—Abulta —dijo vagamente.
El campo de la matemática que Desar había elegido era tan esotérico que nadie en el Instituto o en la Federación de Matemáticos podía en realidad comprobar si él progresaba. Por eso, precisamente, había elegido ese campo. Daba por supuesto que los motivos de Shevek eran los mismos.
—Demonios —decía—, ¿trabajar? Buen puesto aquí. Secuencia, simultaneidad, mierda.
En algunos momentos Shevek gustaba de Desar, y en otros lo detestaba, por las mismas cualidades. Seguía aferrado a él, sin embargo, deliberadamente, como parte de la resolución que había tomado: cambiar de vida.
La enfermedad le había obligado a comprender que si trataba de seguir solo se derrumbaría definitivamente. Veía esto en términos morales, y se juzgaba sin ninguna piedad. Había vivido encerrado en sí mismo, en contra del imperativo ético de hermandad. El Shevek de veintiún años no era, exactamente, un mojigato, pues mostraba una moral apasionada y drástica, pero vivía aún ajustado a normas rígidas, el odonianismo simplista que unos adultos mediocres enseñaban a los niños, una prédica internalizada.
Había estado actuando mal. Tenía que actuar correctamente. Lo hizo.
Se prohibió trabajar en física cinco noches de cada diez. Se ofreció como voluntario para los trabajos del comité administrativo del domicilio del Instituto. Asistía a reuniones de la Federación de Física y del Sindicato de Miembros del Instituto. Se incorporó a un grupo que practicaba ejercicios de bio-realimentación y de entrenamiento de ondas cerebrales. En el refectorio se obligó a sentarse en las mesas grandes y no en una pequeña con un libro frente a él.
Era sorprendente: daba la impresión de que la gente había estado esperándolo. Lo acogían, lo agasajaban, lo invitaban como compañero de cuarto y camarada. Lo llevaban a pasear con ellos, y al cabo de tres días había aprendido más acerca de Abbenay que en todo un año. Iba con grupos de jóvenes alegres a los campos de atletismo, a los centros de artesanía, a las piscinas de natación, a festivales, museos, teatros y conciertos.
Los conciertos fueron una revelación, una sorpresa maravillosa.
Nunca había ido a un concierto aquí en Abbenay, en parte porque pensaba que la música es algo que uno hace, no algo que uno escucha. De niño siempre había cantado, o tocado, uno u otro instrumento, en los coros y conjuntos locales; había disfrutado muchísimo, pero no tenía verdadero talento. Y eso era todo cuanto sabía de la música.
En los centros de enseñanza se aprendía todo lo necesario para la práctica del arte: canto, métrica, danza, el uso del cepillo, el cincel, el cuchillo, el torno, y así sucesivamente. Todo era pragmático: los niños aprendían a ver, a hablar, a escuchar, a moverse, a manejar. No había una línea divisoria entre las artes y los oficios; el arte no tenía un lugar especial en la vida, era una simple técnica básica de la vida, como el lenguaje. De este modo la arquitectura había desarrollado, desde el principio y en plena libertad, un estilo coherente, puro y simple, de sutiles proporciones. La pintura y la escultura eran sobre todo elementos de la arquitectura y el urbanismo. En cuanto a las artes de la palabra, la poesía y la narrativa, tendían a ser efímeras, a confundirse con el canto y la danza; sólo el teatro se mantenía apañe, y sólo al teatro lo llamaban «El Arte», algo completo en sí mismo. Había numerosos elencos regionales e itinerantes de actores y bailarines, compañías de repertorio, muy a menudo con un autor acólito. Representaban tragedias, comedias improvisadas a medias, pantomimas. Eran tan bienvenidas como la lluvia en las solitarias ciudades del desierto, eran la gloria del año en cualquier lugar a donde iban. Nacido del aislamiento y el espíritu de solidaridad de los anarresti, y encarnándolos, el arte dramático había alcanzado una pujanza y una brillantez extraordinarias.
Shevek, sin embargo, no era particularmente sensible al arte del teatro. Gustaba del esplendor verbal, pero la actuación misma no le interesaba. Sólo en el segundo año de su estancia en Abbenay descubrió, por fin, su Arte: el arte que está hecho de tiempo. Alguien lo llevó a un concierto en el Sindicato de Música. Volvió a la noche siguiente. Iba a todos los conciertos, con sus nuevas amistades si era posible, solo si no había otro remedio. La música era una necesidad más urgente, una satisfacción más profunda que la compañía humana.
