Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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—Pero los hainianos no han demostrado que somos…

—Todos de origen extraño, retoños de colonizadores interestelares hainianos, medio millón de años atrás, o un millón, o dos o tres millones; sí, lo sé, ¡Demostrado! ¡Por el Número Primigenio, Shevek, habla como un seminarista novicio! ¿Cómo se puede hablar con seriedad de pruebas históricas, luego de tanto tiempo? Estos hainianos juegan con los milenios como si fueran pelotas, pero es puro malabarismo. ¡Pruebas, realmente! La religión de mis antepasados me informa, con idéntica autoridad, que desciendo de Pinra Od, a quien Dios expulsó del Jardín porque se atrevió a contarse los dedos de las manos y los pies, hasta sumar veinte, y dejar así el Tiempo suelto por el Mundo. ¡Prefiero este cuento, si tengo que elegir, al de los extraños!

Shevek reía a carcajadas. Le encantaba el humor de Atro. Pero el viejo estaba serio. Palmeó el brazo de Shevek y enarcando las cejas y mascullando, conmovido, dijo al fin:

—Espero que usted sienta lo mismo, querido mío. Lo espero de veras. Hay muchas cosas admirables, no lo dudo, en la sociedad de ustedes, pero no se les enseña a discriminar, lo que es en definitiva lo mejor que la civilización puede darnos. No quiero que esos extraños malditos lo atrapen por esas ideas que usted tiene, de fraternidad y mutualismo y todo eso. Lo inundarán con ríos de «humanidad común» y «ligas de los mundos» y toda esa cháchara, y yo detestaría ver que usted la acepta. La ley de la existencia es la lucha, la competencia, la eliminación del débil, una guerra sin cuartel. Y yo quiero que sobrevivan los mejores. La humanidad que yo conozco. Los cetianos. Usted y yo: Urras y Anarres. Ahora les llevamos la delantera, a todos esos hainianos, y terranos o como quiera que se llamen, y tenemos que conservar nuestro puesto. Ellos nos dieron la propulsión interastral, es verdad, pero ahora estamos construyendo naves mejores que las de ellos. Cuando se decida a dar a conocer la teoría de usted, espero seriamente que piense en el deber que tiene para con los suyos, los de su misma especie. En lo que significa la lealtad, y a quién se la debe.

Las lágrimas fáciles de la edad senil humedecieron los ojos casi ciegos de Atro. Shevek apoyó una mano en el brazo del viejo, una mano tranquilizadora, pero no dijo nada.

—La tendrán, por supuesto. Finalmente la tendrán. Y es natural que así sea. La verdad científica saldrá a la luz; no es posible ocultar el sol debajo de una piedra. ¡Pero antes que la consigan, quiero que paguen! Quiero que ocupemos el lugar que nos corresponde. Quiero respeto: y eso es lo que usted puede conquistar para nosotros. La transimultaneidad… si la conseguimos, el impulso interastral de ellos no tendrá más valor que un saco de habas. No es el dinero lo que me importa, usted lo sabe. Quiero que se reconozca la superioridad de la ciencia cetiana, la superioridad de la mente cetiana. Si ha de haber algún día una civilización interastral, ¡por Dios, no quiero que los de mi raza sean entonces miembros de una casta inferior! Tendremos que llegar, como hombres de la alta nobleza, con un gran regalo en nuestras manos… así tendría que ser. Bueno, bueno, me acaloro a veces hablando de estas cosas. A propósito, ¿qué tal anda el libro de usted?

—He estado trabajando con la hipótesis gravitatoria de Skask. Tengo la impresión de que Skask se equivoca cuando sólo utiliza ecuaciones diferenciales parciales.

—Pero el último trabajo que usted escribió era sobre la gravedad. ¿Cuándo se va a dedicar a la cosa real?

—Usted sabe que para nosotros, los odonianos, los medios son el fin —dijo Shevek con ligereza—. Además, no puedo representar una teoría del tiempo que omita la gravedad, ¿no es así?

—¿Quiere decir que nos la está dando con cuentagotas? —preguntó Atro con suspicacia—. Eso sí que no se me había ocurrido. Me convendría releer ese último trabajo. Había partes que no tenían mucho sentido para mí. Se me cansan tanto los ojos estos días. Creo que algo anda mal en esa cosa maldita, en esa lupa-proyector que necesito para leer. Tengo la impresión cíe que ya no proyecta claramente las palabras.

