Robert Silverberg - Las puertas del cielo

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Es una Tierra del futuro, una Tierra agobiada por la superpoblación. En ella domina una religión, la de los vosters, que busca la inmortalidad a través de la ciencia. Y, sin embargo, los vosters, a pesar de su poder, no han logrado implantarse en Venus, coto cerrado de la herejía harmonista. Las dos religiones están enfrentadas, pero ¿podría relacionarse la resurrección del mártir Lázaro, fundador de los harmonistas, y la aspiración celestial de Vorst? ¿Podrían ambas religiones unidas abrir a los seres humanos las puertas del cielo?
Esta obra supuso para su autor, Robert Silverberg, la consagración como uno de los maestros de la ficción científica. La agilidad, la exultante fantasía, la solidez narrativa de Silverberg se manifiestan en ella con todo su esplendor.

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—No es joven. Tiene ochenta años, como mínimo.

—Una criatura.

—¿Vas a decirme si Lázaro es auténtico?

Los ojos de Vorst destellaron de irritación.

—Es auténtico, Kirby. ¿Satisfecho?

—¿Quién le metió en esa cripta?

—Sus propios seguidores, supongo.

—Entonces, ¿quién se olvidó de su ubicación?

—Bueno, tal vez lo hicieran mis hombres. Sin autorización. Sin decírmelo. Ocurrió hace mucho tiempo —las manos de Vorst se movían con gestos rápidos y agitados—. ¿Cómo voy a recordarlo todo? Fue encontrado. Le devolvimos a la vida. Se lo di a sus fieles. Me estás molestando, Kirby.

Kirby comprendió que se había adentrado en un campo sembrado de minas. Había azuzado a Vorst hasta el límite de su paciencia; insistir sería desastroso. Kirby había visto a otros hombres abusando de su intimidad con Vorst, y también había visto la desaparición imperceptible de dicha intimidad.

La irritación de Vorst se desvaneció.

—Sobreestimas mi astucia, Kirby. Deja de preocuparte por el pasado de Lázaro. Limítate a considerar el futuro. Se lo he entregado a los armonistas. Les será de mucho valor, independientemente de lo que ellos piensen. Están en deuda conmigo. Les he infligido una estupenda y pesada obligación. ¿No te parece útil? Ahora me deben algo. Cuando llegue el momento adecuado, les pasaré la factura.

Kirby permaneció mudo. Presentía que, de alguna manera, Vorst había alterado el equilibrio el poder entre ambos cultos, que los armonistas, en alza desde que tomaron posesión de Venus y su rico filón de espers, habían perdido su ventaja. Pero no tenía ni idea del método empleado, ni tampoco deseaba profundizar en el enigma.

Vorst estaba usando su comunicador. Levantó la cabeza y miró a Kirby.

—Hay otro «quemado» —dijo—. Quiero ir allí. Acompáñame.

—Por supuesto.

Siguió al Fundador por un laberinto de túneles, hasta desembocar en el pabellón de «quemados». Un esper, esta vez un muchacho, agonizaba. Quizá fuera hawaiano; su cuerpo se retorcía como si le estuvieran aplicando descargas eléctricas.

—Es una pena que no poseas poderes extrasensoriales, Kirby —dijo Vorst—. Podrías echar un vistazo al futuro.

—Soy demasiado viejo para lamentarlo.

Vorst avanzó hacia adelante, haciendo una señal al esper que le aguardaba. Tuvo lugar el vínculo. Kirby, como mero espectador, se preguntó qué estaría experimentando Vorst en ese momento. Los labios del Fundador se movían como si mascullara, y los dientes sobresalían de las encías cada vez que el cuerpo del esper sufría un espasmo. Alguien dijo que el chico recorría a toda velocidad en uno y otro sentido el flujo temporal. Kirby no le encontró sentido. Sin embargo, Vorst parecía viajar con el muchacho, contemplando una borrosa visión del mundo desde cada lado del muro temporal.

Ahora… Ahora… Atrás… Adelante…

Kirby experimentó la fugaz sensación de que él también se había unido al vínculo y viajaba por el tiempo, como segundo pasajero del esper. ¿Era aquél el caos del ayer? ¿Y el brillo dorado del mañana? Ahora… Ahora… «Maldito seas, viejo intrigante, ¿qué me has hecho?» Lázaro irguiéndose por encima de todos, Lázaro, que ni siquiera era real, un androide pergeñado en un laboratorio subterráneo por orden de Vorst, una marioneta útil, Lázaro había alcanzado el mañana y se disponía a robarlo…

El contacto se rompió. El esper había muerto.

—Hemos desperdiciado otro —murmuró Vorst. El Fundador miró a Kirby—. ¿Te encuentras mal?

