En una casa cercana a la muralla sur. Gleb se detuvo.
—Aquí te quedarás —dijo. Ella asintió. Él le había descrito el lugar. Un maestro tejedor, cuyas hijas abastecedor de buques sino…, bien, cuando tratas con hombres de muchas naciones, todo es política y planes y… —No era su costumbre hablar con tanta torpeza—. Le dejaré el mensaje y quizá me reciba mañana. Luego fijaremos una hora para que lo veas y… rezaré por un buen desenlace.
—Dijiste que era seguro.
—No, comenté que me parecía probable. Está interesado. Conozco bien a ese hombre y su situación. Pero ¿cómo puedo hacerte promesas?
Ella suspiró.
—Es verdad. En el peor de los casos, dijiste, puedes encontrar a alguien de inferior posición.
Él miró los juncos del suelo.
—Tampoco es necesario que sea… así. Somos viejos amigos, ¿verdad? Yo podría cuidarte… mejor de lo que me has permitido hacerlo hasta ahora.
—Has sido muy generoso conmigo —dijo ella con suavidad—. Tu esposa es una mujer afortunada.
—Será mejor que me vaya —masculló Gleb—. Debo reunir a mi gente, alojarla, depositar las mercancías, y luego… Mañana, cuando pueda, pasaré por aquí para darte la noticia. Hasta entonces, que Dios te acompañe, Svoboda Volodarovna. —Dio media vuelta y se fue.
Ella se quedó un rato sumida en sus pensamientos antes de dirigirse a la cocina. Óigale ofreció un cuenco de espeso caldo de carne, llena de puerros y zanahorias, acompañado por pan negro y mantequilla. Se sentó frente a ella y le dio conversación.
—Gleb Ilyev me ha hablado tanto de ti…
Con la cautela que le habían enseñado los años, Svoboda cambió de tema. ¿Cuánto habría dicho ese hombre? Fue un alivio comprobar que había sido astuto como de costumbre. Había descrito a una viuda sin hijos que dependieran de ella y sin perspectivas de nuevo matrimonio en su distante y tosco villorrio.
Por caridad, y con la esperanza de ganar los favores del Cielo, Gleb la había recomendado al proveedor Igor Olegev de Kiyiv, también viudo con varios hijos. La perspectiva parecía buena; una campesina podía aprender los modales urbanos si era sagaz, y esta mujer tenía además otras cualidades. Por lo tanto Gleb ayudó a Svoboda a convertir su herencia en dinero, una dote, y la llevó en su siguiente viaje.
—Ah, pobre niña, pobre pequeña. —Olga se enjugó las lágrimas—. ¿Ningún hijo tuyo en esta tierra, y ningún hombre que se case con una joven tan bella? No lo entiendo.
Svoboda se encogió de hombros.
—Había rencillas. Por favor, prefiero no hablar de ello.
—Sí, rencillas de aldea. La gente se vuelve maliciosa cuando se pasa toda la vida sin ver a nadie más. Además son presa de temores paganos. ¿Acaso creen que traes mala suerte, que te maldijo una bruja, sólo porque tuviste tantas penas? Que ahora Dios traiga, al fin, prosperidad a tu vida.
Conque Gleb había contado la verdad, incluso mientras la ocultaba. Una habilidad de comerciante. Por un instante, Svoboda pensó en él. Se llevaban bien, y podían llegar a algo más, si este plan matrimonial fracasaba. Que los curas lo llamaran pecado. Kupala el Jovial no lo llamaría así, y quizá los viejos dioses aún permanecieran sobre la tierra… Pero no. Gleb ya peinaba canas. Le quedaba demasiado poco tiempo para que Svoboda se animara a lastimar a una esposa que nunca había conocido. Sabía cuánto dolía una pérdida.
Después de comer, cuando Olga regresó a sus tareas, Svoboda fue a su habitación. Desempacó, guardó sus pertenencias y se preguntó qué hacer. Siempre había tenido alguna ocupación, al menos hilar. Pero había dejado sus enseres al abandonar su hogar. Y no podía resignarse al bendito ocio, saboreándolo, ni al sueño, como hacía la gente del campo cuando tenía la rara oportunidad. Así no se comportaba la hija de un notable, la esposa de un hombre importante. La embargó la inquietud. Caminó de un lado a otro, se tumbó en la cama, se levantó, bostezó, miró a su alrededor, caminó de nuevo. ¿Debía ir a ayudar a los criados de Olga? No, no estaba familiarizada con el lugar. Además, Igor Olegev podía pensar que eso rebajaba a la novia. Siempre que él tuviera interés. ¿Cómo era Igor? Gleb lo llamaba un buen sujeto, pero Gleb nunca lo vería con ojos de mujer, y ni siquiera lo que Gleb decía sobre su apariencia evocaba una imagen real para Svoboda.
