Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Pasaron a cenar y en la mesa se les unieron dos niños. Sewa Oiie se disculpó:

—Ya no es posible conseguir una niñera decente en este país —dijo. Shevek asintió, sin saber qué era una niñera. Estaba observando a los dos chiquillos, con el mismo alivio, con el mismo deleite. No había visto casi a ningún niño desde que partiera de Anarres.

Eran niños muy limpios, muy juiciosos, que hablaban cuando se les hablaba, vestidos con casacas de terciopelo azul y pantalones abuchonados. Observaban a Shevek con una mezcla de temor y de respeto, como a una criatura del Espacio Exterior. El de nueve años era severo con el de siete, le cuchicheaba al oído que no mirase, pellizcándolo sin piedad. El pequeño contestaba con otros pellizcos y trataba de patearlo por debajo de la mesa. El principio de autoridad no parecía aún muy firme en la mente del niño.

Oiie era otro hombre en su casa. Ya no tenía aquella mirada furtiva, y no arrastraba las palabras al hablar. La familia lo trataba con respeto, pero ese respeto era recíproco. A Shevek, que había escuchado muchas de las opiniones de Oiie sobre las mujeres, le sorprendió ver cómo trataba a Sewa: con cortesía, hasta con delicadeza. Esto es caballerosidad, pensó, una palabra que había aprendido recientemente, pero pronto decidió que era algo más. Oiie quería a su mujer y confiaba en ella. Se comportaba con ella y con los niños casi como si fuera un anarresti. A decir verdad, se le reveló entonces como un hombre sencillo, fraternal, un hombre libre.

A Shevek se le ocurrió luego que era una libertad de alcance muy limitado, un núcleo familiar pequeño, pero se sentía tanto más a gusto, tanto más libre él mismo, que no tenía ganas de ponerse a criticar.

En una pausa de la conversación, el niño más pequeño dijo con su vocecita clara:

—El señor Shevek no tiene muy buenos modales.

—¿Por qué no? —preguntó Shevek antes que la mujer de Oiie pudiera reprender al niño—. ¿Qué he hecho?

—No dijo gracias.

—¿Gracias por qué?

—Cuando yo le pasé el plato de los encurtidos.

—¡Ini!¡ Cállate!

¡Sadik! ¡No seas egotista! El tono era exactamente el mismo.

—Creía que estabas compartiéndolos conmigo. ¿Eran un regalo? Nosotros sólo damos las gracias por los regalos, en mi país. Las demás cosas las compartimos sin palabras, ¿te das cuenta? ¿Quieres que te devuelva los encurtidos?

—No, no me gustan —dijo el niño mirando a Shevek a la cara, con ojos negros y luminosos.

—Así es mucho más fácil compartirlos —dijo Shevek. El niño mayor se retorcía de deseos contenidos de pellizcar a Ini, pero Ini rió, mostrando los dientes pequeños y blancos. Al cabo de un rato, en otra pausa, dijo en voz baja, inclinándose hacia Shevek:

—¿Le gustaría ver mí nutria?

—Sí.

—Está en el jardín de atrás. Mamá la puso allí porque pensó que a usted podía molestarle. A algunas personas grandes no les gustan los animales.

—A mí me gusta mucho verlos. En mi país no hay animales.

—¿No? —dijo el chico mayor, abriendo los grandes ojos—. ¡Papá! ¡El señor Shevek dice que ellos no tienen animales!

También Ini miraba con ojos muy abiertos.

—¿Pero qué tienen?

—Gente. Peces. Gusanos. Y árboles holum.

—¿Qué son árboles holum?

La conversación continuó así durante media hora. Era la primera vez que a Shevek le pedían, en Urras, que hablara de Anarres. Los niños hacían las preguntas, pero los padres escuchaban con interés. Shevek eludió la cuestión ética con ciertos escrúpulos: no estaba allí para hacer proselitismo con los hijos de los anfitriones. Les explicó con palabras sencillas cómo era La Polvareda, qué aspecto tenía Abbenay, cómo se vestían, qué hacía la gente cuando necesitaba ropa, qué hacían los niños en la escuela. Este último tema, pese a él mismo, se convirtió en propaganda. Ini y Aevi escucharon fascinados la descripción de un programa de estudios que incluía agricultura, carpintería, recuperación de aguas servidas, imprenta.