—No. Estoy cansado.

—Ve a descansar. Seis cortos sobre historia y un rato en el tanque de relajación. Ya podemos respirar tranquilos. Lázaro no está en nuestras manos.

Kirby asintió en silencio. Alguien cubrió con una sábana el cadáver del esper. Dentro de una hora, las neuronas del chico se encerrarían en una cámara de refrigeración del edificio anexo. Poco a poco, corno si pesaran ocho siglos sobre sus espaldas en lugar de uno, Kirby siguió a Vorst fuera de la habitación. La noche había caído; las estrellas que brillaban sobre Nuevo México poseían esa peculiar brillantez acerada, y Venus, recortándose a baja altura contra el horizonte montañoso, era la más brillante de todas. Ya tenían a su Lázaro ahí arriba. Habían perdido un mártir y habían ganado un profeta. Kirby empezaba a comprender que Vorst se había metido limpiamente en el bolsillo a toda la tribu de herejes. El viejo era execrable. Kirby se arrebujó en su hábito y mantuvo el paso con cierto esfuerzo, mientras Vorst avanzaba en la silla hasta su despacho. Le dolía la cabeza por culpa de aquel breve e insondable contacto con el esper. Pero dentro de diez minutos se sentiría mejor.

Pensó en acudir a la capilla para rezar. ¿Para qué? ¿De qué le serviría arrodillarse ante el Fuego Azul? Le bastaba con acercarse a Vorst y pedirle su bendición. Vorst, su mentor durante cerca de ocho décadas; Vorst, que poseía la capacidad de hacer que se sintiera todavía como un niño; Vorst, que había resucitado a Lázaro de entre los muertos…

CINCO

Las puertas del cielo

2164

1

El anfiteatro de operaciones era una herradura mantenida a baja temperatura e iluminada por una pálida luz violeta. En el extremo norte, las ventanas situadas al nivel de la segunda galería dejaban pasar el frío sol de Nuevo México. Desde su asiento, que dominaba la mesa de operaciones, Noel Vorst veía las montañas azules que se alzaban a media distancia, fuera de los confines del centro. Las montañas no le interesaban, ni tampoco lo que ocurría en la mesa de operaciones. Sin embargo, disimulaba esta falta de interés.

Vorst no necesitaba acudir en persona a la operación, por supuesto. Al igual que todos los demás, sabía que un resultado positivo era improbable. Pero el Fundador contaba 144 años de edad, y pensaba que era útil aparecer en público siempre que sus fuerzas se lo permitían. Así evitaba que la gente le creyera sumido en la senilidad.

Abajo, los cirujanos estaban congregados alrededor de un cerebro al descubierto. Vorst había presenciado como levantaban la parte superior del cráneo y hundían sus escalpelos de luz en la arrugada masa grisácea.

Había uno diez mil millones de neuronas en aquel bloque de tejido, así como una infinidad de terminales axonales y receptores dendítricos. Los cirujanos confiaban en reordenar las mallas sinápticas de aquel cerebro, alterando el mecanismo de control proteínicomolecular para lograr que el paciente se adaptara a los planes de Vorst.

Qué locura, pensó el viejo. Ocultó su pesimismo y siguió sentado en silencio, escuchando el latido de la sangre en sus satinadas arterias artificiales.

Lo que allí se estaba haciendo constituía un acontecimiento notable, desde luego. Reuniendo todos los recursos de la moderna microcirugía, los técnicos más destacados del Centro de Ciencias Biológicas Noel Vorst estaban alterando las pautas de reconocimiento molecular proteínaproteína de un cerebro humano. Torcer un poco los circuitos; cambiar las estructuras transinápticas para establecer un vínculo mejor entre las membranas pre y postsinápticas; conectar en derivación las potencias de entrada sináptica individuales de un árbol dendítrico a otro… En suma, reprogramar el cerebro para que cumpliera los designios de Vorst, consistentes en actuar como la fuerza propulsora necesaria para conseguir que un equipo de exploradores salvase el abismo de añosluz que les separaba de otra estrella.

Se trataba de un proyecto extraordinario. Los cirujanos del centro de investigaciones de Santa Fe se habían preparado para ello durante cincuenta años, manipulando los cerebros de gatos, monos y delfines. Ahora, se habían decidido a proceder con sujetos humanos. El paciente de la mesa era un esper de grado medio, un precog escasamente dotado para desplazarse en el tiempo; su expectativa de vida era de unos seis meses, y no existían dudas sobre la extinción que se produciría después. El precog había sido informado de estas circunstancias, y por ello se había presentado voluntario para el experimento. Los más expertos cirujanos del mundo estaban operándole.

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