Shevek miró al anciano con afecto y compunción, pero no le dijo nada más acerca de su propia teoría.

A Shevek le llegaban cada día invitaciones a recepciones, homenajes, inauguraciones y otras cosas por el estilo. Asistía a veces, porque había venido a Urras con una misión y debía tratar de cumplirla: tenía que imponer la idea de fraternidad, tenía que encarnar, en su persona, la solidaridad de los Dos Mundos. Hablaba, y la gente lo escuchaba, y decía:

—Qué gran verdad.

Se preguntaba por qué el gobierno no le impedía que hablase. Chifoilisk tenía que haber exagerado, para sus propios fines, la magnitud del control y la censura. Hablaba, hablaba de anarquismo puro, y nadie se lo impedía. ¿Pero necesitaban acaso hacerlo callar? Tenía la impresión de que siempre, cada vez, hablaba para el mismo público: bien vestido, bien alimentado, bien educado, sonriente.

¿Era la única clase de público que había en Urras?

—Es el dolor lo que une a los hombres —decía Shevek en pie delante de ellos, y ellos asentían y decían:

—Qué gran verdad.

Empezó a odiarlos, y cuando se dio cuenta, dejó bruscamente de aceptar invitaciones.

Pero eso equivalía a aceptar el fracaso y a que se sintiera más solo. No estaba haciendo lo que había venido hacer. No eran ellos quienes lo aislaban, se decía; era él, como siempre, quien se había aislado de ellos.

En el comedor de los Decanos dijo una noche, en la mesa:

—Yo no sé cómo viven ustedes, aquí. Veo las casas particulares, desde fuera. Pero desde dentro, sólo conozco la vida pública de ustedes… salas de reuniones, refectorios, laboratorios.

Al día siguiente Oiie le preguntó, no sin cierto empaque, si en el próximo fin de semana querría ir a cenar y a pasar la noche fuera, en casa de Oiie.

La casa estaba en Amoeno, una aldea a pocas millas de Ieu Eun, y era, de acuerdo con los cánones urrasti, una modesta vivienda de clase media, quizá más antigua que la mayoría. Era una casa de piedra, construida unos trescientos años atrás, de habitaciones artesonadas. El arco doble que caracterizaba a la arquitectura ioti aparecía en los marcos de las ventanas y las puertas. A Shevek le agradó, ya a primera vista, la relativa ausencia de muebles: con aquellos grandes espacios de suelo minuciosamente pulido, las habitaciones parecían austeras, espaciosas. Siempre se había sentido incómodo en medio de los decorados y enseres extravagantes de los edificios públicos en que se celebraban las recepciones, los homenajes y los otros actos. Los urrasti tenían buen gusto, pero contaminado a menudo por un impulso exhibicionista: la ostentación de lo caro. El origen natural, estético del deseo de tener cosas estaba enmascarado y pervertido por compulsiones económicas y competitivas, compulsiones que limitaban a su vez la calidad de los objetos: todo no era más que una especie de despilfarro mecánico. Aquí, en cambio, había gracia, la gracia de la austeridad.

Un criado recogió los abrigos en la entrada. La esposa de Oiie acudió a saludar a Shevek desde la cocina del subsuelo, donde había estado instruyendo a la cocinera.

Mientras conversaban antes de la cena, Shevek reparó de pronto que le hablaba a ella casi exclusivamente, con una cordialidad y un deseo de agradar que a él mismo le sorprendió. ¡Pero era tan bueno hablar otra vez con una mujer! No le sorprendía que se hubiera sentido aislado, viviendo una existencia artificial, entre hombres, siempre hombres, sin la tensión y la atracción de la diferencia sexual. Y Sewa Oiie era atractiva. Observándole las líneas delicadas de las sienes y la nuca, Shevek se dijo que la moda urrasti de rasurar las cabezas de las mujeres no le parecía tan criticable como al principio. Sewa era reservada, más bien tímida; Shevek trató de que se sintiera a gusto con él, y veía, encantado, que al parecer estaba consiguiéndolo.

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