Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Cuando llegó ante el Dnieper, contuvo el aliento. El pardo y caudaloso río fluía a pocos metros de distancia. A la derecha, una isla baja y cubierta de hierba lo dividía. Arroyos menores salían de cada orilla. La margen opuesta era mucho más boscosa, aunque casas y otros edificios jalonaban el camino desde las aguas hasta la ciudad y se apiñaban alrededor de las murallas, mientras que la colina presentaba huertos, pequeñas granjas o tierras de pastoreo.

En esta margen había apenas un lodoso apiñamiento de viviendas. Sus braceros y labriegos prestaban poca atención a los viajeros; estaban habituados a ellos. Pero ella sí atrajo miradas y provocó murmullos. Pocas mujeres acompañaban a los mercaderes, y éstas no gozaban de buena reputación. Una barcaza estaba esperando. El dueño salió al encuentro de Gleb y regateó con él, luego pidió a los tripulantes que ocuparan sus puestos. Se necesitarían tres viajes. La pasarela era empinada, pues el muelle estaba construido previendo la crecida anual. Gleb y Svoboda estuvieron entre los primeros en cruzar. Se instalaron a proa para mirar mejor. Se impartieron órdenes, la madera crujió y el agua gorgoteó al zarpar la nave. Soplaba una brisa fresca. Revoloteaban aves alrededor: patos, gansos, pájaros pequeños, una bandada de cisnes, pero no tantos como en casa; aquí los cazaban más.

—Venimos en un momento de muchísimo trajín —advirtió Gleb—. La ciudad está llena de forasteros. Las trifulcas son comunes, y pueden ocurrir cosas aún peores, a pesar de los esfuerzos del gran príncipe para mantener el orden. Tendré que dejarte sola mientras atiendo mi trabajo. Ten mucho cuidado, Svoboda Volodarovna.

Ella asintió con impaciencia, oyendo apenas las palabras que él había repetido una y otra vez, mirando hacia delante. Cuando se acercaron a la margen oeste, las naves reunidas allí parecieron multiplicarse. Ella aguzó los sentidos y notó que ahora las naves ancladas no tapaban las que estaban junto a los muelles, y debían de sumar veintenas y no centenares. Aun así quedó impresionada. Aquí no había barcazas como aquella en que viajaba, ni botes o bateas como las que usaba su gente. Eran naves largas y delgadas, de tingladillo, de colores chillones, muchas con antojadizos mascarones en la proa. Remos, vergas y mástiles sacados de la carlinga descansaban sobre caballetes encima de los bancos. ¡Debían de extender las velas como alas cuando se hacían a la mar!

—Sí, la famosa flota mercante —dijo Gleb—. Ahora deben de estar todas. Quizá mañana zarpen para Constantinopla, Nueva Roma.

Svoboda seguía sin escuchar. Trataba de imaginar el mar que las naves hallarían en la desembocadura del río. Se extendía allende la mirada de los hombres; era bravío, oscuro y salobre; enormes serpientes y seres que eran mitad pez habitaban sus olas. Eso contaban las historias. Trató de verlo con la mente, pero no pudo. En cuanto a la ciudad del basileus, ¿cómo podía ser que hiciera parecer a la propia Kiyiv pequeña y pobre en comparación?

—¡Quién pudiera ir allí y averiguarlo!

Suspiró una vez, pero contuvo sus anhelos. Con frecuencia había novedades ante uno. Tanto las ganancias como los sufrimientos eran imprevisibles. Ni siquiera en los cuentos de vieja una mujer se había aventurado donde ella lo hacía. Pero ninguna había sido impulsada por tamaña necesidad.

Evocó recuerdos, pensamientos secretos que la habían asaltado cuando estaba sola, trabajando en la casa o el jardín, recogiendo bayas o leña en el lindero del bosque, pasando las noches en vela. ¿Podía ella ser tan especial, una princesa robada de la cuna, una niña escogida por los antiguos dioses o los santos cristianos? Sin duda todos los niños abrigaban ensueños semejantes que siempre se esfumaban al crecer. Pero en ella se habían vuelto a encender poco a poco…

Ningún príncipe había acudido al rescate, ningún zorro ni pájaro de fuego había pronunciado palabras humanas. La vida, simplemente, continuó año tras año hasta que al fin ella se liberó; y eso era obra de ella. Y aquí estaba.

El corazón se le aceleró, liberándola del miedo. ¡Maravillas, por cierto!

