Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Retrocedió, extrajo el cuchillo, se agazapó. Starkadh—. se quedó donde estaba.

—Debería partirte en dos por lo que has dicho —jadeó. Tragó aire—. Pero creo que morirás pronto de este tajo. —Una risotada vibrante—. Qué lastima. Esperaba que fueras mi amigo. El primer amigo verdadero de mi vida. Bien, las Nornas lo han dispuesto de otro modo.

«Nuestros caracteres lo han dispuesto de otro modo —pensó Gest—. Qué fácil sería matarte. Qué vulnerable eres a cien trucos marciales que conozco.

—En cambio, tendré que continuar como antes —dijo Starkadh—. Solo.

«Así sea», pensó Gest.

Con los dedos de la mano derecha tanteó bajo la camisa rasgada y juntó los labios de la herida.

Transformó el dolor en algo muy distante de sí mismo, como las brumas que se despedazaban bajo la creciente luz. Concentró la mente en el flujo sanguíneo.

Starkadh destrozó el refugio a patadas, cogió su cota de malla, se la puso sobre la tela mullida donde se había acostado a la noche. Se puso el casco y el yelmo, se calzó la espada, alzó el escudo. Cuando estuvo preparado para marcharse, miró con asombro al otro hombre.

—¿Qué? ¿Todavía estás en pie? —dijo—. ¿Debo rematarte?

Si lo hubiera intentado, Gest lo habría matado él. Pero Starkadh se detuvo, se estremeció y dio media vuelta.

—No —murmuró—. Esto me da escalofríos. Parto hacia mi propio destino, Nornagest.

Echó a andar camino arriba, se internó en el bosque y se perdió de vista.

Entonces Gest pudo sentarse y prestar plena atención a su cuerpo. Había detenido la hemorragia antes de perder mucha sangre, pero estaría débil durante unos días. No importaba. Podía quedarse allí hasta que estuviera en condiciones de viajar; la tierra proveería. Trató de apresurar la unión de la carne herida.

No se atrevió a pensar en la incurable herida interior.

2

—Sin embargo, nos vimos muy poco, Starkadh y yo —continuó Gest—. Después de eso oí rumores sobre él, hasta que me marché de nuevo; y cuando regresé había muerto hacía tiempo, del modo que él deseaba.

—¿Por qué has viajado tanto? —preguntó el rey Olaf—. ¿Qué buscabas?

—Lo que nunca he encontrado —le respondió Gest—. Paz.

No, eso no era del todo cierto. Una y otra vez había encontrado la paz, en la cercanía de la belleza o la sabiduría, en los brazos de una mujer, en la risa de los niños. ¡Pero qué breves momentos! Su último matrimonio, en las tierras altas de Noruega, ya parecía el sueño de una sola noche: Ingridh y su juvenil alegría, sus vástagos en la cuna que Gest había tallado, sus bríos aún mientras se volvía más canosa que él, pero luego los años de agotamiento, y después los entierros, los entierros. ¿Dónde estaba Ingridh ahora? Gest no podía seguirla, ni a ella ni a todas las que titilaban en el linde de la memoria, ni a la primera y más dulce de todas, con guirnaldas de laurel y un cuchillo de pedernal en la mano…

—En Dios está la paz —dijo el sacerdote.

Quizá, quizá. Hoy las campanadas de la iglesia repicaban en Noruega, como durante una generación o más habían repicado en Dinamarca, sí, en la zona sagrada de la Madre donde él y la muchacha de las guirnaldas habían ofrecido flores… Había visto la invasión de los carros de guerra y los dioses de la tormenta en el terruño, había visto bronce y hierro, las caravanas que enfilaban a Roma y las naves vikingas que infiltraban a Inglaterra, la enfermedad y el hambre, la sequía y la guerra, y la vida que comenzaba pacientemente de nuevo; cada año se hundía en la muerte y aguardaba la llegada del sol para renacer; él también podía marcharse si deseaba y errar en el viento con las hojas.

El sacerdote del rey Olaf pensaba que pronto terminarían todas las búsquedas y los muertos se levantarían de las tumbas. Ojalá fuera así. Muchos otros lo creían. ¿Por qué no el?

Venid a mí, todos los que trabajáis y sufrís una pesada carga, y yo os daré reposo.

Días después, Gest dijo:

—Sí. aceptaré el bautismo.

El sacerdote lloró de alegría y Olaf dio muestras de alegría.

