Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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—La noche que lo vi —dijo Takver— fue la noche antes de que te fueras del Instituto de Poniente del Norte. Hubo una fiesta, ¿recuerdas? Algunos nos quedamos levantados y conversamos toda la noche. Pero eso fue hace cuatro años. Y tú ni siquiera sabías mi nombre. —El rencor había desaparecido de su voz; parecía querer disculparlo.

—¿Tú viste en mí, entonces, lo que yo he visto en ti en estos últimos cuatro días?

—No sé. No sabría decirlo. No era sólo algo sexual. Ya me había fijado en ti antes, de ese modo. Esto era diferente. Te vi a ti. Pero no sé lo que tú ves ahora. Y no sabía realmente qué veía yo entonces. No te conocía bien, no te conocía nada. Sólo que, cuando hablaste, me pareció ver claro en ti, en el centro. Pero podías haber sido muy diferente. Eso no sería culpa tuya, al fin y al cabo —añadió—. Sólo supe que veía en ti lo que yo necesitaba. ¡No únicamente lo que quería!

—¿Y has estado dos años en Abbenay y nunca…?

—¿Nunca qué? Era todo cosa mía, todo en mi cabeza, tú ni siquiera sabías mi nombre. ¡Una persona sola no puede hacer un vínculo!

—Y tenías miedo de que si venías a mí yo quizá no quisiera el vínculo.

—No era miedo. Sabía que tú eras una persona… a quien no se podía forzar… Bueno, sí, tenía miedo. Tenía miedo de ti. No de cometer un error. Sabía que no era un error. Pero tú eras… tú. No te pareces a la mayoría de la gente, ¿sabes? ¡Te tenía miedo porque sabía que eras mí igual! —concluyó Takver con vehemencia; pero un momento después dijo muy suavemente, con ternura—: En realidad no importa, Shevek, sabes.

Era la primera vez que Takver lo llamaba por el nombre. Se volvió a ella y dijo tartamudeando, ahogándose casi:

—¿No importa? Primero me enseñas… me enseñas lo que importa, lo que realmente importa, lo que he necesitado toda mi vida… y luego me dices que no importa.

Estaban frente a frente ahora, pero no se habían tocado.

—¿Es eso lo que necesitas, entonces?

—Sí. El vínculo. La posibilidad.

—¿Ahora… para toda la vida?

—Ahora y para toda la vida.

Vida, dijo el torrente precipitándose piedras abajo en la tría oscuridad.

Cuando Shevek y Takver volvieron de las montañas se mudaron a una habitación doble. No había ninguna libre cerca del Instituto, pero Takver sabía de una no demasiado distante en un antiguo domicilio del norte de la ciudad. Para conseguir el cuarto fueron a ver a la administradora de manzanas —Abbenay estaba dividido en unos cien distritos administrativos, llamados manzanas-, una tallista de lentes que trabajaba en su casa y mantenía a tres niños de corta edad. Guardaba el fichero de viviendas en el estante alto de un armario, para que no lo alcanzaran los niños. Vio que la habitación estaba registrada como vacante. Shevek y Takver la registraron como ocupada, y firmaron.

Tampoco la mudanza fue complicada. Shevek llevó una caja con papeles, y la manta anaranjada. Takver tuvo que hacer tres viajes. Primero a la proveeduría de ropas del distrito a conseguir un conjunto de prendas nuevas para cada uno, algo que ella sentía oscura pero intensamente como indispensable para iniciar la sociedad. Luego fue a su antiguo dormitorio, una vez en busca de ropas y papeles, y otra, con Shevek, para llevarse una cantidad de objetos curiosos: complejas formas concéntricas de alambre que se movían y se transformaban lentamente hacia adentro cuando las colgaba del techo. Las había hecho con restos de alambres y las herramientas del depósito de material de artesanía, y las llamaba Ocupantes del Espacio Deshabitado. Una de las dos sillas del cuarto estaba decrépita, de modo que la llevaron al taller de reparaciones, donde consiguieron una sólida. Con esto completaron el mobiliario. La nueva habitación tenía el techo alto, lo que la hacía aireada y con espacio de sobra para los ocupantes. El domicilio se levantaba en una de las colinas bajas de Abbenay, y el cuarto tenía una ventana esquinada que recibía el sol de la tarde, con vista a la ciudad, las calles y las plazas, los tejados, el verde de los parques, y más allá las llanuras.