En realidad, nunca había conseguido romper su aislamiento esencial, y él lo sabía. No tenía amigos íntimos. Copulaba con varias muchachas, pero copular no era el goce que tenía que ser. Era sólo el alivio de una necesidad, de la que luego se sentía avergonzado, pues involucraba a otra persona como objeto. Prefería la masturbación, el camino adecuado para un hombre como él. La soledad lo había atrapado; estaba condenado por herencia. Ella había dicho:
—Lo primero es el trabajo. —Rulag lo había dicho, lo había dicho con calma, ella había enunciado esa realidad, incapaz de cambiarla, de sacarla de la celda fría. Lo mismo le ocurría a él. Anhelaba acercarse a aquellas almas jóvenes y generosas, que lo llamaban hermano, pero no podía llegar a ellas, ni ellas a él. Había nacido para estar solo, un frío intelectual maldito, un egotista.
El trabajo era lo primordial, pero no lo llevaba a nada. Como el sexo, tendría que haber sido un placer, y no lo era. Seguía enredado en los mismos problemas, sin avanzar ni un solo paso hacia la solución de la Paradoja Temporal de To, y menos aún la Teoría de la Simultaneidad, que el año anterior casi había tenido al alcance de la mano, o así lo había pensado al menos. Aquella confianza en sí mismo le parecía inverosímil. ¿Se había considerado capaz, a los veinte años, de desarrollar una teoría que podría cambiar los fundamentos mismos de la física cosmológica? Evidentemente, había estado loco mucho tiempo, mucho antes de la fiebre. Se inscribió en dos grupos de matemática filosófica, diciéndose que los necesitaba y negándose a admitir que él podía haber encabezado uno y otro tan bien como los instructores. Evitaba a Sabul siempre que podía.
En el primer arranque de las nuevas resoluciones se había propuesto conocer mejor a Gvarab. Gvarab le respondió lo mejor que pudo, pero el invierno había sido cruel con ella: estaba enferma y sorda, y senil; inició un curso y al poco tiempo lo abandonó. Estaba incoherente: un día apenas reconocía a Shevek, y al día siguiente lo llevaba ala rastra a su domicilio para conversar con él toda la noche. Shevek, que había llegado poco más allá de las ideas de Gvarab, encontraba tediosas aquellas charlas interminables. O tenía que permitir que Gvarab lo aburriese durante horas, repitiendo cosas que él ya sabía o que había refutado, o tenía que herirla y confundirla mientras trataba de mostrarle el buen camino. Era un conflicto que superaba la paciencia o el tacto de alguien tan joven, y terminó por evitar a Gvarab cuando podía, siempre con remordimientos.
No había nadie más con quien hablar. Nadie en el Instituto sabía bastante de física temporal pura como para sostener una conversación con él. Le hubiera gustado enseñarla, pero todavía no le habían dado una clase en el Instituto. Pidió un puesto una vez, pero el Sindicato de Profesores y Estudiantes lo rechazó de plano. No querían enemistarse con Sabul.
A medida que avanzaba el año, se acostumbró a distraerse escribiendo cartas a Atro y otros físicos y matemáticos de Urras. Pocas de aquellas canas eran enviadas. Algunas las rompía él mismo en seguida de escribirlas. Descubrió que el matemático Loai-An, a quien había enviado una tesis de seis páginas sobre la reversibilidad temporal, estaba muerto desde hacía veinte años: no se le había ocurrido leer el prefacio biográfico de la Geometría del Tiempo de An. Otras canas que intentó enviar con los cargueros de Urras fueron detenidas por los administradores del Puerto de Abbenay. El Puerto estaba bajo el control directo de la CPD, y como las funciones de la CPD incluían la coordinación de numerosos sindicatos, algunos de los coordinadores necesitaban saber iótico. Esos administradores del Puerto, de conocimientos especializados y posición relevante, se aficionaban pronto a la mentalidad burocrática: decían «no» automáticamente. Desconfiaban de las cartas a matemáticos, les parecían escritas en código, y nadie podía asegurarles lo contrario. Las canas a los tísicos sólo eran admitidas con la aprobación de Sabul, el asesor. Y Sabul no aprobaba ninguna que tratase de temas ajenos a su propia rama: la física secuencial.
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