—No funcionará —había dicho Vorst a Kirby—. Todavía nos llevan cincuenta años de ventaja.
—No lo entiendo, Noel. Los venusinos tienen el gen de la telequinesis, ¿no? ¿Por qué no podemos duplicarlo? Considerando todo lo que hemos hecho con los ácidos nucleicos…
—No existe un «gen de la telequinesis», ya lo sabes. Forma parte de una constelación de pautas genéticas. Durante treinta años hemos intentado a conciencia duplicarlo, y ni siquiera hemos avanzado mucho. También hemos experimentado un acercamiento aleatorio, puesto que los venusinos adquirieron la habilidad de esta manera. Tampoco ha habido suerte. Y después ha venido este asunto de las sinapsis: alterar el cerebro, no los genes. Quizá nos conduzca a alguna parte, pero no estoy dispuesto a esperar otros cincuenta años.
—Vivirás muchos más, tenlo por seguro.
—Sí, pero no puedo esperar más. Los venusinos tienen los hombres que necesitamos. Es hora de ganarles para nuestros propósitos.
Kirby, pacientemente, había cortejado a los herejes. Se intuían señales de progresos en las negociaciones. En vista del fracaso de la operación, la necesidad de alcanzar un acuerdo con Venus era cada vez más urgente.
—Ven conmigo —dijo Vorst, mientras se llevaban al paciente muerto—. Hoy van a experimentar con la gárgola, y no quiero perdérmelo.
Kirby siguió al Fundador fuera del anfiteatro. Los acólitos se hallaban atentos al menor problema. Vorst ya no intentaba caminar, y se desplazaba en su silla de espuma trenzada. Kirby aún prefería utilizar sus piernas, aunque era casi tan viejo como Vorst. La visión de los dos paseando por las plazas del centro de investigaciones siempre despertaba la atención.
—¿No te preocupa el nuevo fracaso? —preguntó Kirby.
—¿Por qué? Ya te dije que era demasiado pronto para que saliera bien.
—¿Qué me dices de la gárgola? ¿Alguna esperanza?
—Nuestra esperanza —replicó Vorst con serenidad— es Venus. Ya tienen impulsores.
—¿Y para qué seguir intentando desarrollarlos aquí?
—Aceleración. La Hermandad no ha aminorado la velocidad en cien años. No estoy dispuesto a cerrar ningún camino, ni siquiera los deseperados. Todo es cuestión de aceleración.
Kirby se encogió de hombros. A pesar de todo el poder que ostentaba en la organización (y sus poderes eran inmensos), siempre había sospechado que carecía de auténtica iniciativa. Los planes del movimiento habían emanado desde el primer momento de Noel Vorst. Sólo él conocía las reglas del juego. ¿Y si Vorst moría aquella tarde, dejando el juego a medias? ¿Qué ocurriría con el movimiento? ¿Seguiría rodando hacia adelante por su propio impulso? Kirby se preguntó hacia qué objetivo.
Entraron en un pequeño edificio cuadrado de cristal esponjoso verde brillante. Un susurro de asombro les precedió: ¡Vorst venía! Hombres de hábito azul salieron a recibir al Fundador. Le condujeron a la habitación en la parte trasera donde se hallaba la gárgola. Kirby mantuvo el paso, haciendo caso omiso de los acólitos dispuestos a sostenerle si tropezaba.
La gárgola descansaba, enmarañada entre las cintas que la sujetaban. No era un espectáculo agradable. Trece años de edad, noventa centímetros de altura, grotescamente deformada, sorda, inválida, de córneas veladas y piel granulada y rugosa. Un mutante, pero que no era producto de laboratorio; padecía el síndrome de Hurler, un error natural y congénito del metabolismo, identificado científicamente por primera vez dos siglos y medio antes. Los infortunados padres habían llevado al monstruo a una capilla de la Hermandad de Estocolmo, confiando en que un baño de Fuego Azul curaría sus defectos. No había sido así, pero un esper de la capilla había detectado talentos latentes en la gárgola, enviándola a Santa Fe para que fuera sometida a pruebas y sondeos. Kirby se estremeció de asco.
—¿Cuál es la causa de estos engendros? —preguntó al médico que tenía a su lado.