Pero esa noche en el salón, cuando todo hubo terminado, Gest cogió una vela y la encendió con una antorcha. Se echó en un banco desde donde pudiera verla y afirmó:

—Ahora puedo morir.

«Ahora me he rendido. »

Dejó que la luz de la vela le inundara la visión, el ser. Fue uno con ella. La luz creció hasta que Gest vio que brillaba en esas caras perdidas, las arrancaba de la oscuridad, las acercaba cada vez más. Los latidos del corazón seguían a Gest, internándose en la quietud.

Olaf y los jóvenes guerreros quedaron atónitos. El sacerdote se arrodilló en la sombra y rezó en voz baja.

La luz de la vela se apagó. Nornagest permanecía inmóvil. En el salón ululaba un viento invernal.

VI. Encuentro

El oro brillaba a lo lejos como una estrella vespertina. A veces lo ocultaban los árboles, una fronda o los restos de un bosque, pero los viajeros siempre lo veían de nuevo al moverse hacia el oeste, rutilante en un cielo vasto donde escasas nubes cabalgaban sobre una llanura ventosa salpicada de aldeas y verdes sembradíos.

Horas después, cuando los rayos del sol se enredaban en las cejas de Svoboda Volodarovna, las colinas se perfilaron con claridad, con la ciudad en la más alta. Detrás de las murallas y torres se elevaban cúpulas, capiteles, el humo de mil hogares; y encima de todo fulguraba el cielo. Svoboda oyó tañidos, no la voz solitaria de una capilla campestre sino varias campanas, que debían de ser grandes para llegar a tanta distancia, repicando juntas en un son que sin duda era similar a la música de los ángeles o de la morada de Yarilo.

—El campanario, la cúpula dorada, pertenece a la catedral de Sviataya Sophia —señaló Gleb Ilyev—. No es el nombre de un santo, sino que significa «Santa Sabiduría». Viene de los griegos, quienes trajeron la palabra de Cristo a los rusos. —Ese hombre bajo y rechoncho, de nariz respingona y barba hirsuta y entrecana, era algo presuntuoso. Pero la tez curtida indicaba muchos años de viajes, a menudo a través del peligro, y la ropa elegante indicaba su éxito.

—¿Entonces todo esto es nuevo? —preguntó asombrada Svoboda.

—Bien, esa iglesia y otras cosas —replicó Gleb—. El gran príncipe Yaroslav Vladimirovitch las ha construido desde que capturó estas tierras y trasladó su sede desde Novgorod. Pero desde luego Kiyiv ya era grande. Fue fundada en tiempos de Rurik…, hace dos siglos, creo.

Y para mí esto era sólo un sueño, pensó Svoboda. Habría sido menos real que los viejos dioses que según suponemos aún rondan el desierto, si mercaderes como Gleb no atravesaran nuestra aldea de vez en cuando, trayendo mercancías que pocos pueden costear pero también historias que todos ansían oír.

Azuzó al caballo y lo espoleó con los talones. Estas tierras bajas cercanas al río aún estaban húmedas después de las inundaciones de primavera, y el lodo del camino había fatigado al caballo. Detrás de ella y su guía venían sus acompañantes, media docena de empleados y dos aprendices que conducían animales de carga y un par de carromatos con mercancías. Aquí, a salvo de los bandidos y los guerreros pecheneg, habían dejado las armas y sólo llevaban túnicas, pantalones, sombreros altos. Gleb se había puesto buenas ropas esa mañana, para tener un aspecto adecuado al llegar; se había echado una capa orlada de piel sobre una chaqueta de brocado.

También Svoboda estaba elegante, con un vestido de lana gris con un ribete bordado. Iba sentada de costado en la silla, y sus faldas revelaban botas con finas costuras. Un pañuelo cubría sus trenzas rubias. La intemperie apenas la había bronceado, el trabajo la había fortalecido sin encorvarle la espalda ni ajarle las manos. Los huesos grandes no le afeaban la buena figura, y tenía ojos azules, nariz roma, labios carnosos y barbilla cuadrada. El linaje y la fortuna eran manifiestos; su padre había sido jefe de la aldea en sus tiempos, y cada uno de sus esposos había sido más acaudalado que la mayoría de los hombres: herrero, trampero, criador de caballos, comerciante. No obstante, debía contenerse para manifestar calma, y el corazón le saltaba en el pecho.

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