Había algo que faltaba, en él, pensó, no en el lugar. No estaba preparado. No era lo bastante fuerte para aceptar lo que se le ofrecía con tanta generosidad. Se sentía seco y árido, como una planta del desierto, en este hermoso oasis. La vida en Anarres lo había marcado, le había cerrado la mente; las aguas de la vida manaban alrededor, y sin embargo él no podía beberías.
Se obligó a trabajar, pero tampoco en el trabajo se encontraba seguro. Parecía haber perdido la intuición que (de acuerdo con la opinión que tenía de sí mismo) constituía su principal ventaja sobre los otros físicos: la capacidad de descubrir dónde estaba el verdadero problema, la llave de acceso a lo interior, al centro. Aquí, parecía haber perdido el sentido de orientación. Trabajaba en los Laboratorios de Investigación de la Luz, leía mucho, y durante aquel verano y aquel otoño escribió tres trabajos: un medio año productivo, de acuerdo con las pautas normales. Pero él sabía que en realidad no había hecho nada.
En verdad, cuanto más tiempo vivía en Urras, menos real le parecía. Tenía la impresión de que se le escapaba de las manos, todo ese mundo vital, magnífico, inagotable que había visto desde las ventanas de su habitación, aquel primer día. Se le escapaba de las manos torpes, extrañas, lo eludía, y cuando volvía a mirar se encontraba con algo muy diferente, algo que no había querido, una especie de papel arrugado, envoltorios, basura.
Ganaba dinero por los trabajos que escribía. Ya tenía en una cuenta del Banco Nacional las 10.000 unidades monetarias internacionales del premio Seo Oen, y una subvención de 5.000 del gobierno ioti. Esa suma se veía ahora acrecentada por el sueldo de profesor y el dinero que le había pagado la prensa universitaria por las tres monografías. Al principio todo eso le pareció divertido, luego se sintió incómodo. No tenía por qué desechar como ridículo algo que allí era, al fin y al cabo, tremendamente importante. Intentó leer un texto elemental de economía; se aburrió a más no poder, era como escuchar a alguien que contaba y volvía a contar interminablemente un sueño largo y estúpido. No pudo obligarse a entender cómo funcionaban los bancos y todo lo demás, pues las operaciones del capitalismo eran para él tan absurdas como los ritos de una religión primitiva, tan bárbaras, tan elaboradas, tan innecesarias. En un sacrificio humano a una deidad podía haber al menos una belleza equívoca y terrible; en los ritos de los cambistas, en los que la codicia, la pereza y la envidia eran los únicos móviles de la conducta humana, aun lo terrible parecía trivial. Shevek observaba esta mezquindad monstruosa con desprecio, y sin interés. No admitía, no podía admitir, que en realidad lo asustaba.
Durante su segunda semana en A-Io, Saio Pae lo había llevado «de compras». Aunque no tenía intención de cortarse el pelo —que era, al fin y a cabo, parte de él— quería un traje y un par de zapatos de estilo urrasti. No deseaba, si podía evitarlo, llamar demasiado la atención. La sencillez de su traje viejo era decididamente ostentosa, y las blandas y toscas botas de desierto parecían en verdad muy extrañas comparadas con el fantástico calzado de los ioti. Pae lo llevó, pues, al Paseo Saemtenevia, la elegante calle de las tiendas de Nio Esseia, para que lo vistieran y lo calzaran.
La experiencia había sido tan sobrecogedora que trató de olvidarla lo más pronto posible; pero luego, durante meses, tuvo sueños, pesadillas. El Paseo Saemtenevia tenía dos millas de largo, y era una masa compacta de gente, tránsito, y cosas: cosas para comprar, cosas para vender. Gabanes, vestidos, togas, túnicas, pantalones, camisas, blusas, sombreros, zapatos, medias, bufandas, chales, chalecos, gorros, paraguas, ropas para dormir, para nadar, para jugar a diferentes juegos, para vestir en reuniones vespertinas, en fiestas nocturnas, en fiestas campestres, ropas para viajar, para ir al teatro, para montar a caballo, para trabajar en el jardín, para recibir invitados, para navegar, para cenar, para cazar; todas diferentes, todas en centenares de cortes, estilos, colores, texturas, materiales. Perfumes, relojes, lámparas, estatuas, cosméticos, velas, cuadros, cámaras fotográficas, juegos, floreros, sofás, teteras, rompecabezas, almohadas, muñecas, coladores, cojines, joyas, alfombras, mondadientes, calendarios, un sonajero para bebé de platino con mango de cristal de roca, una máquina sacapuntas eléctrica, un reloj-pulsera con numerales de diamante; estatuillas y recuerdos y bagatelas y mementos y chucherías y curiosidades, todas inservibles o adornadas de tal modo que no se podía saber para qué servían; acres de lujos, acres de excremento. En la primera manzana Shevek se había detenido a mirar un abrigo de piel moteada que ocupaba el centro de un escaparate resplandeciente de prendas de vestir y joyas.
