Shevek vaciló. De niño, e incluso aquí, en el Instituto, había conocido demasiado de cerca el tipo de enseñanza que descubría Bedap.
Bedap aprovechó el terreno ganado:
—Siempre es más fácil no pensar por tu propia cuenta. Encontrar una jerarquía agradable y segura, y dejarse estar. No cambiar nada, no arriesgarte a las censuras, no intranquilizar a tus síndicos. Dejarte gobernar es siempre más cómodo.
—¡Pero no es gobierno, Dap! Los expertos y los veteranos o las cuadrillas dirigen los sindicatos; ellos conocen mejor el trabajo. ¡El trabajo tiene que hacerse, al fin y al cabo! En cuanto a la CPD, sí, podría convertirse en una jerarquía, en una estructura de poder, si no estuviera organizada para impedir precisamente que eso ocurra. ¡Recuerda cómo está montada! Voluntarios, elegidos por sorteo; un año de aprendizaje; luego cuatro años en la Nómina, y luego afuera. Nadie podría conquistar poder, en el sentido anjuista, en un sistema como éste, con sólo cuatro años de tiempo.
—Algunos se quedan más de cuatro años.
—¿Los consejeros? Pierden el voto.
—Los votos no tienen importancia. Hay gente entre bastidores…
—¡Vamos! ¡Eso es paranoia pura! Entre bastidores… ¿Cómo? ¿Qué bastidores? Cualquiera puede asistir a cualquier reunión de la CPD, y si es un síndico interesado, ¡puede intervenir en el debate y votar! ¿O tratas de decirme que aquí tenemos políticos ?
Shevek estaba furioso con Bedap; tenía rojas las orejas prominentes; hablaba en voz muy alta; en todo el patio no brillaba una sola luz. Desar, en el cuarto 45, golpeó la pared pidiendo silencio.
—Estoy diciendo lo que ya conoces —dijo Bedap en un tono de voz mucho más bajo—. Que es la gente como Sabul la que en realidad maneja la CPD, y la ha manejado año tras año.
—Si tanto sabes —lo acusó Shevek en un murmullo áspero—, ¿por qué no lo dices en público? ¿Por qué no convocaste a una sesión de crítica en el sindicato, si tienes pruebas? Si tus ideas no pueden soportar el juicio público, no me las cuchichees aquí a medianoche.
Bedap tenía ahora los ojos muy pequeños, como cuentas de acero.
—Hermano —dijo—, eres un justiciero. Siempre lo fuiste. ¡Por una vez, mira afuera de tu maldita conciencia pura! Vengo aquí y cuchicheo porque sé que puedo confiar en ti, ¡maldición! ¿Con qué otro podría hablar? ¿Acaso quiero acabar como Tirin?
Shevek elevó la voz, sorprendido.
—¿Como Tirin? —Señalando con un gesto la pared, Bedap le pidió que se moderara—: ¿Qué pasa con Tirin? ¿Dónde está?
—En el Hospicio de la Isla Segvina.
—¿En el Hospicio?
Bedap se sentó de costado y se abrazó las rodillas, pegadas al mentón. Hablaba en voz muy baja ahora, a regañadientes.
—Tirin escribió una obra de teatro y la presentó el año después que te fuiste. Era rara, disparatada; tú sabes las cosas que a él se le ocurrían. —Bedap se pasó una mano por el pelo áspero, rojizo, y se soltó la cola—. Podía parecer antiodoniano, sí uno era estúpido. Mucha gente era estúpida. Se alborotó. Lo amonestaron. Lo amonestaron públicamente. Era algo que yo nunca había visto antes. Todo el mundo viene a las reuniones de tu sindicato y te lo cuenta en secreto. Así ponían en su sitio a un capataz o a un jefe de escuadrilla prepotente. Ahora emplean el mismo método sólo para decirle a un individuo que deje de pensar por sí mismo. Fue horrible. Tirin no lo pudo soportar. Creo que en realidad perdió un poco la cabeza. Le parecía que todo el mundo estaba contra él. Empezó a hablar más de la cuenta, como resentido. No cosas irracionales, pero siempre críticas, siempre amargas. Y hablaba con cualquiera en ese tono. Bueno, cuando terminó el Instituto, calificado como instructor de matemáticas, pidió un destino. Consiguió uno. En una cuadrilla de reparación de carreteras en Poniente del Sur. Protestó suponiendo que había sido un error, pero las computadoras de la Divtrab dijeron lo mismo. Así que fue.
