Era una figura llamativa cuando se levantó de la mesa en el gran salón comedor bajo el techo alto y sombrío de vigas desnudas, entre los cuadros y retratos que colgaban de las paredes artesonadas, las mesas resplandecientes a la llama de las bujías, la porcelana y la plata. Saludó a alguien en otra mesa y siguió caminando, con una expresión de tranquilo desapego. Desde el otro lado del salón, Chifoilisk lo vio, y fue detrás de él, alcanzándolo en la puerta.
—¿Tiene unos minutos libres, Shevek?
—Sí. ¿Mis habitaciones? —Se había acostumbrado al uso constante del posesivo, y ahora lo empleaba sin timidez.
Chifoilisk pareció titubear.
—¿Por qué no la Biblioteca? Está en el camino de usted, y yo quiero retirar un libro.
Cruzaron el patio hacia la Biblioteca de la Ciencia Noble —el antiguo nombre de la física, que aún se conservaba en Anarres, en ciertas acepciones— caminando lado a lado en la susurrante oscuridad. Chifoilisk abrió un paraguas, pero Shevek caminaba bajo la lluvia como los loti caminaban al sol, con deleite.
—Se va a empapar —refunfuñó Chifoilisk—. Tiene el pecho delicado ¿no? Le convendría cuidarse.
—Estoy muy bien —dijo Shevek, y sonrió mientras caminaba a través de la lluvia fina, refrescante—. Ese médico del gobierno, sabe, me dio un tratamiento, inhalaciones. Da resultado. Ya no toso. Le pedí al doctor que describiera por radio el procedimiento y las drogas al Sindicato de Iniciativas de Abbenay. Lo hizo. Parecía contento. Es bastante sencillo; puede aliviar mucho el dolor, la tos del polvo. ¿Por qué, por qué no antes? ¿Por qué no trabajamos juntos, Chifoilisk?
El thuviano soltó un breve quejido sardónico. Entraron en la sala de lectura de la Biblioteca. Bajo los dobles arcos de mármol, las naves de libros antiguos reposaban en una penumbra serena; las lámparas de Tas largas mesas de lectura eran sencillas esferas de alabastro. No había nadie más allí, pero un sirviente se apresuró a seguirlos para encender el fuego en la chimenea de mármol y comprobar que no necesitaban nada antes de retirarse otra vez. Chifoilisk se detuvo delante del hogar, observando cómo se alzaban las primeras llamas. Las cejas erizadas sobre los ojos diminutos, la cara tosca, cetrina, intelectual del físico, parecía más vieja que de costumbre.
—Quiero ser desagradable, Shevek —dijo con su voz áspera. Y añadió—: Nada inusitado en eso, supongo —una humildad que Shevek no había esperado en él.
—¿Qué pasa?
—Quiero saber si se da cuenta de lo que está haciendo.
Luego de una pausa Shevek dijo:
—Creo que sí.
—¿Se da cuenta, entonces, de que ha sido comprado?
—¿Comprado?
—Llámelo elegido por unanimidad, si lo prefiere. Escuche. Un hombre, por muy inteligente que sea, no puede ver lo que no sabe ver. ¿Cómo va a comprender la situación de usted, aquí, en una economía capitalista, en un Estado plutócrata-oligárquico? ¿Cómo puede verlo viniendo como viene de una pequeña comuna de idealistas hambrientos allá en el cielo?
—Chifoilisk, no quedan muchos idealistas en Anarres, se lo aseguro. Los Colonizadores eran idealistas, sí, al abandonar este mundo por nuestros desiertos. ¡Pero eso fue hace siete generaciones! Nuestra sociedad es práctica. Tal vez demasiado práctica, demasiado preocupada por la mera supervivencia. ¿Qué tiene de idealista la cooperación social, la ayuda mutua, cuando no hay otro medio de sobrevivir?
—No puedo discutir con usted los valores del odonianismo, aunque estuve tentado a menudo. Algo conozco al respecto, sabe. Nosotros, en mi país, estamos mucho más cerca del odonianismo que esta gente. Somos productos del mismo gran movimiento revolucionario del siglo octavo; somos socialistas, como ustedes.
