Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Los desposeídos: краткое содержание, описание и аннотация

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Sin embargo, Shevek se preguntaba a veces, mientras seguía viendo a Bedap casi a diario, qué era lo que le gustaba de su amigo y por qué confiaba en él. Las opiniones actuales de Bedap le parecían detestables, y además las repetía una y otra vez hasta el aburrimiento. Discutían con ferocidad cada vez que se encontraban. A menudo, al separarse de Bedap, Shevek se acusaba a sí mismo por haberse aferrado a una lealtad desmedida, y juraba con furia no volver a ver a Bedap.

Pero lo cieno era que le gustaba mucho más Bedap el hombre que Bedap el niño. Inepto, obstinado, dogmático, destructivo: Bedap podía ser todo eso; pero había logrado una libertad de espíritu que Shevek codiciaba, aunque las ideas nacidas de esa libertad le parecieran abominables. Había cambiado la vida de Shevek, y Shevek lo sabía. Sabía que ahora por fin estaba saliendo a flote, y que era Bedap quien le había ayudado. Reñía con Bedap a cada paso, pero seguía viéndolo, para discutir, para herir y ser herido, para encontrar lo que estaba buscando por detrás de la cólera, el rechazo, la negación. No sabía qué buscaba. Pero, sabía dónde buscarlo.

Fue, conscientemente, un año tan desdichado para él como el anterior. Todavía no había avanzado un solo paso en su trabajo; en realidad, había abandonado por completo la física temporal para dedicarse una vez más a humildes trabajos prácticos, preparando diversos experimentos en el laboratorio de radiación, ayudado por un técnico diestro, silencioso, y estudiando las velocidades subatómicas. Era un campo bastante trillado, y el tardío interés de Shevek fue considerado por los demás como el reconocimiento de que por fin había renunciado a ser original. El Sindicato de Miembros del Instituto le confió un curso de física matemática para jóvenes principiantes. No sintió que hubiera triunfado por haber conseguido al fin que le permitieran enseñar, pues sólo había sido eso: se lo habían permitido, concedido. Nada lo consolaba. El hecho de que las paredes de su dura conciencia puritana se estuvieran ensanchando enormemente era cualquier cosa, pero no un consuelo. Se sentía frío y perdido. No tenía dónde abrigarse, dónde buscar refugio, de modo que seguía saliendo y alejándose en el frío, cada vez más distante, más extrañado.

Bedap había hecho muchas amistades, un grupo errabundo y descontento, y algunos llegaron a simpatizar con el hombre tímido. Shevek no se sentía más cerca de ellos que de la gente convencional que conocía en el Instituto, pero eran independientes, capaces de defender la autonomía moral aun a riesgo de parecer excéntricos, y esto le interesaba. Algunos de ellos eran intelectuales nuchnibi que desde hacía años no participaban regularmente en los trabajos comunitarios. Shevek los desaprobaba severamente, cuando no estaba con ellos.

Uno de ellos era un compositor llamado Salas. Salas y Shevek tenían interés en aprender uno del otro. Salas sabía poca matemática, pero cuando Shevek le explicaba la Física en el modo analógico o el experimental, era un oyente ávido e inteligente. Del mismo modo Shevek escuchaba todo cuanto Salas pudiese decirle sobre teoría musical, y cualquier cosa que Salas le hiciera oír en las cintas grabadas o en el instrumento portátil. Pero algunas de las cosas que Salas le contaba lo perturbaban profundamente. Salas trabajaba ahora en una cuadrilla de cavadores de acequias en los Llanos del Temae, al este de Abbenay. Venía a la ciudad los tres días libres de cada década y los pasaba en compañía de una u otra muchacha. Shevek suponía que había tomado el puesto voluntariamente, porque quería, para variar, trabajar un poco al aire libre; pero luego supo que nunca le habían dado un puesto en música, ni en nada que no fueran tareas no especializadas.

—¿En qué nómina estás en la Divtrab? —le preguntó, intrigado.

—Trabajos generales.

—¡Pero tú eres un especialista! Pasaste seis u ocho años en el Conservatorio de Música del Sindicato, ¿no? ¿Por qué no te ponen a enseñar música?

—Lo hicieron. No acepté. Hasta dentro de diez años no estaré en condiciones de enseñar. Soy un compositor, recuérdalo, no un ejecutante.

