»Nunca hallé a los de mi especie. Muchos caminos seguí, a veces durante años, pero ninguno condujo a nada. Al final perdí las esperanzas y emprendí la Vuelta hacia mi hogar. Al menos, la primavera nórdica es eternamente joven.
»Y entonces oí hablar de ti.
Gest se acercó al fuego. Apoyó las manos en los hombros de Starkadh.
—Aquí termina mi búsqueda, donde comenzó —dijo. Las lágrimas le temblaban en las pestañas—. Ahora somos dos, y ya no estamos solos. Y así sabemos que tiene que haber más, mujeres entre ellos. Juntos, ayudándonos y alentándonos, podemos buscar hasta encontrarlos. ¡Starkadh, hermano mío!
El guerrero permaneció inmóvil.
—Esto… es… inesperado —musitó.
Gest lo soltó.
—En efecto. Yo tuve mucho tiempo para pensar desde que recibí noticias de ti. Bien, tómate tu tiempo. Nosotros tenemos más de lo que tienen la mayoría de los hombres.
Starkadh escrutó la oscuridad.
—Pensé que un día sería viejo y débil como Harald —jadeó—. A menos que primero cayera en la batalla, y pensé en tratar de que así fuera… Pero me dices que siempre seré joven. Siempre.
—Una carga que a menudo ha resultado insoportable para mí —declaró Gest—. Pero, compartida, será más liviana.
Starkadh apretó los puños duros como roble.
—¿Qué haremos con ella?
—Cuidar de nuestro don. Tal vez, a pesar de todo, venga del Más Allá y quienes lo reciben estén señalados para hazañas que cambiarán el mundo.
—Sí. —La alegría palpitó en la voz de Starkadh—. Una fama imperecedera, y estar vivo para disfrutarla. Reunir huestes guerreras, capturar reinos, fundar casas reales.
—Aguarda, aguarda —dijo Gest—. No somos dioses. Nos pueden asesinar, ahogar, quemar, matar de hambre, como a los demás hombres. He permanecido en la tierra tantos años gracias a mi cautela.
Starkadh lo miró con frialdad.
—Lo entiendo —barbotó con desdén—. ¿Tú sabes de honor?
—No quiero decir que actuemos como timoratos. Procuremos tener poder, y un escondrijo por si la suerte no nos sonríe. Después daremos a conocer lo que somos poco a poco, a la gente en quien Podamos confiar. Su respeto nos ayudará, pero eso no es suficiente; para conducir, debemos servir, debemos dar.
—¿Cómo podemos dar a menos que tengamos oro, tesoros, un botín tal como el que pueden acumular vikingos inmortales?
Gest frunció el ceño.
—Estamos a punto de discutir. Será mejor que no hablemos más, sino que reflexionemos mientras descansamos. Mañana, después de dormir, pensaremos con mayor claridad.
—¿Puedes dormir… después de esto?
—¿Qué? ¿Tú no estás agotado?
Starkadh rió.
—Después de recoger tan buena cosecha, quise decir. —No llegó a ver la mueca de disgusto de Gest.— Como quieras. Al lecho.
Sin embargo, en el refugio pataleó y murmuró y movió los brazos. Al fin Gest decidió salir.
Encontró un lugar seco cerca del manantial, pero optó por buscar descanso en la meditación y no en el sueño. Tras adoptar la posición del loto, indujo la calma dentro de sí mismo. Eso fue fácil. Tiempo atrás había superado a sus gurús en comarcas que estaban al este de las alboradas de Dinamarca: pues había tenido siglos para practicar las disciplinas mentales y corporales que ellos enseñaban. Pero no habría podido resistir tanto sin sus enseñanzas. ¿Cómo les iría a esos maestros, a esos chelas amigos? ¿Natha y Lobsang al fin se habrían liberado de la Rueda?
¿Él se liberaría alguna vez? Sintió esperanza. Nunca podía abandonarla M todo. ¿Eso significaba que él rechazaba la fe? «Om mani padme hum.» Esas palabras no le habían capturado el alma. ¿Pero era porque él no lo consentía? Si tan sólo hallara un Dios a quien entregarse…
Al menos se había vuelto semejante a los sabios que controlaban el cuerpo y sus pasiones. Había alcanzado el poder que ellos buscaban. A una orden, el aliento y el pulso disminuyeron hasta que dejó de percibirlos. El frío dejó de ser algo que le invadía la piel; Gest fue el frío, fue el mundo nocturno, se transformó en la estrofa que decía:
Despacio asciende
la luna.