—En todo el tiempo que lo conocí Tirin nunca trabajó al aire libre —interrumpió Shevek—. Desde que tenía diez años. Siempre se daba maña para conseguir algún trabajo burocrático. Lo que hizo la Divtrab era justo.
Bedap no prestó atención.
—No sé realmente lo que pasó allí. Me escribió varias veces, y cada vez le habían asignado otro puesto de trabajo. Siempre trabajos físicos, en comunidades pequeñas y lejanas. Escribió que dejaba el puesto y que volvía a Poniente del Norte, a verme. No volvió. Dejó de escribir. Lo encontré al fin por intermedio de los Archivos de Trabajo de Abbenay. Me enviaron una copia de la ficha, y la última entrada era clarísima: «Terapia. Isla Segvina». ¡Terapia! ¿Había asesinado a alguien, Tirin? ¿Había violado a alguien? ¿Por qué otras cosas te mandan al Hospicio?
—Nadie te manda al Hospicio. Tú mismo pides que te manden.
—No me hagas tragar esa mierda —dijo Bedap con una furia repentina—. ¡Él nunca pidió que lo mandaran allí! Ellos lo enloquecieron, y ellos mismos lo mandaron allí. Es de Tirin de quien te estoy hablando, Tirin, ¿te acuerdas de él?
—Lo conocí antes que tú. ¿Qué crees que es el Hospicio… una cárcel? Es un albergue. Si hay criminales y desertores crónicos es porque han pedido ir allí, porque allí no hay presiones ni castigos. Pero ¿quién es esa gente de la que siempre hablas… "ellos"? «Ellos» lo enloquecieron, y lo demás. ¿Estás tratando de decir que todo el sistema social es nefasto, que en realidad «ellos», los perseguidores de Tirin, tus enemigos, somos nosotros, el organismo social?
—Si puedes quitarte a Tirin de la conciencia como un desertor crónico, no tengo más que decirte —respondió Bedap, sentándose encorvado en la silla. Había en su voz un dolor tan evidente, tan simple, que la santa indignación de Shevek cesó de pronto.
Ninguno de los dos habló durante un rato.
—Será mejor que me vaya a casa —dijo Bedap desdoblándose con dificultad y poniéndose en pie.
—Tienes una hora de caminata desde aquí. No seas estúpido.
—Bueno, he pensado… ya que…
—No seas estúpido.
—Está bien. ¿Dónde está el cagadero?
—A la izquierda, tercera puerta.
Cuando volvió, Bedap propuso dormir en el suelo, pero como no había alfombra y sólo tenían una manta, la idea era estúpida, como opinó Shevek con voz monótona. Los dos estaban hoscos y malhumorados; doloridos, como si hubiesen peleado a puñetazos sin haber agotado toda la furia que llevaban dentro. Shevek desenrolló el colchón y la ropa de cama y se acostaron. Cuando apagaron la lámpara, una oscuridad plateada penetró en el cuarto, la penumbra de una noche ciudadana cuando hay nieve en la calle y la luz resplandece débilmente. Hacía frío. Cada uno sentía con gratitud el calor del cuerpo del otro.
—Retiro lo que dije de la manta.
—Escucha, Dap. No tenía intención de…
—Oh, por la mañana hablaremos de eso.
—Está bien.
Se acercaron todavía más. Shevek se puso boca abajo y al cabo de dos minutos se quedó dormido. Bedap, mientras trataba de mantenerse despierto, fue hundiéndose en la tibieza, en el abandono profundo del sueño confiado, y se durmió. En mitad de la noche uno de ellos lloró a gritos, en sueños. El otro extendió un brazo, adormecido, musitando palabras de alivio, y el peso ciego y cálido de aquel contacto ahuyentó todos los temores.
Volvieron a encontrarse a la noche siguiente y discutieron si iban o no a vivir juntos un tiempo, como en la adolescencia. Tenían que discutirlo, porque Shevek era definidamente heterosexual y Bedap definitivamente homosexual; el placer sería sobre todo para Bedap. Shevek estaba perfectamente dispuesto, sin embargo, a reafirmar la antigua amistad; y cuando vio que el elemento sexual de la relación significaba mucho para Bedap, que era, para él, una verdadera consumación, tomó la iniciativa y con gran ternura y tenacidad convenció a Bedap de que volviera a pasar la noche con él. Tomaron una habitación particular en un domicilio en el centro de la ciudad, y allí vivieron durante cerca de una década; luego se separaron otra vez, Bedap volvió a su dormitorio y Shevek al cuarto 46. No había en ninguno de los dos un deseo sexual bastante fuerte como para que la relación fuese duradera. No habían hecho más que confirmar una mutua confianza.
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