—Pero habrá puestos para compositores.

—¿Dónde?

—En el Sindicato de Música, supongo.

—A los síndicos de Música no les gustan mis composiciones. En verdad, no les gustan a mucha gente, todavía. Yo solo no puedo ser un sindicato, ¿no?

Salas era un hombre menudo y enjuto, ya calvo en la frente y el cráneo; llevaba lo poco que le quedaba de pelo en una franja rubia y sedosa alrededor de la barbilla y la nuca. Tenía una sonrisa dulce, que le arrugaba la cara expresiva.

—Tú sabes, no compongo como me enseñaron en el conservatorio. Compongo música disfuncional. —Sonrió con más dulzura que nunca—. Ellos quieren corales. Yo detesto los corales. Quieren piezas armónicas como las que escribía Sessur. Detesto la música de Sessur. Estoy escribiendo una pieza de música de cámara. Pensé que podría llamarla El Principio de la Simultaneidad. Cinco instrumentos tocando cada uno un tema cíclico independiente; nada de causalidad melódica; el desarrollo se apoya enteramente en la relación de las partes. Una nueva armonía, muy hermosa. Pero ellos no la oyen. No quieren oírla. ¡No pueden!

Shevek reflexionó un momento.

—Si la llamaras Las Alegrías de la Solidaridad —dijo—, ¿querrían oírla?

—¡Caramba! —dijo Bedap, que estaba escuchando—. Es la primera cosa cínica que has dicho en tu vida, Shev. ¡Bienvenido a la cuadrilla de trabajo!

Salas se echó a reír.

—Tal vez sí, pero no permitirían que se grabara o tocara. No está dentro del estilo orgánico.

—No me extraña no haber oído nunca música profesional cuando vivía en Poniente del Norte. Pero ¿cómo justifican este tipo de censura? ¡Tú escribes música! La música es un arte cooperativo, orgánico por definición, social. Quizá la forma más noble de comportamiento social de que seamos capaces. Sin duda una de las actividades más nobles del individuo. Y por su naturaleza, por la naturaleza de todo arte, es algo que compartes con otros. El artista comparte algo con otros, y esto es la esencia misma de lo que nace. Digan lo que digan tus síndicos, ¿cómo justifica la Divtrab que no te den un puesto en tu propio campo?

—No quieren compartirla —dijo Salas con buen humor—. Los asusta.

Bedap habló en tono más grave:

—Pueden justificarlo porque la música no es algo útil. Cavar acequias es importante, tú lo sabes; la música es simple decoración. El círculo se ha cerrado alrededor del utilitarismo más ruin. Hemos renegado de la complejidad, la vitalidad, la libertad de invención e iniciativa que eran el alma misma del ideal odoniano. Hemos retrocedido a la barbarie. ¡Si es nuevo, escapa; si no puedes comerlo, tíralo!

Shevek pensó en su propio trabajo y no encontró nada que decir. A pesar de todo, no podía aceptar las críticas de Bedap. Bedap le había hecho comprender que él, Shevek, era un auténtico revolucionario; pero tenía la convicción profunda de que era revolucionario por crianza y educación, como odoniano y como anarresti. No podía rebelarse contra su sociedad, porque esa sociedad, inteligente-: mente concebida, era ella misma una revolución, una revolución permanente, un proceso continuo. Para corroborar la validez y la fuerza de esa sociedad bastaba con que uno actuara, sin temor al castigo y sin esperar recompensa: que actuara desde el centro del alma.

Bedap y algunos de sus amigos habían resuelto salir de vacaciones juntos, por una década, e ir de excursión al Ne Theras. Habían convencido a Shevek de que los acompañara. A Shevek le agradaba la perspectiva de diez días en las montañas, pero no la de diez días escuchando a Bedap. La conversación de Bedap se parecía excesivamente a las Sesiones de Crítica, la actividad comunal que menos le había gustado siempre, en las que todo el mundo se levantaba y se quejaba de los defectos estructurales de la comunidad y, por lo común, de los defectos de carácter de los vecinos. Cuanto más se acercaban las vacaciones, menos lo atraían. No obstante, se metió un cuaderno en el bolsillo, para poder apartarse y fingir que trabajaba, y fue en busca de los otros.

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