La vida en común después de la larga soledad, el goce abrupto, pusieron a prueba la estabilidad de Shevek y de Takver. En las primeras décadas Shevek tenía arranques salvajes de exaltación y de angustia; ella tenía accesos de mal humor. Los dos eran ultrasensibles y poco experimentados. La tensión se disipó poco a poco, mientras iban conociéndose. El hambre sexual persistía como un deleite apasionado, el deseo de comunión se renovaba en ellos diariamente porque se satisfacía diariamente.

Ahora era claro para Shevek, y le hubiera parecido un desatino pensar de otra manera, que los años de desdicha en esta ciudad habían sido parte de esta gran felicidad presente, pues lo habían llevado a ella, preparado para ella. Todo cuanto le había ocurrido era parte de lo que ocurría ahora. Takver no veía aquella oscura concatenación de efecto/causa/efecto, pero ella no conocía la física temporal. Veía el tiempo ingenuamente como un camino que se extendía, allá adelante. Uno caminaba hacia adelante y llegaba a algún lugar. Si tenía suerte, llegaba a un lugar al que valía la pena llegar.

Pero cuando Shevek retomó esa metáfora, y la expuso en su propio lenguaje, explicando que si el pasado y el futuro no llegaban a ser parte del presente por obra de la memoria y la intención, no había, en términos humanos, ningún camino, ningún lugar a donde ir, ella asintió antes que él hubiera explicado la mitad de la teoría.

—Exactamente —dijo—. Eso es lo que estuve haciendo los últimos cuatro años. No es todo suerte. Sólo en parte.

Tenía veintitrés años, medio menos que Shevek. Había crecido en una comunidad agrícola, Valle Redondo, en el Noreste. Era un paraje aislado, y antes de ir al Instituto de Poniente del Norte había trabajado más duramente que la mayoría de los jóvenes anarresti. En Valle Redondo apenas había gente para hacer las tareas más indispensables, y como los índices de producción eran allí mínimos dentro de la economía general, las computadoras de la Divtrab no lo tenían en cuenta. A los ocho años, Takver había trabajado en el molino tres horas diarias, separando la paja y las piedras del grano de holum, luego de tres horas de escuela. Poca de la enseñanza práctica que había recibido de niña tenía como objeto el enriquecimiento personal: había sido parte de la lucha de la comunidad por la supervivencia. En las épocas de siembra y cosecha todos los mayores de diez y los menores de sesenta trabajaban en los campos, el día entero. A los quince se había ocupado de coordinar los programas de trabajo en las cuatrocientas parcelas agrícolas de Valle Redondo, y había ayudado a la dietista en el refectorio de la ciudad. No había nada fuera de lo común en todo esto, y Takver no lo recordaba a menudo, pero había contribuido sin duda a modificar ciertos aspectos de su carácter y opiniones. Shevek se alegraba de haber hecho su parte de kleggish, porque Takver despreciaba a la gente que evitaba los trabajos físicos.

—Míralo a Tinan —decía—, lloriqueando y gimiendo porque ha conseguido un puesto de cuatro décadas en la cosecha de raíces de holum. ¡Es tan delicado como un huevo de pez! ¿Habrá tocado alguna vez la suciedad? —Takver no era particularmente caritativa, y tenía un temperamento violento.

Había estudiado biología en el Instituto Regional de Poniente del Norte, con suficiente éxito como para decidir trasladarse al Instituto Central y seguir estudiando allí. Al cabo de un año había solicitado un puesto en un nuevo sindicato. Estaban montando un laboratorio para estudiar el mejoramiento y la propagación de los peces comestibles en los tres océanos de Anarres. Cuando le preguntaban qué hacía, respondía:

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