—¿El abrigo cuesta 8.400 unidades? —preguntó con incredulidad, pues recientemente había leído en un periódico que el «salario vital» era de unas 2.000 unidades anuales.
—Oh, sí, es de piel auténtica, muy rara ahora que se protege a los animales —le había dicho Pae—. Bonito ¿no? Las mujeres adoran las pieles.
Una manzana más adelante Shevek se había sentido totalmente exhausto. No podía seguir mirando. Quería taparse los ojos.
Y lo más inaudito de esa calle pesadilla era que ninguno de los millones de objetos en venta se hacían allí. Allí sólo se vendían. ¿Dónde estaban los talleres, las fábricas, dónde estaban los granjeros, los artesanos, los mineros, los tejedores, los químicos, los tallistas, los tintoreros, los dibujantes, los maquinistas, dónde estaban las manos, la gente que hacía esas cosas? Fuera de la vista, en otra parte, detrás de muros. Toda la gente en todas las tiendas eran compradores o vendedores. No tenían otra relación con las cosas que la posesión.
Descubrió que ahora que le habían tomado las medidas podía encargar por teléfono cualquier ropa que necesitara, y resolvió no volver nunca a la calle pesadilla.
El equipo de ropa y los zapatos le fueron entregados al cabo de una semana. Se los puso y se miró al espejo de cuerpo entero de la alcoba. La sobria toga-casaca gris, la camisa blanca, los ahuchados pantalones negros, y los calcetines y los zapatos brillantes sentaban bien a la figura larga y delgada y los pies estrechos de Shevek. Tocó con el dedo la superficie de un zapato. Era el mismo material que cubría los sillones del otro cuarto, y que al tacto parecía piel; poco tiempo antes había preguntado qué era, y le habían dicho que era piel; la piel de un animal, cuero, lo llamaban. El contacto lo horrorizó, se enderezó, y se apartó del espejo, aunque no antes de haber reconocido que, ataviado de esa manera, el parecido con su madre Rulag era mayor que nunca.
Hubo una larga interrupción entre los cuatrimestres, a mediados del otoño. La mayoría de los estudiantes se marcharon de vacaciones. Shevek fue de excursión a las montañas del Meitei por algunos días con un grupo de estudiantes e investigadores del Laboratorio de la Luz, y luego volvió y pidió que le permitieran utilizar la gran computadora, que en los períodos de clases siempre estaba muy ocupada. Sin embargo, harto de una tarea que no conducía a ninguna parte, no trabajaba con mucho empeño. Dormía más de lo habitual, paseaba, leía y se decía que el problema consistía simplemente en que se había dado demasiada prisa; no es posible captar en pocos meses todo un mundo nuevo. Los prados y bosquecillos de la Universidad eran hermosos y agrestes, las hojas doradas centelleaban, arremolinadas en el lluvioso viento invernal, bajo un suave cielo gris. Shevek leyó otra vez las obras de los grandes poetas; ahora los comprendía cuando hablaban de las flores, y del vuelo de los pájaros, y del color de los bosques en el otoño. Y le deleitaba comprenderlos. Era agradable volver a la penumbra de la habitación, de una serena armonía de proporciones que nunca se cansaba de admirar. Se había acostumbrado a la belleza y la comodidad del cuarto, familiar ahora. También lo eran las caras que veía en la mesa redonda del comedor vespertino, los colegas, algunos más agradables y otros menos, pero todos ya familiares. Lo mismo le sucedía con la comida, tan abundante y variada, y que al comienzo lo había azorado. Los hombres que atendían la mesa sabían lo que necesitaba y le servían lo mismo que él se hubiera servido. Todavía no comía carne; la había probado, por cortesía y para demostrarse a sí mismo que no tenía prejuicios irracionales, pero su estómago tenía razones que la razón no conocía, y se había rebelado. Renunció al cabo de un par de intentos casi desastrosos, y continuó siendo vegetariano, aunque un vegetariano voraz. Disfrutaba enormemente de las comidas. Había aumentado tres o cuatro kilos desde que llegara a Urras; tostado por el sol de la montaña, descansado por las vacaciones, tenía ahora un aspecto excelente.
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