La barcaza golpeó contra el muelle. La tripulación la amarró. Los pasajeros desembarcaron internándose en el ajetreo. Gleb se abrió paso entre la multitud de peones, buhoneros, marineros, soldados, remolones. Svoboda permanecía a su lado. Siempre trataba de demostrar carácter en presencia de Gleb, de negociar en vez de suplicar, de ser cordial en vez de apocada; pero en ese momento él sabía qué hacer y ella estaba confundida. Esto no era como las ferias de ese pueblo que conocía, poco más que un fuerte donde los aldeanos buscaban refugio.

Observaba, escuchaba, aprendía. Gleb habló con un funcionario de la capitanía de puerto y un funcionario del príncipe, ordenó a uno de sus hombres que reuniera al resto en determinado lugar, y al fin la condujo colina arriba hacia la ciudad. se habían casado, ganaba algún dinero extra aceptando inquilinos de confianza.

Una criada abrió la puerta y los recibió la dueña de casa. Los seguidores de Gleb entraron el equipaje de Svoboda, y Gleb pagó a la mujer. Fueron a la habitación que ocuparía Svoboda. Era pequeña y tenía una cama estrecha, un taburete, un orinal, una jofaina y una jarra de agua. Sobre la cama colgaba la imagen de un hombre con aureola, rodeado por las letras de su nombre. Era san Yuri, explicó la mujer.

—Mató a un dragón y salvó a una doncella —explicó—. Un buen guardián para ti, querida. Has venido a casarte, ¿verdad? —El marcado y rápido acento obligó a Svoboda a prestar atención.

—En eso confiamos —replicó Gleb—. Arreglar la boda llevará días, Olga Borisovna, y luego están los preparativos. Por ahora, esta dama está cansada después de una larga y ardua travesía.

—Desde luego, Gleb Ilyev. Y sin duda hambrienta. Iré a ver si la sopa esta caliente. Venid a la cocina cuando estéis listos, ambos.

—Yo debo marcharme inmediatamente —dijo Gleb—. Sabes que un comerciante tiene que mirar y trajinar como un halcón en esta temporada, si desea hacer negocios que valgan la pena.

La mujer se fue, y también sus hombres, cuando él les hizo una seña. Por un instante Gleb y Svoboda se quedaron a solas.

La habitación estaba en penumbra, pues sólo había una ventana pequeña cubierta por una tela. Svoboda escrutó la cara de Gleb, que se encontraba en la puerta.

—¿Hoy verás a Igor Olegev? —preguntó en voz baja.

—Lo dudo —suspiró él—. Es un hombre importante, a fin de cuentas, e influyente. Está muy atareado cuando la flota está aquí, no sólo como.

Las murallas eran macizas, terrosas y en algunos puntos estaban blanqueadas. Un pórtico arqueado, flanqueado por roquetas y coronado por una torre, les cedió el paso. Los guardias con yelmo y cota de malla se apoyaban en las picas sin estorbar el tráfico que circulaba en ambas direcciones, a pie, a caballo, en carros tirados por asnos o bueyes, a veces ovejas o vacas rumbo al sacrificio, o en una bestia monstruosa y de pesadilla que Gleb dijo que era un camello. Más allá se elevaban calles serpenteantes. La mayoría de los pintorescos edificios eran de madera, con techos de tejas musgosas o hierba floreciente. A menudo tenían dos o tres pisos. En las ventanas de los edificios de ladrillo relucía el vidrio. Sobre ellos se erguía la cúpula dorada donde anidaban las campanas, coronada por una cruz.

El ruido, los olores y el trajín aturdieron a Svoboda. Gleb debía alzar la voz para identificar a los personajes que veían. Svoboda reconoció enseguida a los sacerdotes, con túnica negra y barba larga; pero un hombre con harapos era un monje que venía a la ciudad desde su remota caverna, mientras que un anciano ricamente vestido y en litera era un obispo. La gente de la ciudad —comadres regateando en un mercado rebosante de mercancías y personas, corpulentos mercaderes, peones, esclavos, niños, campesinos— usaba una gran variedad de atuendos, y ninguno llevaba los adornos que ella conocía. Marineros sucios de brea, nórdicos altos y rubios, polacos y fineses con sus variados atavíos, tribus esteparias de altos pómulos, un par de bizantinos elegantes y desdeñosos: se sentía perdida, y también excitada, entusiasmada, ebria.

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