—Pero ustedes son uranistas. El Estado de Thu es aún más centralizado que el de A-Io. Una única estructura de poder maneja todo, el gobierno, la administración, la policía, el ejército, la educación, las leyes, el comercio, las manufacturas. Y tienen además una economía monetaria.
—Una economía monetaria basada en el principio de que a todo trabajador se le paga lo que merece, por el valor de su trabajo… ¡no por capitalistas a quienes está obligado a servir, sino por el Estado del que es miembro!
—¿Es el trabajador quien establece el valor de lo que hace?
—¿Por qué no va a Thu, a ver cómo funciona el verdadero socialismo?
—Sé cómo funciona el verdadero socialismo —respondió Shevek—. Podría decírselo a usted, pero el gobierno de ustedes, en Thu, ¿me permitiría explicarlo?
Chifoilisk pateó un leño, que aún no se había encendido. Miraba atentamente el fuego y tenía una expresión de amargura, con las líneas entre la nariz y las comisuras de los labios profundamente marcadas. No respondió a la pregunta de Shevek. Dijo por último:
—No quiero hablar con usted como si jugáramos a algo. No tiene sentido; no lo haré. Lo que tengo que preguntarle es ¿iría usted a Thu?
—No ahora, Chifoilisk.
—Pero, ¿qué puede usted hacer… aquí?
—Mi trabajo. Y además, aquí estoy cerca de la sede del Consejo de Gobiernos Mundiales…
—¿El CGM? ¡Hace treinta años que A-Io se lo metió en los bolsillos! ¡ No cuente con ellos para que lo salven!
Una pausa.
—¿Estoy en peligro, entonces?
—¿Ni siquiera de eso se había dado cuenta?
Otra pausa.
—¿Contra quién me está usted poniendo en guardia? —preguntó Shevek.
—Contra Pae, en primer lugar.
—Oh, sí, Pae. —Shevek apoyó las manos sobre el elegante manto de la chimenea, taraceado en oro—. Pae es un físico excelente. Y muy servicial. Pero no confío en él.
—¿Por qué no?
—Bueno… es evasivo.
—Sí. Un certero juicio psicológico. Pero Pae no es peligroso para usted porque sea personalmente escurridizo, Shevek. Es peligroso para usted porque es un agente leal, ambicioso, del gobierno ioti. Informa sobre usted, y sobre mí, regularmente, al Departamento de Seguridad Nacional, la policía secreta. No lo subestimo a usted, Dios lo sabe, pero no se da cuenta, ese hábito de usted de tratar a todo el mundo como personas, como individuos, es inútil aquí, no sirve. Tiene que entender qué clase de poderes hay detrás de los individuos.
Mientras Chifoilisk hablaba, la postura natural, relajada, de Shevek Se había endurecido; ahora estaba en pie, tieso, como Chifoilisk, mirando el fuego.
—¿Cómo sabe eso de Pae? —preguntó.
—Por el mismo conducto por el que sé que en la habitación de usted hay un micrófono escondido, lo mismo que en la mía. Porque es mi oficio saberlo.
—¿También usted es un agente del gobierno?
El semblante de Chifoilisk se ensombreció; de pronto, volviéndose hacia Shevek, habló en voz baja y con odio:
—Sí —dijo—, también yo, por supuesto. No estaría aquí si no lo fuese. Todo el mundo lo sabe. Mi gobierno sólo manda al extranjero a aquellos en quienes puede confiar. ¡Y pueden confiar en mí! Porque yo no he sido comprado, como todos esos malditos, esos ricos profesores ioti. Creo en mi gobierno y en mi país. Tengo fe en ellos. —Chifoilisk hablaba con esfuerzo, como atormentado—. ¡Mire alrededor, Shevek! Parece usted un niño entre rufianes. Son buenos con usted, le dan una habitación agradable, conferencias, alumnos, dinero, lo llevan a visitar castillos, fábricas modelo, aldeas encantadoras. ¡Todo lo mejor! ¡Todo hermoso, maravilloso! Pero ¿por qué? ¿Por qué lo traen aquí desde la Luna, lo ensalzan, le imprimen los libros, lo mantienen tan abrigado, tan a salvo en las salas de lectura y en los laboratorios y en las bibliotecas? ¿Cree que lo hacen por motivos científicos, desinteresados, por amor fraternal? ¡Esta es una economía utilitaria, Shevek!
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