—Genes anormales. Producen un error metabólico que da como resultado una acumulación de mucopolisacáridos en los tejidos del cuerpo.
Kirby asintió con solemnidad.
—¿Y existe relación directa con los poderes extrasensoriales?
—Es mera coincidencia.
Vorst se acercó a la criatura para examinarla en detalle. Los obturadores visuales del Fundador cliquetearon cuando se inclinó para mirar. La gárgola estaba encorvada y doblada sobre sí misma, virtualmente incapaz de mover los miembros. Los ojos lechosos expresaban una desdicha infinita. Carne de eutanasia, pensó Kirby. Sin embargo, Vorst confiaba en que aquel monstruo le llevaría a las estrellas.
—Que empiece el examen —murmuró Vorst.
Un par de espers de utilidad general se adelantaron: una acicalada mujer de cabello enmarañado y un hombre gordo de cara triste. Kirby, cuyas facultades extrasensoriales eran deficientes hasta el punto de no existir, contempló en silencio el examen que se llevaba a cabo sin pronunciar palabra. ¿Qué estaban haciendo? ¿Qué impulsos dirigían a la masa confusa que tenían frente a ellos? Kirby no lo sabía, pero se consoló pensando que tal vez Vorst tampoco lo sabía. El Fundador no gozaba de grandes recursos extrasensoriales.
Al cabo de diez minutos, la esper levantó la vista.
—Existen indicios de telequinesis —dijo.
—Sólo indicios —corroboró el segundo esper—. Nada que los demás no tengan. También posee aptitudes mediocres de comunicación. Nos está diciendo que la matemos.
—Recomiendo la disección —dijo la chica—. Al sujeto no le importa.
Kirby se estremeció. Los dos indiferentes espers habían sondeado la mente de la tullida criatura, y ese simple acto debería haber bastado para conmover sus almas. Ver, durante un momento de empatia, lo que significaba ser una gárgola humana de trece años, mirar el mundo a través de aquellos ojos velados… ¡Pero aquellos dos iban directamente al grano! Ya habían fundido sus mentes con otras monstruosidades en más de una ocasión.
Vorst agitó una mano.
—Resérvenla para posteriores estudios. Tal vez se le pueda dar algún uso práctico. Si es un pirético, tomen las precauciones habituales.
El Fundador hizo girar su silla y se dispuso a abandonar el pabellón. En aquel momento entró corriendo un acólito que portaba un mensaje. Se quedó petrificado al ver a Vorst avanzando en su dirección. El Fundador sonrió paternalmente y esquivó al muchacho, que expresó el mayor de los alivios.
—Un mensaje para usted, coordinador Kirby —dijo el acólito.
Kirby lo tomó y presionó el pulgar contra el sello. El sobre se abrió.
El mensaje era de Mondschein.
«LÁZARO ESTÁ DISPUESTO A HABLAR CON VORST», rezaba.
—Estuve loco durante unos diez años —declaró Vorst—. Más tarde descubrí cuál era el problema. Padecía oscilaciones temporales.
La esper le miraba con sus ojos redondos y pálidos. Estaban solos en los aposentos privados del Fundador. Era delgada, de miembros flojos, y tenía treinta años. Mechones de cabello negro caían como paja pintada a ambos lados de su cara. Se llamaba Delphine, y nunca se había acostumbrado a la franqueza de Vorst, a pesar de los meses que llevaba a su servicio. Tampoco tenía la menor posibilidad de lo contrario; cuando salía del despacho después de cada sesión, otros espers borraban sus recuerdos de la visita.
—¿Me sintonizo ya?
—Aún no, Delphine. En los momentos difíciles, cuando empiezas a recorrer la línea temporal y piensas que nunca regresarás al presente, ¿has creído que estabas loca?
—A veces da mucho miedo.
—Pero regresas. Ése es el milagro. ¿Sabes cuántos osciladores se han quemado? Centenares. Yo también me he quemado, pero soy un precog inferior. En aquel tiempo, sin embargo, era capaz de recorrer la línea temporal. Vi el futuro de la Hermandad. Llámalo visión, llámalo sueño. Lo vi, Delphine. Un poco borroso en los bordes.
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