la facilidad con que nadaban. Pasaban casi tanto tiempo en el agua como en tierra. Una vez Lawler había observado cómo un gillie atravesaba la bahía de un extremo a otro sin salir a respirar a la superficie; el recorrido debía de haber durado unos veinte minutos.

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