Al menos podía apreciar a san Yuri, enjuto, de ojos grandes… Se arrodilló ante él para pedirle su bendición. Las palabras se le atascaron en la garganta. Era obediente pero no devota, y hoy no estaba de ánimo para la mansedumbre.
Se puso a caminar. Poco a poco tomó una decisión. ¿Por qué permanecer encerrada entre esas paredes? Gleb le había dicho que fuera prudente, pero a menudo se había internado sola en el bosque, sin temer al lobo ni al oso, y no había sufrido ningún daño. Una vez cogió a un caballo desbocado por las bridas y lo obligó a detenerse, en otra ocasión mató a un perro rabioso con el hacha, otra vez ella y los vecinos se apiñaron en la aldea amurallada y rechazaron un ataque pecheheg. Además, mientras aquí las horas se arrastraban, allá bullía la vida, la novedad, la maravilla. El campanario, alto y brillante…
¡Claro! La iglesia de la Santa Sabiduría. Allí sentiría ánimo de rezar, allí Dios la oiría y le daría ayuda. Sin duda.
Se puso una capa, la abrocho, se cubrió con la capucha y salió. Nadie podía prohibirle que se fuera, pero sería mejor que pasara inadvertida. Se cruzó con un sirviente, quizás un esclavo, pero él le clavó una mirada obtusa y siguió fregando una estufa de mosaicos en la sala principal. Svoboda cerró la puerta. La calle la absorbió.
Vagabundeó un rato, tímidamente al principio, luego aturdida por el deleite. Nadie la trató con rudeza. Varios jóvenes la miraron y algunos se sonrieron y se codearon, pero eso sólo le provocó un cosquilleo. Algunos la empujaron sin querer. Era menos frecuente que antes, pues las calles estaban menos atestadas a medida que caía el sol. Al fin tuvo una clara vista de la catedral y se dejó guiar por ella.
Cuando contempló Santa Sofía entera, contuvo el aliento. Calculó, deslumbrada, que tendría sesenta pasos de longitud. La masa blanca y verde se erguía con sus paredes y entradas, pasajes con arcadas y altas ventanas de cristal, diez cúpulas en total, seis con cruces y cuatro coronadas de estrellas. Durante un largo tiempo sólo pudo admirarla. Al fin, armándose de coraje, entró dejando atrás a los obreros que acrecentaban ese esplendor. El corazón le latía con gran fuerza. ¿Estaba prohibido? Pero además de los sacerdotes, había plebeyos que entraban y salían. Atravesó la entrada.
Después, durante un tiempo sin tiempo, se desplazó como una rusaíka bajo el agua. Casi se preguntó si ella también se habría ahogado convirtiéndose en uno de esos espíritus. El crepúsculo y el silencio la envolvieron, las ventanas relucientes de colores e imágenes, las paredes de oro e imágenes…, pero no, ese rostro extraño y severo era Cristo, Señor del Mundo, rodeado por sus apóstoles, y esa gigante hecha de pequeñas piedras era Su Madre y… la canción, los tonos profundos y plañideros que se elevaban desde atrás de un tabique tallado, mientras arriba repicaban campanas, eran en alabanza del Padre… Se postró sobre las losas frías. Despertó del trance mucho después. La iglesia era una caverna tenebrosa; Svoboda estaba sola, excepto por unos clérigos y muchas velas. ¿Adonde había ido el día? Se persignó y salió deprisa.
Había caído el sol, y el cielo aún estaba azul pero se ennegrecía con rapidez. La penumbra inundaba las calles entre paredes en cuyas ventanas fluctuaba una luz amarilla. Hacía rato que estaban desiertas. Svoboda notó que su respiración, sus pisadas y el susurro de sus faldas resonaban en el silencio. Doblar a la derecha en esa esquina, a la izquierda en la siguiente… No, se había equivocado, nunca había visto esa casa con las puntas de las vigas talladas con forma de cabezas… Se había perdido.
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