—Te necesitamos, Noel. He ahí el único motivo.
—Ahora eres tú el que se comporta como un niño. No me necesitáis. El Plan está consumado. Ya es hora de largarse y pasar la tarea a otros. Dependes demasiado de mí, Ron. Te cuesta hacerte a la idea de que nunca más voy a manejar los hilos.
—Quizá sea eso —admitió Kirby, pero ¿de quién es la culpa? Te has rodeado de subordinados serviles. Te has hecho indispensable. Estás sentado en el corazón del movimiento como un fuego sagrado, y todo el que se acerca demasiado sale chamuscado. Ahora, te llevas el fuego a otra parte.
—Lo traslado —rectificó Vorst—. Bien, tengo un trabajo para ti. Los miembros del Consejo llegarán dentro de seis horas. Voy a darles la noticia, y supongo que les trastornará como a ti. Tómate libre esas seis horas y piensa en lo que acabo de decirte. Reconcíliate con ello. Más aún, no te limites a aceptarlo, apruébalo . En la reunión, levántate y no expliques sólo por qué es correcto que yo me vaya, sino también por qué es necesario y vital para el futuro de la Hermandad que lo haga.
—Quieres decir…
—Ahora no digas nada. Aún eres hostil. No lo serás una vez hayas examinado la dinámica de la situación. Manten la boca cerrada hasta entonces.
—Sigues manejando los hilos, ¿no? —sonrió Kirby.
—A estas alturas ya es una vieja costumbre. Pero es la última vez que lo hago. Te prometo que cambiarás de opinión. Comprenderás mi punto de vista dentro de una hora o dos. Al anochecer, tendrás ganas de meterme por la fuerza en esa cápsula. Sé que tendrás ganas. Te conozco.
En un claro umbroso de Venus, los impulsores practicaban su deporte favorito.
Una avenida de enormes árboles se alejaba hacia el horizonte nacarado. Las hojas dentadas formaban en lo alto un espeso dosel. Abajo, en la tierra cenagosa sembrada de hongos, doce muchachos venusinos de piel azul y hábito verde ejercitaban sus habilidades. Varias figuras de mayor envergadura les contemplaban desde cierta distancia. David Lázaro se erguía en el centro del grupo. A su alrededor se congregaban los líderes armonistas: Christopher Mondschein, Nicholas Martell, Claude Emory.
Lázaro había tenido serios problemas con estos hombres. Para ellos, había sido apenas un nombre del martirologio, una figura reverenciada e irreal gracias a cuyo poder ausente gobernaban una religión. Habían tenido que adaptarse a su regreso, y no les había resultado fácil. Lázaro pensó en algún momento que le asesinarían. El peligro había pasado y ellos se sometían a sus deseos. Pero, por haber dormido durante tanto tiempo, era a la vez más joven y más viejo que sus lugartenientes, lo que en ocasiones le impedía ejercer toda su autoridad.
—Está arreglado —dijo—. Vorst se marchará y el cisma concluirá. Trazaré algún plan con Kirby.
—Es una trampa —dijo Emory, sombrío—. Ten cuidado, David. No se puede confiar en Vorst.
—Vorst me devolvió a la vida.
—Pero antes te metió en aquella cripta —insistió Emory—. Tú mismo lo dijiste.
—No podemos estar seguros de eso —contestó Lázaro, aunque era cierto que el propio Vorst lo había admitido en el curso de su última conversación—. Son puras conjeturas. No hay pruebas de que…
—No tenemos ningún motivo para confiar en Vorst, Claude —le interrumpió Mondschein—, pero, si comprobamos que se halla a bordo de la cápsula, ¿qué podemos perder impulsándole hacia Betelgeuse o Proción? Nos libraremos de él y trataremos con Kirby. Kirby es un hombre razonable. No es tan condenadamente tortuoso como Vorst.
—Es muy sospechoso —volvió a la carga Emory—. ¿Por qué un hombre con el poder de Vorst renuncia voluntariamente ?