Su filoso borde
hiende la oscuridad.
Astros y escarcha,
quietos como los muertos,
anuncian el ocaso
de otro año.
Un ruido lo sacó del trance. Habían pasado horas. El cielo del este estaba gris sobre los árboles. El rocío irradiaba los únicos resplandores en una penumbra sin matices. Humeaban brumas encima de esa penumbra y en el aliento de los hombres. El claro gorgoteo del manantial parecía más fuerte de lo que era.
Starkadh estaba acuclillado ante el refugio. Al salir lo había desbaratado con su andar torpe. Empuñaba la espada envainada que había dejado sobre la cota de malla. Miró a su alrededor con los ojos irritados hasta encontrar a Gest. Soltó un gruñido y se le acercó. Gest se levantó.
—Buenos días —saludó.
—¿Has pasado la noche sentado? —preguntó Starkadh con voz ronca—. Yo tampoco he podido dormir.
—Espero que hayas descansado, de todos modos. Iré a ver qué hay en las trampas.
—Espera. Antes de continuar juntos…
Gest sintió un escalofrío.
—¿Qué te molesta?
—Tú. Tu lengua evasiva. Me he agitado como en una pesadilla, procurando entender lo que dijiste ayer. Ahora explícate.
—Vaya, pensé que te lo había explicado. Somos dos inmortales. Nuestra soledad ha llegado a su fin. Pero debe de haber otros, mujeres entre ellos, y debemos encontrarlos y… permanecer juntos. Para ello, haremos juramentos, seremos hermanos.
—¿De qué tipo? —gruñó Starkadh—. Yo el jefe, luego el rey; tú mi escaldo y vasallo… ¡Pero no fue eso lo que dijiste! —Tragó saliva—. ¿Tú también quieres ser rey? —Sonriendo—: ¡Claro! Podemos dividirnos el mundo.
—Moriríamos en el intento.
—Nuestra fama nunca morirá.
—Peor aún, podríamos distanciarnos. ¿Cómo pueden permanecer juntos dos que siempre trafican con la muerte y la traición?
De inmediato Gest comprendió su error. Había querido decir que así era la naturaleza del poder. Apresarlo y conservarlo eran dos actos igualmente sucios. Pero antes de que él pudiera continuar, Starkadh se llevó la mano a la empuñadura. La cara de piedra palideció.
—Conque enlodas mi honor —dijo Starkadh con voz gutural.
Gest alzó la mano, la palma hacia fuera.
—No. Deja que me explique.
Starkadh se inclinó haciendo aletear las fosas nasales.
—¿Qué has oído decir de mí? ¡Escúpelo!
Gest sabía bien que debía hacerlo.
—Dicen que tomaste cautivo a un reyezuelo y lo colgaste como ofrenda a Odín, después de prometerle la vida. Dicen que asesinaste a otro en su casa de baños, en venganza. Pero…
—¡Tuve que hacerlo! —aulló Starkadh—. Siempre fui un forastero. Los demás eran demasiado jóvenes y… —bramó como un uro.
—Y tu soledad te fustigó hasta que devolviste los golpes, a ciegas —dijo Gest—. Comprendo. Lo comprendí en cuanto oí hablar de ti. A menudo me he sentido así. Recuerdo actos míos que me dolieron como quemaduras. Es sólo que no me gusta matar.
Starkadh escupió en el suelo.
—Correcto. Te has abrazado a tus años como una vieja arropándose en la manta.
—¿Pero no ves que las cosas han cambiado para ambos? —exclamó Gest—. Ahora tenemos tareas mejores que atacar a gente que nunca nos ha hecho daño. Lo que te trajo deshonor fue el afán de fama, riqueza y poder.
Starkadh soltó un grito y desenvainó la espada. Atacó.
Gest se deslizó como una sombra, pero el acero le mordió el brazo izquierdo. La sangre brotó, empapó la tela, goteó en el arroyuelo que salía del manantial.
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