Plomería, reparación de caminos, dramaturgia, y todas las demás ocupaciones de la comunidad adulta, y la declaración de Shevek de que nunca se castigaba a nadie, por ningún motivo.

—Aunque a veces —dijo— te dejan solo un rato.

—Pero —dijo Oiie abruptamente, como si la pregunta, largo tiempo contenida, estallara de pronto ahora— ¿qué mantiene el orden entre la gente? ¿Por qué no roban, por qué no se matan unos a otros?

—Nadie tiene nada que se pueda robar. Si uno necesita cosas las va a buscar a los almacenes. En cuanto a la violencia, bueno, no sé, Oiie. ¿Usted me asesinaría, normalmente? Y si quisiera hacerlo, ¿se lo impediría acaso una ley contra el asesinato? No hay nada menos eficaz que la coerción para obtener orden.

—Está bien, ¿pero cómo consiguen que la gente haga los trabajos sucios?

—¿Qué trabajos sucios? —preguntó la esposa de Oiie, sin entender.

—Recolectar basuras, sepultar a los muertos —dijo Oiie.

—Extraer el mercurio de las minas —añadió Shevek, y casi dijo: la reelaboración de los excrementos, pero se acordó del tabú ioti a propósito de las cuestiones escatológicas. Había reflexionado, ya desde los primeros días de su estancia en Urras, que los urrasti vivían entre montañas de desperdicios, pero no mencionaban nunca los excrementos.

—Bueno, todos colaboramos. Pero nadie tiene que trabajar en eso, durante mucho tiempo, a menos que le guste. Un día de cada diez el comité que administra la comunidad o el comité vecinal o quienquiera que lo necesite, puede pedirle a uno que ayude en esos trabajos, en turnos rotativos. Además, en las ocupaciones desagradables, o peligrosas, como las minas o las fábricas de mercurio, nadie trabaja por lo común más de medio año.

—Pero entonces todo el personal ha de estar constituido por simples aprendices.

—Sí. No es eficiente, ¿pero qué otra cosa se puede hacer? No se puede pedir a un hombre que trabaje en un oficio que lo dejará inválido, o que lo matará en pocos años. ¿Por qué tendría que hacerlo?

—¿Puede negarse a obedecer?

—No es una orden, Oiie. El hombre va a la Divtrab, la oficina de división del trabajo, y dice: «Quiero hacer esto y aquello, ¿qué tenéis para mí?» Y ellos le dicen dónde hay trabajo.

—Pero entonces, ¿por qué hacen los trabajos sucios? ¿Por qué aceptan esa tarea rotativa cada diez días?

—Porque trabajan juntos. Y por otras razones. La vida en Anarres no es rica, como aquí, usted sabe. En las comunidades pequeñas no es muy entretenida, y en cambio hay muchísimo trabajo pendiente. Y si uno trabaja la mayor parte del tiempo en un telar-mecánico, es agradable ir cada diez días a las afueras e instalar una cañería o arar un campo, con un grupo de gente diferente… Y hay un desafío implícito, además. Aquí, ustedes piensan que el incentivo del trabajo es la economía, la necesidad de dinero o el deseo de acumular riqueza, pero donde no existe el dinero los motivos reales son más claros, tal vez. A la gente le gusta hacer cosas. Le gusta hacerlas bien. La gente hace los trabajos peligrosos, difíciles. Y se siente orgullosa, puede… mostrarse egotista, decimos nosotros… ¿jactarse? ante los más débiles. ¡Eh, mirad, amiguitos, mirad cuan fuerte soy! ¿Se da cuenta? Les gusta hacer las cosas bien… Pero la cuestión de fondo es los fines y los medios. En última instancia, el trabajo se hace por el trabajo mismo. Es el placer duradero de la vida. La conciencia, la conciencia íntima lo sabe. Y también la conciencia social, la opinión del prójimo. No hay ninguna otra recompensa, en Anarres, ninguna otra ley. Eso es todo. Y en esas condiciones la opinión del prójimo llega a ser una fuerza muy poderosa.

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