—Tal vez esté aburrido —sugirió Lázaro—. El poder absoluto sólo puede ser comprendido del todo por quien lo ostenta. Es pesado. Es divertido manipular a tu antojo durante veinte, treinta, cincuenta años…, pero Vorst lleva cien años al mando. Quiere cambiar de aires. Me inclino por aceptar la oferta. Nos libraremos de él y manejaremos a Kirby. Además, hay un punto a su favor: ni ellos ni nosotros podemos alcanzar las estrellas sin la ayuda del otro bando. Estoy a favor. Vale la pena intentarlo.
Nicholas Martell señaló a los impulsores.
—No olvides que perderemos algunos. No es posible impulsar una cápsula hacia las estrellas sin sobrecargar a los impulsores.
—Vorst nos ha ofrecido sus servicios de rehabilitación —dijo Lázaro.
—Otro punto a favor —observó Mondschein—. El nuevo acuerdo nos permitirá acceder a los hospitales vorsters. Desde un punto de vista egoísta, me gusta la idea. Creo que ha llegado el momento de abandonar la arrogancia y rendirnos a Vorst. Está ansioso por hacer el trueque y largarse. Muy bien. Que se vaya, y ya procuraremos aprovecharnos de Kirby.
Lázaro sonrió. No había pensado que se ganaría el apoyo de Mondschein con tanta facilidad, aunque Mondschein era viejo, pasaba de los noventa años, y tenía muchísimas ganas de recibir los cuidados que le proporcionarían los médicos vorsters, cuidados que no encontraría en el adverso Venus. Mondschein había visto los hospitales de Santa Fe cuando era joven, y conocía los milagros que se llevaban a cabo en ellos. No era un motivo muy respetable, pensó Lázaro, pero al menos era un motivo humano, y Mondschein era humano debajo de sus branquias y piel azul. «Como todos nosotros —comprendió Lázaro—. Aunque ellos no lo sean.»
Miró a los impulsores. Eran venusinos de la quinta y sexta generaciones. Portaban la semilla de la Tierra, pero eran muy diferentes de la estirpe original. Las primeras manipulaciones genéticas que había adaptado la humanidad a la vida en Venus fueron un éxito; estos muchachos ya no eran humanos. Jugaban con entusiasmo. Ahora ya les costaba muy poco esfuerzo transportar objetos a grandes distancias. Podían enviarse mutuamente al otro extremo de Venus en un instante, o plantar un pedrusco en la Tierra en una o dos horas. No podían autotransportarse, porque necesitaban un fulcro para producir el impulso. Pero esto era lo de menos. No podían saltar de un lugar a otro en virtud de sus poderes individuales, pero sí en colaboración mutua.
Lázaro no se cansaba de mirarles: aparecían, desaparecían, saltaban, movían objetos. Simples niños que todavía no dominaban con maestría su talento. ¿De qué poder gozarían cuando madurasen por completo?, se preguntó.
¿Y cuántos morirían para lograr que la humanidad saltara por encima de sus barreras actuales?
Un pájaro de alas en forma de sierra, débilmente luminoso a la luz del anochecer, cruzó el cielo en diagonal por encima de los árboles. Uno de los impulsores levantó la vista, sonrió, se apoderó del ave y la envió por el aire a medio kilómetro de distancia. Se escuchó un graznido de rabia, distante pero audible.
—El trato está cerrado —dijo Lázaro—. Ayudamos a Vorst, y Vorst se va. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —se apresuró a decir Mondschein.
—De acuerdo —murmuró Martell, arrastrando los pies por el musgo grisáceo que festoneaba la tierra.
—¿Claude? —preguntó Lázaro.
Emory frunció el ceño. Miró a un muchacho de largos miembros, materializado a menos de seis metros de distancia, que volvía de pasear por otro continente. El rostro enjuto de Emory reflejaba una gran tensión.
—De acuerdo —dijo.
La cápsula, un obelisco de acero de berilio, medía quince metros de altura: un arca insegura que surcaría el mar de estrellas. Contenía habitaciones para once personas, un ordenador cuyas facultades inspiraban cierto temor reverente y un tesoro subminiaturizado, consistente en todo lo que valía la pena salvar de dos mil millones de años de vida en la Tierra.
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